"Clotilde tiene hoy cuarenta y ocho años, aunque demuestra no menos de un siglo. Más hermosa que antes, se parece a una columna de plegarias, la última columna de un templo derruído por los cataclismos.
Sus cabellos se han vuelto completamente blancos y los ojos, quemados por las lágrimas que han puesto surcos en su rostro, apenas conservan su brillo. Nada ha perdido de sus fuerzas, sin embargo.
Casi nunca se la ve sentarse. Siempre en camino de una iglesia a otra, de un cementerio a otro, no se detiene sino para arrodillarse, y se diría que no conoce otra actitud.
Tocada sólo con la capucha de un largo manto negro que llega hasta el suelo, y desnudos en las sandalias los invisibles pies, una energía más que humana la sostiene desde hace diez años, sin que ni el frío ni la tempestad la amedrenten. Su domicilio es el de la lluvia que cae.
No pide limosna. Se limita a recibir con una dulce sonrisa lo que le ofrecen, y lo da en secreto a los desdichados.
Cuando encuentra a un niño, se arrodilla delante de él, como hacía el gran Cardenal Bérulle, y con la mano infantil traza una cruz sobre su frente.
Los cristianos cómodos y bien vestidos a quienes molesta lo Sobrenatural y dicen a la Prudencia: "Tú eres mi hermana” la consideran trastornada; pero el pueblo humilde es respetuoso con ella y algunas pordioseras de iglesia la creen una santa.
Silenciosa como los espacios del cielo, cuando habla tiene el aire de regresar de un mundo de bienaventuranza situado en un universo desconocido. Se advierte eso en su voz lejana, que la edad ha hecho más grave sin alterar su dulzura, y mejor aún se advierte en sus palabras mismas.
—Todo, lo que sucede es digno de adoración- dice frecuentemente, con el aire de una criatura mil veces colmada que no encontrase otra fórmula para expresar los movimientos de su corazón o de su mente, sea en ocasión de una peste universal, sea en el momento de verse devorada por las fieras.
Por mucho que se sepa que es una vagabunda, los agentes de policía, sorprendidos de su ascendiente, jamás han tratado de molestarla.
Muerto Leopoldo, cuyo cuerpo no fué encontrado entre los anónimos y espantosos escombros, Clotilde trató de ajustar su vida a aquel precepto evangélico cuya observancia rigurosa es considerada más intolerable que el suplicio mismo del fuego. Vendió cuanto poseía y donó el importe a los pobres, convirtiéndose de la noche a la mañana en una mendiga.
Lo que debieron ser los primeros años de esa nueva existencia, Dios lo sabe. Se cuentan de ella maravillas semejantes a las de los Santos; pero lo que parece realmente probable es que le ha sido acordada la gracia de no tener jamás necesidad de reposo.
Debe ser usted muy desdichada, mi pobre señora —, le dijo una vez un sacerdote, que por fortuna era un verdadero padre, al verla anegada en lágrimas junto al Santo Sacramento expuesto.
—Soy completamente dichosa —le contestó ella—. No se entra en el Paraíso mañana, ni pasado mañana, ni dentro de diez años; se entra hoy, cuando se es pobre y se está crucificada.
—HODIE mecum eris in Paradiso—, murmuró el sacerdote, que se sintió conmovido de amor.
A fuerza de sufrir, esta cristiana viviente y fuerte ha comprendido que no hay, sobre todo para la mujer, sino un medio de estar en contacto con Dios, y que ese medio, absolutamente único, es la Pobreza. No la pobreza fácil, interesante y cómplice, que ofrece su limosna a la hipocresía del mundo, sino la pobreza difícil, irritante y escandalosa, que es preciso socorrer sin esperanza de gloria y que no tiene nada que dar en compensación.
Hasta ha comprendido, no muy lejos ya de lo sublime, que la Mujer no existe verdaderamente sino a condición de hallarse sin pan, sin techo, sin amigos, sin esposo y sin hijos, y que sólo así podrá obligar a su Salvador a descender hasta ella.
Muerto su marido, la mendiga de buena voluntad se convirtió más aún en mujer de ese hombre extraordinario. Perfectamente dulce y perfectamente implacable.
Un solo testigo de su pasado, Lázaro Druida, la ve todavía algunas veces. Es el único vínculo que no ha roto. El alto pintor de Andrónico es demasiado grande para que lo visitara la fortuna, cuya práctica secular es hacer girar su rueda entre las inmundicias. Eso permite a Clotilde ir a su casa sin exponer sus andrajos de vagabunda y de ''peregrina del Santo Sepulcro'' al lodo de un lujo mundano.
De tanto en tanto va a poner en el alma del profundo artista un poco de su paz, de su grandeza misteriosa; luego vuelve a su inmensa soledad, en medio de las calles llenas de gente.
—Sólo hay una tristeza- le dijo la última vez—, y es la de no ser SANTOS..."