sábado, 28 de mayo de 2016

León Bloy, por Jacques Maritain (I de XII)

Conferencia pronunciada en los Cursos
de Cultura Católica, el 9 de octubre de 1936.



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Me ha dado una gran alegría comprobar lo conocido y querido que es León Bloy en la Argentina. Tan conocido, que no sé si podré deciros algo que sea nuevo para vosotros. Lo mejor será que hablemos de León Bloy como evocando comunes recuerdos de la vida de un amigo a quien queremos mucho.

Sabéis que se llamó a sí mismo Peregrino de lo Absoluto, Peregrino del Santo Sepulcro, y Mendigo Ingrato. Este último nombre recuerda aquello de que el mejor de nuestros nombres es el que nos dan nuestros enemigos. La necesidad le obligaba frecuentemente a pedir dinero; pero siempre lo hacía defendiendo con bravura su independencia. Nunca se le ocurrió pensar que aquellos que le daban un poco de ese dinero que él consideró siempre una carga de iniquidad, se hacían con eso dignos de su elogio e indemnes de su crítica.

A mi parecer, al mismo tiempo que es un escritor de primera magnitud en el firmamento de la historia literaria de su país, León Bloy constituye un caso muy raro en las letras francesas. Encontramos en él la misma riqueza verbal de un Rabelais, por ejemplo, o de un Víctor Hugo, el mismo genio de la lengua; y es, por otra parte, un escritor esencial-mente místico y religioso, como Pascal. Pero mientras a éste le había tocado vivir en el gran siglo clásico, y ser matemático, Bloy tuvo la desgracia de nacer con genio de poeta en el siglo XIX. Representa, así, algo único entre nosotros: una vocación profética; pues supo reconocer en sí mismo la misión de denunciar, como un Jeremías, la ignominia del mundo en que vivió. Sabéis de sus violencias inauditas, de sus invectivas; y que decía estar en comunión de impaciencia con todos los rebeldes de la tierra, al mismo tiempo que se proclamaba, y lo era de verdad, un católico obediente.

A la pobreza completa, a la miseria que debió sufrir, se agregó contra él la conspiración del silencio. Llevaba una vida de perseguido de la ley, que no era por cierto la de un bohemio ni la de un anarquista. Tenía odio al desorden y en medio de un mundo literario que él, según su propia expresión, vomitaba todos los días, era el testigo de lo Absoluto y el vituperador de las grandezas del siglo.


La primera vez que le vimos fué en su casa, en Montmartre, cuando vivía en Rue du Chevalier de la Barre. Después de leer algunos de sus libros, mi esposa y yo le habíamos escrito con mucho temor y temblor una carta de admiración. En respuesta a esa carta, junto al envío generoso de algunos ejemplares de sus libros, nos había invitado bondadosamente a visitarle. Nos sedujo, en cuanto entramos, la sencillez y la paz de aquella casa pobre, por encima de la cual parecían moverse sin ruido las alas del milagro. Fué la esposa de Bloy quien salió a recibirnos: de alta estatura, de rostro blanco y noble, con grandes ojos tranquilos y llenos de bondad. Sus dos hijitas, Verónica y Magdalena, estaban con ella. Bloy nos habló casi tímidamente; y siempre hablaba así, en voz baja, pues detestaba las vociferaciones orales. Se veía que sólo las almas le interesaban, y que era con ellas que buscaba entenderse desde el primer momento. No había en él ninguna especie de celo proselitista; pero sí mucho amor, y el sentido del misterio oculto en el menor suceso y en la menor coincidencia. Todo lo que acontece es adorable, solía decir; y esa frase suya ejerció una profunda influencia sobre muchos de sus amigos. El también tenía grandes ojos azules: eran como globos de luz que se oscurecían hasta ponerse casi negros, cuando la cólera y la indignación lo poseían.