VI.
Epílogo
Si
echamos una ojeada retrospectiva a la serie de nuestra exposición, fácilmente
descubriremos que, en el pensamiento de S. Pablo con respecto a Israel, este
pueblo abraza la historia entera de la revelación desde Abrahán hasta el fin de
los tiempos, dividida en tres períodos: antes del Evangelio, en la fundación de
la Iglesia y en los últimos siglos.
Antes del Evangelio, en el seno de la estirpe patriarcal no sólo desde
Abrahán hasta Jacob, sino también después de éste, S. Pablo descubre una
serie de anillos eslabonados, cada uno de los cuales constituye, por elección
singular divina, dentro del Israel κατὰ σάρκα (según la carne), la representación sucesiva del “Israel de las
promesas”.
Al advenimiento del Mesías tiene lugar en la generación contemporánea del
mismo, una selección parecida: un numero de judíos es admitido al goce de las
bendiciones evangélicas mientras la masa del pueblo es excluída. Esa
fracción de Israel admitida al Evangelio, conserva en la primera generación de
la Iglesia una situación de privilegio por constituir, como compuesta de los
Apóstoles y primeros discípulos de Cristo con sus primeros agregados, el núcleo
central de la Iglesia, al cual se agregan en calidad de injertos, los llamados
a la fe entre los gentiles.
En
los siglos sucesivos no se olvida Dios del Israel excluido: conserva
hacia él, en gracia de su elección en los Patriarcas, cierta afección secreta
que se manifestará a su tiempo en una vocación en masa, cuando hayan cumplido
su entrada en la Iglesia las muchedumbres gentiles.
A
esta concepción del Apóstol, sobre todo en su última parte, no sabe dar el protestantismo
contemporáneo una explicación adecuada, sino haciendo incurrir al Apóstol en
una contradicción palmaria: S. Pablo daría al mosaísmo judaico el mismo lugar
que a la fe en Cristo, mientras por largos años había establecido entre esos
dos elementos un antagonismo inconciliable.
La
raíz de imputación semejante está sencillamente en no comprender el pensamiento
fundamental de S. Pablo, que es exactamente el mismo que el de los Doce, sobre
la esencia del cristianismo y sus relaciones con el mosaísmo. Harnack y en
general el racionalismo contemporáneo no concibe en la mente de S. Pablo ni
pueblo judío sin mosaísmo[1],
ni otro mosaísmo que el judaico[2].
Del primer concepto nace espontáneamente la consecuencia de suponer que cuando
S. Pablo concede al pueblo judío el cumplimiento pleno de las promesas, es
decir, su conversión, Harnack entienda ese cumplimiento y conversión sin
perjuicio de continuar en mantener su mosaísmo ni más ni menos que antes de
convertirse. Del segundo es un corolario el axioma de la “acomodación”
practicada por S. Pablo, y aconsejada a los judío-cristianos[3].
Ambos principios son falsos. Cuando S. Pablo promete al pueblo judío la
conversión y la admisión al Evangelio, es precisamente bajo la condición
indispensable de abandonar el mosaísmo que practica. La razón es evidente: S.
Pablo predice al judío su futura conversión y su admisión “al Evangelio”, del
cual se ve excluido precisamente por profesar su mosaísmo judaico: sería, no un
secreto misterioso, sino una contradicción in
terminis decirle: vendrá tiempo en que ese mosaísmo que ahora te impide el
ingreso en la Iglesia, no será impedimento para tu entrada. Si entonces no será
impedimento, ¿cómo lo es ahora? y si ahora lo es, ¿cómo puede dejar de serlo
entonces? ¿Concibe por ventura S. Pablo otro cumplimiento de la promesa que la
admisión al cristianismo?
Más
evidentemente falso, si cabe, es el otro principio: y en esta falsa concepción
del mosaísmo en sus relaciones con el Evangelio y viceversa, está la raíz de la
crasa concepción del cristianismo primitivo, común hoy en el protestantismo
racionalista. La verdadera concepción cristiana está expresada por S. Pablo en
Gal. VI, 15: “en Cristo Jesús”, es decir, en el cristianismo, lo capital o
esencial está en la “creación nueva” por el “bautismo en el nombre de Jesús”[4],
esto es, en protestación de la fe en Él como principio único de justificación.
Como uno profese sinceramente este artículo, es cosa secundaria e indiferente
que sea circuncidado o incircunciso. De este principio fundamental formulado
por el Apóstol en Gal. VI, 19; V, 6; I Cor. VII, 19 se derivan sin ninguna
dificultad todas las aplicaciones, aunque a primera vista parezcan contrarias,
en sus enseñanzas y vida práctica. ¿Por qué en Gal. V, 2.4.11.12 combate tan
decididamente la circuncisión protestando que si la admiten los gálatas, de
nada les sirve Cristo, han caducado en la gracia, es decir, la han perdido?
Porque se dirige a quienes la quieren recibir como “fuente de justificación”
(III, 2; IV, 21; V, 4), es decir, porque no retienen el principio fundamental;
quieren practicar la circuncisión con espíritu judaico, no cristiano.
Recíprocamente ¿por qué en otros pasajes se muestra el Apóstol tan benigno ya
en sus axiomas, ya en su conducta en punto a observancias mosaicas? Porque está
cierto que se salva el principio; y salvo este, podían, en aquel tiempo,
existir y existían causas justas para conceder y aun exigir la práctica de esas
observancias bajo otros títulos. Con respecto a los fieles de origen pagano
el motivo de oponerse tan resueltamente S. Pablo a la imposición de tales ritos
en las comunidades étnico-cristianas era que las razones que justificaban su
permisión a los judíos no existían para los gentiles, con otros motivos que los
teólogos enseñan, como aquel que observa sabiamente San Agustín a este propósito
“que no se alejen de la fe, por la imposición de una carga pesada e
innecesaria, los que no estaban acostumbrados a ellos”.
Roma.
L. MURILLO S. J.
[1] „Wenn das Volk sein Gesetz nicht mehr hält, ist es das jüdische Volk nicht mehr;
dann findet also die besondere Verheissung, die es hat, kein Volk mehr, bei dem sie sich erfüllen kann“, pag. 36.
[2] Para Harnack, según S. Pablo, el mosaísmo es
obligatorio para el judío; y cuando S. Pablo lo observa, es por acomodación, es
decir, no acompañando acto interno a la observancia externa, sino al contrario,
protestando con el corazón de la acción externa (pag. 39).
[3] Pag. 39.
[4] Hech. II, 38.