Apéndice:
Epistola Tua, de León XIII
La
Jerarquía Eclesiástica
Nota del
Blog: El siguiente texto
está tomado del quinto tomo de la “Doctrina Pontificia” publicada por la BAC,
con el tema “Documentos Jurídicos”, año 1960, pp. 3-10.
La introducción corresponde al encargado de la edición del libro, el P.
José Luis Gutiérrez García.
***
Introducción.
Un
incidente “desagradable”, promovido, sin quererlo, por una inoportuna carta del
cardenal Juan Bautista Pitra dio motivo a la intervención de León XIII con la
carta Epistola tua, que se incluye a
continuación y está dirigida al cardenal Guibert, arzobispo de París.
Hasta
1885, el cardenal Pitra, bibliotecario de la santa Iglesia Romana y obispo de
Porto, sólo era conocido en los altos medios eclesiásticos y por algún que otro
erudito. Pero al día siguiente de la carta por él escrita al abate Brouwers, el
nombre de Pitra, llevado en alas del escándalo, se hizo famoso en todo el
mundo.
En esta epístola se aplaudía
y citaba nominalmente a unos cuantos periodistas y políticos católicos de
Francia, España e Italia, algunas de cuyas ideas, exageradamente
intransigentes, acababan de ser censuradas por el propio León XIII. La polvareda levantada turbó por un momento la paz
de la Iglesia en las referidas naciones. El cardenal Guibert dirigió
inmediatamente una carta de adhesión al Papa en la que este ilustre pastor de
la iglesia francesa decía
“Que era deber de todos los buenos cristianos, y
mayor aún si eran dignatarios de la Iglesia, el agruparse, en los momentos
difíciles que corrían, en torno a la persona del Pontífice”.
León
XIII contestó al cardenal Guibert con la carta que a continuación traducimos.
¿Qué
significado intrínseco tuvo la inoportuna carta del cardenal Pitra? En
realidad, éste no se dio cuenta del alcance exterior que iba a tener su
escrito. Hombre de grandes virtudes, consagrado siempre a la investigación y al
estudio, carecía en absoluto de experiencia social y política. Pero lo más
grave de su carta es que, sin pretenderlo tal vez, establecía un enojoso
parangón, totalmente inadmisible, entre los pontificados de Pío IX y León XIII.
Al
percatarse de las graves consecuencias con que los enemigos de la Iglesia y
ciertos católicos no bien orientados querían explotar de sus expresiones, el
cardenal Pitra se apresuró a dirigir al Padre Santo una carta tan sincera y tan
sumisa, que en ella se revela del cuerpo entero el religioso de eximia virtud,
a quien la inexperiencia le hizo dar un mal paso político. La comunicación
terminaba con estas palabras[1]:
“Yo deploro lo que Vuestra Santidad deplora; yo
deseo lo que Vuestra Santidad desea; yo condeno lo que Vuestra Santidad condena”.
Desde
el punto de vista de la doctrina, este documento ofrece un especial interés
por la distinción que hace León XIII entre “las obligaciones fundamentales que
impone a todo Pontífice el ministerio apostólico” y las soluciones concretas
que cada Papa tiene que dar a los problemas que presenta “la situación de
conjunto de la Iglesia” en un momento dado. Aquéllas señalan la línea de lo
permanente en la historia del Pontificado romano. Estas, en cambio, indican el
lado variable de las aplicaciones contingentes, que están subordinadas al bien
común de toda la Iglesia y han de ser determinadas exclusivamente por cada
Romano Pontífice, a la vista de las circunstancias. Por esto, recuerda León
XIII, es totalmente equivocado establecer comparaciones entre un Pontífice y
otro. En la línea de lo permanente, todos los Papas han cumplido con igual
perfección sus deberes. En la línea de la apreciación de los criterios
prácticos, es cada Pontífice el que tiene más elementos de juicio y mayor
asistencia sobrenatural para acertar con la solución que, hic et nunc (aquí y ahora), es más adecuada a la utilidad de toda
la Iglesia. Esta doctrina tiene un valor permanente, sobre todo para
quienes, con excesiva facilidad, pretenden intuir cambios, contradicciones, o
movimientos pendulares en la acción de gobierno de los Romanos Pontífices.
***
[MOTIVO
DE LA CARTA]
[1]
Tu cariñosa carta[2],
mensajera y testigo al mismo tiempo de tu devota voluntad para con Nos, ha
aliviado una reciente y no pequeña pena de nuestro espíritu[3]. Fácilmente puedes comprender
que no hay para Nos pena más difícil de soportar que la merma de la
concordia entre los católicos, o la perturbación de la tranquilidad de los
espíritus y de la segura confianza propia de los hijos que se someten de grado
a la potestad del padre que los rige. No podemos dejar de conmovernos
profundamente con la sola significación de estos daños, ni podemos dejar de
cortar rápidamente su peligro.
Se
ha publicado recientemente una carta escrita por quien no debía haberlo hecho,
cosa que lamentamos; se ha alzado un griterío a consecuencia de ella y han
surgido las más variadas interpretaciones de su contenido. Estos hechos no nos
permiten callar, porque se trata de un asunto que puede ser desagradable, pero
que, sin embargo, tanto en Francia como en otras regiones es oportuno tratar.
[OBEDIENCIA
A LA JERARQUÍA]
[2]
Ciertos indicios nos demuestran con claridad que no faltan entre los
católicos, tal vez por influjo de la época, quienes, descontentos de la
obediencia, que es su función, juzgan que pueden tener cierta intervención en
el gobierno de la vida cristiana o, al menos, piensan que pueden juzgar a su
antojo las decisiones de los que gobiernan la Iglesia.
Criterio
totalmente equivocado que, si prevaleciera, causaría un gravísimo daño a la
Iglesia de Dios, pues ésta fué establecida por su divino Fundador sobre la base
de la distinción de personas y la orden expresa de que unos deben enseñar y
otros obedecer; que hay rebaño y hay pastores; y entre los mismos pastores
existe uno que es el supremo y el principal de todos ellos. Sólo a los
pastores les ha sido dado todo el poder de enseñar, juzgar y regir; al pueblo
se le ha mandado que obedezca los preceptos de los pastores, someta su juicio
al de éstos, y se deje gobernar, corregir y conducir hacia la salvación.
Es, por consiguiente,
absolutamente necesario que todos y cada uno de los cristianos se sometan
voluntariamente a sus pastores; y que éstos se sometan a su vez y con ellos al
supremo y principal Pastor. En esta obediencia y reverencia voluntarias
consiste el orden y la vida de la Iglesia, y son estas virtudes, al mismo
tiempo, el presupuesto necesario para obrar rectamente y de acuerdo con el fin
a que tendemos. Por el contrario, si
se atribuyen autoridad los que carecen de ella, si pretenden ser maestros y
jueces al mismo tiempo, si los inferiores en el gobierno de la vida cristiana
pretenden seguir un camino distinto del señalado por la legítima autoridad,
entonces el orden se rompe, el juicio de la mayoría se perturba y quedan todos
desviados del camino.
[EL
BIEN COMÚN DE LA IGLESIA ESTÁ A CARGO DEL ROMANO PONTÍFICE]
[3]
Y en esta materia se incumple el deber no solamente con el repudio franco
de la obediencia debida a los obispos y al mismo Príncipe de la Iglesia, sino
también con reticencias y conductas oblicuas, tanto más peligrosas cuanto más
ocultas son. Incurren en el mismo pecado los que defienden la autoridad y los
derechos del Romano Pontífice, pero no obedecen a sus respectivos obispos, o no
aprecian su autoridad en la medida debida, o interpretan sus decretos o
decisiones de mala manera, anticipándose así al juicio de la Sede Apostólica.
Denota igualmente
cierta insinceridad en la obediencia comparar a un Pontífice con otro. Quienes,
ante dos distintas maneras de proceder, rechazan la actual y alaban la pasada,
muestran poca obediencia a aquel a quien por derecho deben obedecer para ser
gobernados; y tienen, además, cierta semejanza con aquellos que al verse
condenados apelan a un futuro concilio o al Romano Pontífice para que examinen
de nuevo su causa. En este punto, tengan todos bien presente que, en el
gobierno de la Iglesia, exceptuando las obligaciones fundamentales que impone a
todo Pontífice el ministerio apostólico, es cada Pontífice dueño de seguir la
vía que le parezca más oportuna, a la luz de los tiempos y de todas las demás
circunstancias. Esta es competencia exclusiva del Romano Pontífice, porque es
él el que tiene para estos casos una singular luz en el don de consejo, y el
que tiene una visión más completa de la situación de Iglesia, para ajustar a
ella una respuesta que esté de acuerdo con su apostólica providencia. Es el
Pontífice el que cuida del bien común de la Iglesia, al cual se subordina la
utilidad de sus distintas partes; los demás, todos sin
excepción, deben colaborar con las iniciativas del rector supremo y seguir con
obediencia los planes que éste traza. La Iglesia es una; es uno también el que
preside; uno debe ser también el gobierno al que todos deben necesariamente
someterse.
[4]
Si esta doctrina se olvidara, no quedaría en el católico ni la reverencia hacia
el guía dado por Dios, ni la confianza, ni el respeto; relajaríase el vínculo
de la obediencia amorosa que mantiene unidos a los fieles con sus obispos, y a
éstos y aquéllos con el supremo Pastor de todos, vínculo de cuya existencia
depende fundamentalmente la incolumidad de la salud pública. Igualmente, se
abriría amplio camino para la división entre los católicos, con la muerte de la
concordia, que debe ser considerada siempre como característica de los
seguidores de Jesucristo y que, en todo tiempo, pero principalmente ahora,
cuando tantos enemigos se coaligan, debe ser ley suprema de todos, ante la cual
todo interés personal debe ceder por completo.
[ADVERTENCIA
A LOS PUBLICISTAS CATÓLICOS]
[5]
Esta obligación toca a todos, pero muy especialmente a los periodistas, porque
si éstos no tienen un ánimo pronto a la obediencia y dócil a la disciplina, tan
necesaria en todo católico, es muy probable que los males que lamentamos sean
alimentados y esparcidos por la propia prensa. En todo lo referente a la acción
religiosa de la Iglesia en la sociedad, es obligación del periodista, como
de cualquier otro católico, someterse completamente al episcopado y al Romano
Pontífice, cumplir y divulgar los mandatos de éstos, adherirse de pleno corazón
a sus iniciativas, obedecer sus decretos y procurar que todos los demás los
obedezcan. Si alguno obrase en contrario para ayudar a los proyectos de
aquellos cuyos propósitos reprobamos en esta carta, se apartaría de su noble
función y no podría en modo alguno alabarse de servir a la Iglesia, pues
obraría de un modo parecido al que tiene el que ama la verdad católica a medias
o disminuida, o la ama con límites.
[6]
Para hablar contigo de estos asuntos, querido hijo nuestro, nos han movido la
confianza de que esta carta sería oportuna en Francia, el conocimiento que de
tí tenemos y la manera de obrar que has seguido en estos difíciles tiempos. Con
tu acostumbrada constancia y fortaleza has querido defender con virilidad y
públicamente los valores de la religión y los sagrados derechos de la Iglesia.
Pero has sabido unir la serenidad de juicio, digna de la noble causa que
defiendes, con la fortaleza necesaria, y siempre has dado a entender que procedes
con espíritu libre de pasión y plenamente sumiso a la Sede Apostólica, y
devotísimo de nuestra persona. Gustosamente manifestamos con esta carta
nuestra aprobación y nuestra benevolencia; sólo lamentamos que tu salud no sea
del todo cual Nos desearíamos. Con intensa oración pedimos a Dios que te la
restituya y que una vez restituida te la confirme.
Como
augurio de los beneficios divinos, cuya abundancia imploramos para ti,
impartimos con cariño la bendición apostólica sobre tu persona, querido hijo nuestro,
y sobre todo el clero y pueblo de tu archidiócesis.
Dado
en Roma, junto a San Pedro, el 17 de junio de 1885 año octavo de nuestro
pontificado.
[1] Nota del Blog: Todos los documentos
en cuestión pueden leerse en español AQUI a partir de la página
89 de la revista: tenemos la carta del Cardenal Pitra que inició todo el
asunto, la carta del Cardenal Guibert a León XIII, la respuesta del Papa que
aquí reproducimos y, por último, la del Cardenal Pitra al Papa sometiéndose por
completo y deplorando el escándalo causado.
[2] León XIII, carta al
cardenal Guibert, arzobispo de París, 17 de junio de 1885.
[3] La carta del cardenal
Guibert fué escrita el 4 de junio de 1885. En ella se lee el siguiente párrafo:
“Durante mi
larga carrera de 44 años de episcopado, a través de muchas y variadas
agitaciones y acontecimientos, más de una vez se ha ofrecido a mi espíritu el
pensamiento de que el Jefe de la Iglesia debería tomar tal medida o evitar
aquella otra. Pero Dios, por su gracia, me ha hecho siempre comprender que no
había recibido de Jesucristo la asistencia personal que ha sido prometida a
Pedro y a sus sucesores, y la experiencia me ha demostrado que los Papas bajo
los que he vivido han gobernado sabiamente la Iglesia, como habían hecho
durante dieciocho siglos todos los que les han precedido” (ASS 17
[1885-1886] 10-11).