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De cualquier vida de Santo se puede decir sin
sombra de duda que lleva consigo una condena del mundo con todos sus halagos,
pero en muy pocos casos tal vez esa oposición se haya hecho tan patente como en
San Benito José Labre (1748-1783).
Sus padres abrigaban la esperanza de verlo
sacerdote, pero sus delicias estaban, así lo creía él, en el claustro. Golpeó
una y otra vez las puertas de la Trapa y la Cartuja, pero o la entrada le fue
directamente negada, o al cabo de algún tiempo el Abad se veía en la obligación
de despedirlo por falta de vocación. Casi podría decirse que la vida religiosa
nunca había sido más apropiada para persona alguna, pero aun así, el pobre Benito
no encontraba su vocación.
Después de varios fracasos, por fin pudo
encontrarla: “peregrino y mendigo”. Sublime vocación.
La historia nos dice que, en su peregrinación
a Roma, en donde viviría la mayor parte de su nueva vida, se detuvo en Dardilly
y pasó allí una noche en casa del abuelo paterno de otro gran Santo: el Cura de
Ars.
Dejemos hablar por unos instantes al mejor
biógrafo del Santo Cura, el P. Trochu[1]:
“Benito Labre,
enfermo de escrúpulos, acababa de salir de la Trapa de Sept-Fons, donde había
dado comienzo a su noviciado con el nombre de Fray Urbano. Firme después en su
vocación de perpetuo peregrino emprendió el viaje a Roma. El primer punto donde
se detuvo fue Paray-le-Monial y fueron muy largas sus visitas a la capilla de
las apariciones. De Paray se dirigió a Lyon, mas al sobrevenir la noche, antes
de entrar en la ciudad, que estaba muy próxima, se paró en el pueblo de
Dardilly. Varios pobres se encaminaban a casa de Pedro Vianney y a ellos se
juntó el santo mendigo.
Benito Labre
observaba entonces una extraña costumbre. Iba vestido con la túnica de los
novicios trapenses, que le había sido entregada al salir del monasterio; unas
alforjas pendían de sus espaldas; rodeaban su cuello unos rosarios y brillaba
sobre su pecho un crucifijo de cobre. Por todo equipaje un breviario, una Imitación de Cristo y unos Evangelios.
Con tales atavíos
penetró en el cercado que estaba delante de la casa de los Vianney. El dueño lo
acogió como solía acoger a todos los pobres, y los hijos miraban con compasión
a aquel desheredado de la fortuna, en cuya persona sus padres les habían
enseñado a ver al mismo Jesucristo. Mateo, uno de los cinco hijos, se hallaba presente.
Sin sospechar que había de ser padre de otro santo, contemplaba al joven
mendigo tan pálido y tan suavemente expresivo, cuyos dedos no dejaban ni un
momento las cuentas del rosario.
En la espaciosa
cocina, no lejos de la elevada chimenea, donde diez y seis años más tarde el
niño predestinado calentaría sus pies, Benito Labre y sus compañeros de
pobreza, mezclados con los Vianney, tomaron asiento alrededor de la olla en que
hervía la sopa. Se sirvió después tocino con legumbres y dichas las gracias y
las oraciones de la noche subieron los trashumantes a una habitación situada
sobre el horno del pan, para dormir en un buen jergón de paja.
Al día siguiente,
al partir, se mostraron todos agradecidos; mas uno de ellos, el joven de veinte
años, de facciones delicadas y maneras cultas, manifestó su gratitud en
términos que dejaban entrever una instrucción esmerada y una piedad profunda.
Poco después, ¡cuál
no fue la sorpresa de Pedro Vianney cuando recibió una carta del pobre
peregrino! Benito era muy parco en escribir, hubo de serle, por tanto, muy
grata la hospitalidad del Dardilly; tal vez, iluminado por Dios, presintió
también al hijo de bendición que para siempre había de hacer ilustre aquella
morada”.
El 3 de Septiembre de 1770 entró finalmente en
Roma y comenzó su nueva vida que transcurría de ahora en más visitando
Iglesias, asistiendo a la Santa Misa y a los oficios; mendigaba el pan de cada
día y comía menos aun que sus compañeros pobres, apenas para no morir de
inanición.
A decir verdad, casi podría decirse que es una
vida salida de un libro de León Bloy: parece el personaje masculino de
Clotilde, La Mujer Pobre[2].
El libro, que se lee fácilmente y de un solo
tirón, comienza con estas formidables palabras:
“La Iglesia ha sufrido y sufrirá hasta el
final de los tiempos por cada palabra de su Credo. No hay una sola de ellas que
no esté teñida en sangre, bañada en lágrimas; y su traje de martirio es
matizado, como el de la Reina del salmo. Cada santo vivió, sobre todo, y ha
muerto para dar testimonio de la verdad de una de esas palabras, glorificando a
todas al mismo tiempo, puesto que cada una de ellas es un centro. Diríase que Benito José no ha vivido sino
para el Crucifixus, mortus et sepultus
est”.
Si hemos de seguir la imagen y aplicarla a
nuestros tiempos, bien podríamos decir que los Santos de estos últimos tiempos están llamados a vivir y
morir para el et iterum venturus est cum
gloria, iudicare vivos et mortuos; cuius regni non erit finis.
La traducción
es impecable y, a decir verdad, no podía ser de otra manera puesto que es obra
de nuestro gran poeta y escritor Leopoldo
Marechal.