viernes, 16 de agosto de 2019

San Benito José Labre (Reseña)




 Charles Grolleau, San Benito José Labre. Alfa Ediciones. Córdoba, 2019.  alfa.editorial@gmail.com


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   De cualquier vida de Santo se puede decir sin sombra de duda que lleva consigo una condena del mundo con todos sus halagos, pero en muy pocos casos tal vez esa oposición se haya hecho tan patente como en San Benito José Labre (1748-1783).

   Sus padres abrigaban la esperanza de verlo sacerdote, pero sus delicias estaban, así lo creía él, en el claustro. Golpeó una y otra vez las puertas de la Trapa y la Cartuja, pero o la entrada le fue directamente negada, o al cabo de algún tiempo el Abad se veía en la obligación de despedirlo por falta de vocación. Casi podría decirse que la vida religiosa nunca había sido más apropiada para persona alguna, pero aun así, el pobre Benito no encontraba su vocación.

   Después de varios fracasos, por fin pudo encontrarla: “peregrino y mendigo”. Sublime vocación.

   La historia nos dice que, en su peregrinación a Roma, en donde viviría la mayor parte de su nueva vida, se detuvo en Dardilly y pasó allí una noche en casa del abuelo paterno de otro gran Santo: el Cura de Ars.

   Dejemos hablar por unos instantes al mejor biógrafo del Santo Cura, el P. Trochu[1]:


   “Benito Labre, enfermo de escrúpulos, acababa de salir de la Trapa de Sept-Fons, donde había dado comienzo a su noviciado con el nombre de Fray Urbano. Firme después en su vocación de perpetuo peregrino emprendió el viaje a Roma. El primer punto donde se detuvo fue Paray-le-Monial y fueron muy largas sus visitas a la capilla de las apariciones. De Paray se dirigió a Lyon, mas al sobrevenir la noche, antes de entrar en la ciudad, que estaba muy próxima, se paró en el pueblo de Dardilly. Varios pobres se encaminaban a casa de Pedro Vianney y a ellos se juntó el santo mendigo.

   Benito Labre observaba entonces una extraña costumbre. Iba vestido con la túnica de los novicios trapenses, que le había sido entregada al salir del monasterio; unas alforjas pendían de sus espaldas; rodeaban su cuello unos rosarios y brillaba sobre su pecho un crucifijo de cobre. Por todo equipaje un breviario, una Imitación de Cristo y unos Evangelios.

   Con tales atavíos penetró en el cercado que estaba delante de la casa de los Vianney. El dueño lo acogió como solía acoger a todos los pobres, y los hijos miraban con compasión a aquel desheredado de la fortuna, en cuya persona sus padres les habían enseñado a ver al mismo Jesucristo. Mateo, uno de los cinco hijos, se hallaba presente. Sin sospechar que había de ser padre de otro santo, contemplaba al joven mendigo tan pálido y tan suavemente expresivo, cuyos dedos no dejaban ni un momento las cuentas del rosario.

    En la espaciosa cocina, no lejos de la elevada chimenea, donde diez y seis años más tarde el niño predestinado calentaría sus pies, Benito Labre y sus compañeros de pobreza, mezclados con los Vianney, tomaron asiento alrededor de la olla en que hervía la sopa. Se sirvió después tocino con legumbres y dichas las gracias y las oraciones de la noche subieron los trashumantes a una habitación situada sobre el horno del pan, para dormir en un buen jergón de paja.

   Al día siguiente, al partir, se mostraron todos agradecidos; mas uno de ellos, el joven de veinte años, de facciones delicadas y maneras cultas, manifestó su gratitud en términos que dejaban entrever una instrucción esmerada y una piedad profunda.

   Poco después, ¡cuál no fue la sorpresa de Pedro Vianney cuando recibió una carta del pobre peregrino! Benito era muy parco en escribir, hubo de serle, por tanto, muy grata la hospitalidad del Dardilly; tal vez, iluminado por Dios, presintió también al hijo de bendición que para siempre había de hacer ilustre aquella morada”.

   El 3 de Septiembre de 1770 entró finalmente en Roma y comenzó su nueva vida que transcurría de ahora en más visitando Iglesias, asistiendo a la Santa Misa y a los oficios; mendigaba el pan de cada día y comía menos aun que sus compañeros pobres, apenas para no morir de inanición.

   A decir verdad, casi podría decirse que es una vida salida de un libro de León Bloy: parece el personaje masculino de Clotilde, La Mujer Pobre[2].

   El libro, que se lee fácilmente y de un solo tirón, comienza con estas formidables palabras:

   “La Iglesia ha sufrido y sufrirá hasta el final de los tiempos por cada palabra de su Credo. No hay una sola de ellas que no esté teñida en sangre, bañada en lágrimas; y su traje de martirio es matizado, como el de la Reina del salmo. Cada santo vivió, sobre todo, y ha muerto para dar testimonio de la verdad de una de esas palabras, glorificando a todas al mismo tiempo, puesto que cada una de ellas es un centro. Diríase que Benito José no ha vivido sino para el Crucifixus, mortus et sepultus est”.

   Si hemos de seguir la imagen y aplicarla a nuestros tiempos, bien podríamos decir que los Santos de estos últimos tiempos están llamados a vivir y morir para el et iterum venturus est cum gloria, iudicare vivos et mortuos; cuius regni non erit finis.

   La traducción es impecable y, a decir verdad, no podía ser de otra manera puesto que es obra de nuestro gran poeta y escritor Leopoldo Marechal.





[1] Vida del Cura de Ars, Edit. Litúrgica Española, Barcelona, 1942, pp. 4-5.

[2] Ver AQUI.