martes, 12 de mayo de 2020

La Anunciación (Lc. I, 26-38), por el P. Joüon (II de II)


La pregunta de María no implica ningún error positivo de su parte, pues interpretó las palabras del ángel en su sentido natural, el cual era el que el ángel le quiso sugerir. María simplemente ignoraba que el Niño podía ser legalmente hijo de David sin que José fuera el padre según la carne. Y es lo que Gabriel le explica en forma equivalente a la Virgen al revelarle que José no tendría parte en la concepción del Niño, dado que el Espíritu Santo será, para usar la frase de Santo Tomás, el “principio activo”[1]. Luego, en una corta descripción, en contraste con la precedente, donde no se trató más que de la grandeza humana del Mesías, hijo de David, el ángel caracteriza al Niño con dos atributos propiamente divinos: una santidad que responde a la santidad del Espíritu Santo, y la personalidad divina. El Niño que María va a concebir será pues, al mismo tiempo, “hijo de David” e “Hijo de Dios” en el sentido pleno de la palabra[2]. El segundo cuadro del díptico completa lo que el primero tenía intencionalmente incompleto: María comprende que será la Madre de un Hombre-Dios.

El carácter del “Anuncio hecho a María” debe ser tenido muy presente en el espíritu, si se quiere apreciar bien el matiz que María da a su palabra: “He aquí la esclava del Señor”.

La primera parte del anuncio es manifiestamente profético. Es una predicción a corto plazo: “He aquí que vas a concebir”, retomando los términos de la profecía de Is. VII, 14:

“He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”.

En la predicción de Gabriel, una frase es una orden: “Le pondrás por nombre Jesús”, porque aquí María tiene un rol activo que cumplir. Todo el resto es una profecía manifestando un decreto de misericordia y por lo tanto una voluntad absoluta de Dios. El conjunto, y no sólo la orden de darle al Niño el nombre Jesús es, a los ojos de María, la expresión clara de la voluntad absoluta de Dios sobre ella. El decreto es llevado; María, por su parte, no tiene más que ejecutarlo.


Pero esto no implica de ninguna manera que María no haya podido hacer un acto perfectamente libre y, por lo tanto, meritorio. ¿Cuál es el matiz de este acto? Es esencialmente un acto de conformidad con la voluntad de Dios, prácticamente un acto de obediencia. María expresa este acto bajo una imagen: “He aquí la esclava del Señor”. Lo propio de la esclava es de estar a disposición y a las órdenes de su Señor. María recibe una orden: como buena esclava del Señor, la ejecutará[3].

A este acto de conformidad con la voluntad de Dios, María agrega un deseo: “Séame hecho según tu palabra”. La elección que Dios hizo sobre ella para ser la madre del Mesías es un honor incomparable que aprecia en todo su valor: “Bienaventurada me llamarán todas las generaciones” (Lc. I, 48). Pero sobre todo, la Encarnación es la realización de la promesa hecha a los padres (I, 55), la gran misericordia de Dios sobre Israel (I, 54). María desea que no sea diferido el cumplimiento de esta promesa que Gabriel acaba de anunciarle. El ángel había predicho la concepción como próxima: “He aquí que vas a concebir…”; pero no había precisado. Es María, la cual en el ímpetu de su alegría[4], fija el momento bajo la forma modesta de un deseo, que Dios ciertamente escuchó. El Todopoderoso, si se puede decir, dejó en alguna medida a María la elección del momento. En la prontitud de su obediencia, la humilde Virgen no quiso ninguna demora; su “Fiat” ha, por así decirlo, apurado el momento de la Encarnación.

Tal vez algunos encuentren esta exégesis un poco “simple” y le reprocharán que no tenga en cuenta algunas conjeturas comúnmente recibidas por los autores modernos.

Pero esta exégesis supone justamente en la Virgen un alma divinamente simple. Esta simplicidad es una característica que asombraba a Santa Teresita del Niño Jesús:

“¡La Virgen María! ¡Cuán simple me parece que fue su vida!”

Su vida, sí; pero sobre todo su alma; ¡y esta simplicidad de alma se revela aquí en la manera muy simple de entender las primeras palabras del ángel, en el candor de su pregunta y en la alegre espontaneidad de su Fiat[5]!



[1] Summa Theologica, III, q. 32, art. 3.

[2] Es históricamente la primera revelación clara de la divinidad del Mesías, y se le hizo a María. A José, Dios no le revelará más que la concepción “del Espíritu Santo” (Mt. I, 20) y el rol de Salvador (I, 21); sin duda, fue por medio de María que José supo claramente que el niño, concebido por la operación del Espíritu Santo era, en sentido propio, “hijo de Dios”.

En el A.T. el texto más decisivo sobre la divinidad del Mesías es, creo, Sal. CIX, 1:

“Oráculo de Yahvé a mi Señor: “Siéntate a mi diestra”;

y es por esta razón que Jesús la propone a los fariseos (Mt. XXII, 43-44). ¿Pero quién sacaba la conclusión que Jesús quería que sacaran los fariseos? Esta palabra misteriosa de David era una palabra sellada, una revelación implícita que había que explicitar.

Nota del Blog: ¿Por qué no pensar que, así como San José supo por la Virgen que el niño era Dios, supo antes que nada por ella misma la concepción milagrosa? Es la opinión de Léon Dufour en un trabajo en dos partes que publicamos en su momento AQUI.

[3] “María es hallada como una Virgen obediente” (por oposición a Eva), Ireneo, Adv. Haer., III, 22.4; “Al mismo tiempo, llamándose esclava, no se adjudicó ningún privilegio como resultado de esa gracia; cumplirá lo que se le ordenó”. San Ambrosio, in loco.

Se dice a menudo que María da su “consentimiento”, pero uno consiente a una proposición, no a una orden. Asentir, con el matiz de “someterse a” (Littré), sería mejor. Se desnaturaliza tanto el acto de María como el de Dios al decir que “Dios tiene tanto respeto por María que se digna negociar con ella.

Se dice también que María hubiera rechazado el honor de la maternidad divina antes que renunciar a la virginidad. Pero se olvida que la divina maternidad no le fue propuesta sino impuesta. Por lo demás, la hipótesis en la cual nos colocamos es absurda, dado que la divina maternidad implica la virginidad. Si se quiere hacer una hipótesis in abstracto, se puede decir simplemente que María hubiera elegido, bajo la luz actual del Espíritu Santo, lo que hubiera estimado más glorioso para Dios.

[4] Numerosos escritores eclesiásticos de la Iglesia griega, explotan oratoriamente la palabra Χαῖρε (Salve) del v. 28 y ven allí no una simple salutación (¡Salve!), sino una invitación a la alegría: “¡Alégrate!”. Ver los textos reunidos por S. Lyonnet, S.J. en Biblica, 1939, p. 131-141, el cual hace suya esa exégesis.

No nos parece muy verosímil que Gabriel haya comenzado su mensaje ex abrupto por un “¡Alégrate”! Si María lo hubiera entendido así, hubiera sido invadida inmediatamente de un sentimiento irresistible de alegría, al no poder faltar su efecto a esta invitación, venida de parte de Dios. Por lo tanto, María no se hubiera turbado y el ángel no hubiera tenido necesidad de decirle: “No temas María”. Nos parece que la Virgen no había sido invitada a la alegría, sino que ese sentimiento salió espontáneamente de su corazón, pero sólo al final del mensaje de San Gabriel, cuando supo que permanecería virgen al ser la madre del “Hijo de Dios”.

[5] En lenguaje cristiano, “dar su Fiat” es una fórmula que expresa la resignación, a imitación de Jesús en Getsemaní “No se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc. XXII, 42). Pero no parece conforme a los datos del Evangelio el ver en el Fiat de la Anunciación la expresión de la resignación, como se hace a veces. Así, el P. de Ponlevoy escribe:

“Cuando hayas aprendido de María a decir Fiat junto con ella, sabrás decir e incluso cantar Magnificat”.

Según el Evangelio, interpretado sin conjetura, el Fiat y el Magnificat no se oponen, sino que se complementan: Fiat, es el deseo expresado en la alegría divina, Magnificat, es el agradecimiento expresado en la alegría divina.

Con respecto a María, Dios también quiso proceder gradualmente: primero conoce que su hijo será el Mesías rey y luego que será el Hijo de Dios; más tarde conocerá, debido a la pobreza del pesebre y sobre todo por la revelación profética de Simeón, que será Redentor sufriente; es entonces cuando podrá decir el Fiat de la resignación.