Conferencia
pronunciada en los Cursos
de
Cultura Católica, el 9 de octubre de 1936.
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Me ha dado una gran alegría comprobar lo conocido y querido que es León
Bloy en la Argentina. Tan conocido, que no sé si podré deciros algo
que sea nuevo para vosotros. Lo mejor será que hablemos de León Bloy como
evocando comunes recuerdos de la vida de un amigo a quien queremos mucho.
Sabéis que se llamó a sí
mismo Peregrino de lo Absoluto, Peregrino del Santo Sepulcro, y Mendigo Ingrato. Este último nombre recuerda aquello de que el mejor de nuestros nombres
es el que nos dan nuestros enemigos. La necesidad le obligaba frecuentemente a
pedir dinero; pero siempre lo hacía defendiendo con bravura su independencia.
Nunca se le ocurrió pensar que aquellos que le daban un poco de ese dinero que
él consideró siempre una carga de iniquidad, se hacían con eso dignos de su
elogio e indemnes de su crítica.
A mi parecer, al mismo
tiempo que es un escritor de primera magnitud en el firmamento de la historia
literaria de su país, León Bloy
constituye un caso muy raro en las letras francesas. Encontramos en él la misma
riqueza verbal de un Rabelais, por ejemplo, o de un Víctor Hugo, el mismo genio
de la lengua; y es, por otra parte, un escritor esencial-mente místico y
religioso, como Pascal. Pero mientras a éste le había tocado vivir en el gran
siglo clásico, y ser matemático, Bloy tuvo la desgracia de nacer con genio de
poeta en el siglo XIX. Representa,
así, algo único entre nosotros: una vocación profética; pues supo reconocer en
sí mismo la misión de denunciar, como un Jeremías, la ignominia del mundo en
que vivió. Sabéis de sus violencias inauditas, de sus invectivas; y que
decía estar en comunión de impaciencia con todos los rebeldes de la tierra, al
mismo tiempo que se proclamaba, y lo era de verdad, un católico obediente.
A la pobreza completa, a la miseria que debió sufrir, se agregó contra
él la conspiración del silencio. Llevaba una vida de
perseguido de la ley, que no era por cierto la de un bohemio ni la de un
anarquista. Tenía odio al desorden y
en medio de un mundo literario que él, según su propia expresión, vomitaba
todos los días, era el testigo de lo Absoluto y el vituperador de las grandezas
del siglo.
La primera vez que le vimos fué en su casa, en Montmartre, cuando vivía
en Rue du Chevalier de la Barre. Después de leer algunos de sus libros, mi
esposa y yo le habíamos escrito con mucho temor y temblor una carta de
admiración. En respuesta a esa carta, junto al envío generoso de algunos
ejemplares de sus libros, nos había invitado bondadosamente a visitarle. Nos
sedujo, en cuanto entramos, la sencillez y la paz de aquella casa pobre, por
encima de la cual parecían moverse sin ruido las alas del milagro. Fué la
esposa de Bloy quien salió a recibirnos: de alta estatura, de rostro blanco y
noble, con grandes ojos tranquilos y llenos de bondad. Sus dos hijitas, Verónica
y Magdalena, estaban con ella. Bloy nos habló casi tímidamente; y siempre hablaba así, en voz baja,
pues detestaba las vociferaciones orales. Se veía que sólo las almas le
interesaban, y que era con ellas que buscaba entenderse desde el primer
momento. No había en él ninguna especie de celo proselitista; pero sí mucho
amor, y el sentido del misterio oculto en el menor suceso y en la menor coincidencia.
Todo lo que acontece es adorable,
solía decir; y
esa frase suya ejerció una profunda influencia sobre muchos de sus amigos.
El también tenía grandes ojos azules: eran como globos de luz que se oscurecían
hasta ponerse casi negros, cuando la cólera y la indignación lo poseían.