Los
Decretos Doctrinales
Al
emitir estos decretos doctrinales, es decir, al definir una doctrina de fe y
costumbres que debe ser tenida por todos como de fe divina o al menos como
cierta bajo pena de pecado contra Dios, el concilio ecuménico debe ser guiado
por las normas de la virtud de la prudencia. Es claro que el concilio ecuménico
no es ni será convocado para promulgar un resumen de la fe Católica. Está
obligado y siempre lo ha estado a enfatizar esos puntos particulares de la
doctrina Cristiana que son cuestionados o negados más eficazmente al momento en
que se reúne el concilio. Además, debe mirar hacia el futuro. Debe intentar
visualizar las dificultades en los caminos de la fe que han de ser, o al menos
parecen ser, los más poderosos contra la vida Cristiana en el futuro inmediato.
Y el concilio está obligado a hablar sobre estos puntos, afirmar la doctrina
divina de la Iglesia de forma clara y poderosa, si ha de cumplir el fin para el
cual fue convocado. Sin dudas el concilio no será exitoso desde el punto de
vista doctrinal si se contenta con la afirmación de porciones del mensaje
Cristiano que no son puestos en duda, y permite que errores que molestan y
amenazan la fe de los miembros de la Iglesia no sean discutidos.
A
propósito, hay que notar que no hay absolutamente ninguna diferencia que las
afirmaciones doctrinales del concilio ecuménico sean expresadas de manera
positiva o negativa. Una enseñanza es presentada positivamente cuando la
verdad es afirmada directamente y negativamente cuando se condena el error o la
herejía que contradice a esta verdad. En cualquier caso, la tarea está
cumplida. Se le hace saber al pueblo de Dios que esta verdad forma parte del
mensaje Cristiano, y que cualquier contradicción con esta afirmación, o incluso
una duda en aceptarla con un asentimiento completamente cierto, es sin dudas
una ofensa a Dios.
En
la gran cantidad de material sobre el próximo concilio, aparecido en los libros
y periódicos Católicos, ocasionalmente ha habido expresiones de esperanza que
el Concilio Vaticano II se abstenga de condenar cualquier aberración doctrinal,
y que se contente con una afirmación positiva del dogma Católico. Es obvio que
los autores de semejantes expresiones no se dan cuenta del hecho de que, en
última instancia, cualquier afirmación positiva de una verdad por parte de un
órgano doctrinal auténtico definitivamente debe constituir una condena de
cualquier oposición a esa verdad. Los mismos efectos se producen sea que el
concilio hable afirmando la doctrina salvadora de Cristo o condenando los
errores que se le oponen.
Ahora bien, la afirmación efectiva
y oportuna del mensaje salvador de Cristo de ninguna manera implica que vaya a
ser agradable a todos los Católicos o incluso a todos los Católicos
inteligentes. Si miramos hacia atrás en la historia de la Iglesia Católica para
ver qué Concilios fueron los más exitosos, encontramos que sin dudas el más
importante de estas asambleas, el primer concilio ecuménico de Nicea fue
incesantemente resistido por los miembros más importantes y poderosos de la
Iglesia durante casi cincuenta años después del cierre de esa asamblea. Hombres
como San Atanasio y San Hilario muy a menudo fueron tenidos como cazadores de
herejías o como agitadores cuando insistían en la aceptación de la enseñanza
del concilio. Otras asambleas, que hubieran
tenido el status de concilios
ecuménicos si no hubieran carecido de la aprobación de la Santa Sede, estaban
siempre dispuestas a ofrecer un sustituto más o menos plausible a la enseñanza
de Nicea. La parte del mundo Católico que intentaba conformarse siempre con los
enemigos de Cristo estaba dispuesta a decir casi cualquier cosa sobre el Hijo
de Dios, excepto que es verdaderamente consubstancial con el Padre.
El más exitoso de los
Concilios no tuvo como intención, y ciertamente no consiguió, un inmediato
acuerdo de voluntades de todas las facciones dentro del mundo Cristiano. La
reunión fue tremendamente exitosa como concilio ecuménico, en última instancia,
precisamente porque, en el campo doctrinal, habló con fuerza sobre el punto
entonces controvertido dentro de la Iglesia Católica. Ese punto era uno sobre el cual dependían
completamente la pureza y la integridad de la fe Cristiana. Nadie podía
sostener la enseñanza de Dios con un acto de fe divina si negaba que el Hijo de
Dios, el Verbo en el cual fueron creadas todas las cosas, era consustancial con
el Padre.
Los
Padres del Concilio podrían haber pasado por alto este tema. Sabían
perfectamente bien que dentro de la Iglesia había miembros muy respetables que
defendían ambas posturas. Pero el Concilio tuvo la fortaleza y sobre todo la
prudencia de abordar este problema particular. Tomó su decisión, estableciendo,
no una doctrina que el Concilio acababa de inventar, sino el significado que
desde los mismos comienzos había estado formalmente contenido en el depósito de
la revelación pública divina confiado a la Iglesia militante del nuevo
Testamento. Y la fe de los miembros de la Iglesia fue protegida y preservada
por ese acto de coraje y prudencia.
Prácticamente lo mismo se
puede decir de las actividades del Concilio Vaticano I. En los problemáticos
tiempos en los que fue convocado, ciertamente que podría haber parecido más
correcto a algunas personas pasar por alto los temas que dividían entonces al
pueblo Católico. Pero, en su prudencia y coraje, se propuso enseñar la doctrina
Católica sobre la fe y la razón, y nos dio la inigualable constitución Dei Filius. Las enseñanzas fundamentales
del Syllabus fueron propuestas formal
y solemnemente como decreto de un gran concilio ecuménico.
Además, había muchas razones,
desde el punto de vista de la falsa prudencia, para evitar cualquier mención
sobre el tema candente de la infalibilidad papal. Ciertamente que había muchos
Católicos muy prominentes que se oponían vehementemente a la definición del
dogma por parte del Concilio. Algunos de estos individuos negaban la doctrina
misma, mientras que otros afirmaban que la definición por parte del Concilio
sería completamente inoportuna. No hay dudas que, si el Soberano Pontífice y el
Concilio hubieran seguido la senda de la timidez, y esperado un concilio que
hubiera sido exitoso en el mero sentido de no ofender a las personas
importantes de este mundo, la cuestión de la infalibilidad papal no se hubiera planteado
en absoluto. Y así se le hubiera hecho un serio daño al pueblo de Dios.
Si el Concilio
Vaticano I no hubiera definido el dogma de la infalibilidad papal, algunos
escritores Católicos, sin dudas teológicamente no muy versados, pero aun así
influyentes, hubieran justificado su rechazo a las enseñanza ex cathedra del Romano Pontífice
diciendo que la infalibilidad del Papa no puede ser considerada seriamente como
de fide o como cierta dado que se
había discutido definirla en el concilio ecuménico, el cual, de hecho, rechazó
tener nada que ver con esta doctrina. El pueblo de Dios hubiera sido engañado
con respecto al lugar del papado en la vida doctrinal de la Iglesia. Y, en
última instancia, el concilio, como así también las otras asambleas, hubiera fracasado
en obtener el fin para el cual fue, básicamente, convocado.
No
debemos perder de vista el hecho de que, en cada caso, aunque obviamente de
manera diferente, cada concilio ecuménico es llamado para ayudar a alcanzar el
fin de la Iglesia, que es la gloria de Dios por medio de la salvación y
santificación de los hombres. Este objetivo no se va a obtener fuera de la
verdadera vida de la fe sobrenatural. Y, por lo tanto, es sin dudas tarea del
concilio asegurarse que, en la medida de lo posible, se reduzcan lo más que se
pueda las dificultades con respecto a la fe por medio de la enseñanza del
concilio. Y, en sentido positivo, se espera que el concilio actúe y enseñe de
tal forma que, a través de su trabajo, el pueblo de Dios pueda creer el mensaje
divino incluso más firme, enérgica y explícitamente. Además, como resultado de
las actividades del concilio, se debería despejar el camino para la conversión
a la verdadera fe y a la verdadera Iglesia.
Podemos
muy bien preguntarnos si hay muchas cuestiones
doctrinales sobre las que se espera que hable el Concilio Vaticano II. En
primer lugar, por supuesto, es un tema que tiene que decidir el Romano
Pontífice y el concilio bajo su dirección. Pero ciertamente que sería muy
sorprendente si no sucediera así. El Papa Pío XII, y antes que él San Pío X, fueron
llamados para señalar y condenar aberraciones doctrinales muy serias que
amenazaban, en sus épocas, la pureza e integridad de la fe Católica. Sería muy
sorprendente si en nuestro tiempo no existieran esos temas sobre los cuales el
Concilio se viera obligado, en razón de la prudencia y por el bienestar
espiritual del pueblo Cristiano, a decretar pronunciamientos definitivos y
claros.
Ciertamente
que la prensa mundial va a seguir los acontecimientos del concilio con mucha
atención. Muy probablemente la prensa secular, y la parte más liberal y
desinformada de la prensa Católica, va a estar preparada para emitir juicios
solemnes sobre lo que la “opinión del mundo” pueda concebir como éxito o
fracaso de los diversos pronunciamientos del concilio. El Católico leal y
educado deberá estar pronto para tomar semejantes evaluaciones por lo que
valen.
Sin
dudas que el concilio no va a ser juzgado por lo que la prensa seglar o la
prensa Católica liberal y desinformada va a decir. Además, en ningún modo va a
ser un fracaso incluso si algunas de sus decisiones resultan ser completamente
diversas de los deseos y tendencias de muchos grupos poderosos y articulados,
tanto dentro como fuera de la Iglesia. Hablando ahora simplemente sobre las
actividades dentro del campo doctrinal, sólo existe una forma de medir el éxito
de las actividades de este nuevo concilio: va a ser exitoso para siempre que
y en la medida que contribuya a la obtención del fin de la misma Iglesia
Católica.
Debemos
saber que de ninguna manera el éxito del concilio va a depender de la obtención
más o menos inmediata de lo que ha sido llamado los fines ecumenistas de esta
reunión. Ciertamente, se debe esperar que, como resultado de la clarificación
de la doctrina Católica producida en las constituciones doctrinales del próximo
concilio, muchos de los que ahora no son miembros de la Iglesia Católica puedan
ser movidos a buscar la membrecía dentro de ella. Pero sin dudas que el
concilio no llegará a un compromiso con ninguna de las posiciones doctrinales
de los no-Católicos o con lo que podría llamarse la posición común doctrinal de
los Cristianos no-Católicos, de forma de unirse con aquellos que no están incluidos
ahora entre sus miembros. No va a permitir que las personas sean miembros
de la verdadera Iglesia si rechazan profesar su creencia en la Inmaculada
Concepción o en la Asunción de Nuestra Señora, si rechazan aceptar el primado
de jurisdicción del Santo Padre o su infalibilidad doctrinal cuando habla ex cathedra, o si sostienen las
doctrinas que San Pío X condenó como afirmaciones de la herejía modernista. La
Iglesia Católica no va a adoptar una posición de un Cristianismo no-doctrinal,
ni siquiera para que los que ahora no son sus miembros, lo sean.
Lo
que sin dudas se le va a pedir al concilio va a ser el ejercicio de lo que
Santo Tomás llamaba “prudentia regnativa”[1].
No debemos perder de vista el hecho de que la actividad doctrinal dentro de la
Iglesia Católica es parte de su trabajo de regir al pueblo de Dios y de
dirigirlos hacia el fin establecido para la Iglesia por su divino Fundador. Cuando
la Iglesia enseña, como va a hacer en el concilio, sus afirmaciones doctrinales
son declaraciones que los súbditos de la Iglesia están obligados a aceptar, al
menos como doctrinas ciertas. Va a ser la obligación de los Padres del
concilio, y del concilio tomado como un todo, enseñar de tal forma que llame la
atención al pueblo de Dios de manera clara y precisa aquellas doctrinas de fe
que están más en peligro por las actividades de los enemigos de Cristo en
nuestros tiempos.
[1] Cf. Santo Tomás, Summa
Theologica, II-II, p. 50, art. 1. La prudencia de la ecclesia discens,
rezando por el éxito del concilio, caería bajo el tópico de la prudentia política. Cf. Ibid., art. 2.