IV.
El pasaje Gal. IV, 21-31
Pero
nuestra exégesis tropieza con un grave obstáculo: ¿cómo explicar en ella
el alegorismo de Gal. IV, 21-31 donde S. Pablo después de decir en IV, 24 que “el
nacimiento de Isaac, en virtud de una promesa divina, representa en tipo la
Nueva Economía”, añade luego en IV, 30-V, 1 que, a tenor de esa representación,
los creyentes, aunque no sean de la estirpe carnal de Abrahán como no lo eran
los Gálatas, quedan constituidos “hijos de Abrahán, herederos de las promesas
hechas al Patriarca?”. Y de conformidad con este alegorismo el Apóstol repite
mil veces, sobre todo en la misma Epístola, que los creyentes, por el hecho de serlo, son “hijos de Abrahán” (III, 7), “bendecidos
con él”, es decir, sujeto de las promesas mesiánicas ya en el momento de pronunciarse
éstas (III, 9), “semilla de Abrahán y herederos de sus promesas” (III, 29), “hijos
de la promesa a la manera de Isaac” (IV, 28). No es, pues, posible, o a lo
menos verosímil, que en la Epístola a los Romanos, escrito posterior, el τοῦτ’ ἔστιν
(esto es), aplicación generalizadora
del significado contenido en el nacimiento y elección de Isaac a una posteridad
escogida de Abrahán y en orden a la participación en las promesas mesiánicas,
pueda tener otro sentido que el de declaración del significado y valor típico
encerrado en aquel hecho histórico respecto de los creyentes como posteridad
espiritual de Abrahán, o Israel κατὰ πνεύμα (según el espíritu), ni que el canon del v. 8 enuncie una norma de
elección dentro de la estirpe carnal de los Patriarcas. ¿Qué podrá
responderse a esta argumentación?
Nosotros
respondemos: una cosa es que S. Pablo reconociera una significación
típica en la designación de Isaac y exclusión de Ismael, y otra que esa tipología
tenga lugar en el caso presente; Isaac es tipo de los “gentiles” llamados
al Evangelio, no de los “judíos” que en la serie de la historia son escogidos
como él para constituir el Israel de las promesas: Isaac no es tipo de Jacob,
sino Jacob, lo mismo que Isaac, tipo de los gentiles creyentes. Si en
nuestro pasaje se tratara de la posteridad κατὰ πνεύμα (según el espíritu) no se ve ni la necesidad ni la conducencia de
continuar la enumeración de casos análogos al de Isaac en la historia del Viejo
Testamento haciendo resaltar su homogeneidad y la aplicación constante de un
canon segregatorio en ese período hasta el advenimiento del Mesías:
propuesto y explanado el caso de Isaac en su verdadero alcance como tipo de los
futuros creyentes en la época mesiánica, la demostración estaba terminada y no
era conducente recorrer la historia subsiguiente del Viejo Testamento
presentándola como sometida a una norma segregatoria. La designación de
Isaac por una selección singular tenía un enlace muy diverso con los gentiles y
con los judíos: respecto de aquellos era un tipo, un hecho histórico del orden
religioso, pero en la esfera propia del Antiguo Testamento, que preludiaba otro
hecho religioso también, pero de orden superior: la vocación de los creyentes a
las bendiciones evangélicas en la época mesiánica. Respecto de los judíos, la
elección de Isaac precedía a la de otros que había de verificarse a semejanza
de aquella, pero no la precedía como tipo y en esfera inferior, sino en la
misma, como el primero de los casos de una serie homogénea, señalando la norma
que había de guardarse en todos. El fundamento de esta diferencia
está en que la vocación de los gentiles era absolutamente gratuita por razón de
las personas y de la estirpe: al elegir Dios a los gentiles no estaba
previamente ligado con ellos por título preexistente ni personal ni de estirpe;
no sucedía lo mismo con los judíos: a éstos estaba ligado por la palabra
empeñada con Abrahán, Isaac y Jacob, y esta palabra lo obligaba a escoger al
menos algunos de su estirpe como continuadores y representantes de la promesa
primera, y luego como sus usufructuarios privilegiados.
En cuanto a otros pasajes
fuera de Gal. IV, 21-31 donde como en este hace también S. Pablo uso de esa
tipología, la razón de emplearla es porque en ellos no se trata de los judíos
hasta la primera generación cristiana, sino del Israel κατὰ πνεύμα (según el espíritu). Es menester distinguir:
1) Entre hijos y herederos
que sólo entran a serlo al tiempo de cumplirse las promesas e hijos y herederos
que lo fueron siempre desde que las promesas se hicieron. Los gentiles son, sí,
“anunciados” también ya desde entonces como hijos, pero por lo mismo, su
filiación es sólo futura, en anuncio y profecía; quedarán constituidos “hijos”
al tiempo de la predicación del Evangelio; los judíos en cambio por razón de
aquellos en quienes a la procedencia genealógica se agregaba la elección,
tuvieron el carácter de verdaderos hijos desde que las promesas se hicieron,
bien que hasta el advenimiento del Mesías fueran minorennes y estuvieran bajo pedagogo
(Gal. III, 23; IV, 1-4). Es verdad que la
filiación plena fué concedida simultáneamente a unos y otros, porque los
gentiles entraron a participar en la herencia sin pasar por minoría, al mismo
tiempo que los judíos llegaban a la mayor edad; pero es igualmente indudable
que los judíos, aunque minorennes eran verdaderos hijos y señores (Gal. IV, 1),
mientras los gentiles no lo eran y se veían “secuestrados del verdadero
Israel”, “sin esperanza alguna de promesa” y “sin Dios en el mundo” (Ef. II,
12).
2) Con no menor cuidado debe hacerse distinción
entre hijos que entran en la posesión de la herencia por derecho propio y
previo, e hijos por agregación complementaria. Los judíos son hijos del primer
modo y son llamados al goce de la herencia en virtud de un título preexistente:
la promesa hecha a sus antepasados y de la que eran los representantes como
continuadores de la semilla y elección patriarcal. Los gentiles no poseían esos
títulos y fueron agregados a los judíos en virtud de la liberalidad divina
(Rom. XV, 17-19; IX, 23. 24; XI, 13-23). Los judíos son los herederos natos y
primarios de las bendiciones mesiánicas: pues es claro que, siendo esas para
todas las razas, antes que ninguna otra había de tener participación en ellas
la raza judía. En expresión del Apóstol con el depósito de las promesas (Rom. III,
1; IX, 4) poseían “la esperanza de ellas” mientras los gentiles carecían de
ella (Efes. II, 12); ¿y qué esperanza podía ser la que no se había de realizar
por carecer de base?
S.
Pablo tiene constantemente a la vista en sus escritos estas diferencias, aun en
los pasajes o secciones donde más extrema la igualdad entre judíos y gentiles
en la Iglesia. Así en la Epístola a los Efesios, bien que pueda en unión con la
de los Gálatas, llamarse la Carta magna de los derechos del gentilismo en la
Iglesia cristiana: “no sois huéspedes y advenedizos, sino ciudadanos y
domésticos de Dios” (II, 19), recuerda a los gentiles, precisamente en esta
sección (II, 11-22) “que un tiempo estaban excluidos de la comunión con Israel”,
es decir, con el representante de la verdadera Iglesia de Dios antes del cristianismo;
“destituidos de la esperanza de la promesa” y “sin Dios en este mundo”. En cambio,
ahora, pero sólo ahora pasan a ser de huéspedes y extraños “ciudadanos y
domésticos de Dios”. Es claro que, si aquel conjunto de desventuras iba
vinculado a su secuestro de Israel, éste poseía las prerrogativas contrarias.
En
ninguno, tal vez, de sus escritos exalta el Apóstol la noble condición de los
gentiles en el Evangelio, ni deprime tanto el mosaísmo legal como en la
Epístola a los Gálatas y en las primeras secciones de la Epístola a los
Romanos. Escrita la primera en el período agudo de la controversia con el
mosaísmo legal, en ella se encuentran los pasajes más crudos contra éste, y los
más encomiásticos ditirambos en loor de la libertad del Evangelio. Allí leemos las
frases más aceradas que su celo impetuoso le sugería contra los que pretendían
someter los gentiles a las observancias legales, y allí están esculpidas
también las fórmulas lapidarias que sintetizan la concepción universalista. Del
mismo modo, destinada la Epístola a los Romanos a fundamentar sosegada y
majestuosamente cuanto en la Epístola a los Gálatas venía propuesto más como
formulario sintético que como desenvolvimiento ampliamente razonado, reaparecen
en ella las mismas bases y la misma construcción doctrinal. Pues bien, en la
Epístola a los Gálatas se afirman, se reconocen y aun explanan como en ninguna,
las grandes prerrogativas del pueblo judío sobre el gentil en orden a las
relaciones de ambos con la promesa y bendiciones mesiánicas.
Dos
pasajes hay sobre todo en esta Epístola, y exclusivos de ella, que nos
suministran una preciosa clave para conciliar aquellas dos series que Harnack y
en general el protestantismo liberal nos presenta como irreductibles a la
fórmula común del universalismo: el primero es la sección III, 15-29; el
segundo IV, 1-11. Aunque la primera tiene por objeto primario hacer ver que la
justificación, como centro de las bendiciones mesiánicas, está vinculada a la
promesa mediante Cristo, no a la ley; y que en consecuencia, siendo los
gentiles por la fe miembros de Cristo, son por lo mismo “posteridad de
Abrahán”, “herederos de las promesas”; tiene S. Pablo la precaución de advertir
que en la época anterior al cristianismo, y mientras los gentiles nada
representaban en la historia de la filiación divina, los judíos eran “hijos de
Dios”, bien que bajo la férula del “pedagogo” (III, 23-24). En la segunda
desenvuelve una idea análoga diciendo que eran “minorennes” (IV, 1.3). Estas
expresiones no pueden extenderse en la mente del Apóstol a los gentiles en
virtud de una generalización de economía religiosa en sus tres etapas de
religión natural, mosaica y evangélica, cual si los gentiles pudieran
considerarse durante el segundo período como sometidos al mismo régimen de minoría
que Israel en expectación del Evangelio: la sección Ef. II, 11-22 excluye
absolutamente, como hemos visto, tal explicación; pues los Gálatas se hallaban
durante ese periodo en las mismas condiciones que los Efesios. Este período de
filiación verdadera, bien que no emancipada, que S. Pablo reconoce en los
judíos antes del Evangelio, es cabalmente el descrito en Rom. IX, 6b-13.
Por
lo que hace a la Epístola a los Romanos, precisamente en el cap. III que es la
sección clásica donde establece y razona el Apóstol su teoría universalista,
aunque en III, 21-24.27-30 hace resaltar tan pronunciadamente la absoluta
paridad de condición entre judíos y gentiles en el Evangelio, acentuando además
en III, 9-20 la ninguna ventaja que por la circuncisión y la ley hacen los
judíos al pueblo gentil en orden a obtener la gracia justificadora; allí mismo
sin embargo en los vv. 1-4 declara, aunque con más brevedad, la doble prerrogativa
del judío: la promesa mesiánica (pues en ella como en meollo se
resumen los “oráculos divinos”) y la elección irrevocable (vv. 2-4).
No
se refiere S. Pablo en III, 3-4 a infidelidad alguna del pueblo judío antes del
Mesías, sino a la última y decisiva de haber desechado a Cristo (mientras no
llegaba el Mesías no podía desaparecer el pueblo judío con su constitución
religiosa propia). El empleo del extenuativo τινες (algunos) (III, 3)
para designar a los desertores, no es una dificultad: la misma voz emplea en
II, 17 para el mismo objeto, aunque evidentemente los excluidos son la masa del
pueblo.
En
cuanto al cap. X, dos pensamientos completan su contenido: el primero
desenvuelto en 1-13, el segundo en 14-21. Había dicho el Apóstol en IX, 32-33
que los doctores judíos erraban el blanco al buscar la justicia de Dios en la “justicia
por la ley y sus obras”, puesto que en realidad sólo se alcanza “por la fe”.
Como los doctores judíos no reconocían otra fuente doctrinal que el Antiguo
Testamento, la refutación eficaz de esos doctores obligaba a S. Pablo a hacer
ver que el Antiguo Testamento no estaba con ellos, sino en favor de la justicia
por la fe. Esto demuestra brevemente el Apóstol en X, 1-13. Moisés, dice S.
Pablo, refuta en el Pentateuco la justicia por la ley y sus obras y en cambio
establece la justicia por la fe.
El 1º miembro lo demuestra
citando el pasaje Lev. XVIII, 5. Según Moisés en ese pasaje, para llegar a
poseer la “vida de justicia” por la vía de la ley, sería preciso cumplirla en
su integridad; mas como esto es imposible a la naturaleza humana por sus solas
fuerzas, remitir la adquisición de la “justicia ante Dios” a la ley y sus
obras, equivale a despedirse de la justicia. Pero Moisés no solo refuta la “justicia
por la ley”: enseña positivamente la “justicia por la fe”. Deut. XXX, 14
satisfaciendo a la dificultad del pueblo que pretexta la imposibilidad de cumplir
una legislación tan prolija, responde Moisés: “no digas tal: en tu boca y en tu
corazón tienes el cumplimiento de la ley”, es decir, el medio seguro de
cumplirla. S. Pablo dice: ese medio que según Moisés tiene el pueblo para
cumplir la ley no es otra cosa que la fe profesada en el ánimo, confesada en
los labios; y como con la fe va unida la justificación, la “justicia por la fe”
según Moisés, precede a las obras de la ley o lo que es lo mismo, la justicia
primera no viene sino de la fe. Y esta justicia por la fe se ofrece a todo el
mundo como lo expresa Isaías no es exclusiva del pueblo judío.
La
invocación o confesión del nombre de Cristo, de su fe, es indispensable; y en
consecuencia lo es su fe interna, la cual a su vez supone la predicación del
Evangelio y ésta la misión auténtica de evangelizadores. Este prolijo conjunto
de condiciones, no puede negarse, hace pensar que algunos, entre ellos los
judíos, puedan alegar no haber sido puestas a su alcance: ¡pero no! el
Evangelio ha sido predicado en los últimos ángulos del orbe; en la patria y en
la Diáspora ha podido el judío escuchar a los pregoneros evangélicos, pero en
realidad, no ha querido hacerlo. Tampoco puede pretextar que no se hizo
cargo del alcance encerrado en la Buena Nueva la sublimidad de su doctrina y el
cúmulo de dones de que disfrutan los que la abrazan, han excitado la envidia
del judío; como ya lo había predicho Moisés y después Isaías. Tal es el
argumento del cap. X: es un complemento del precedente.