Queremos vencer el buscarnos a nosotros mismos
en nuestros conocimientos, a fin que nuestros corazones puedan crecer más y así
poder amar más vehemente y exclusivamente.
Queremos más inmolación de nosotros en servicio
de Jesús que las que pueden suplir las inclinaciones al Pobre y a los Niños. Además,
queremos a Jesús de todas las formas posibles. Lo queremos como nuestro Maestro. Era el nombre que sus discípulos
sobre la tierra amaban darle. De alguna manera buscaban poner en él un sonido
cariñoso por encima del que tiene cualquier otro nombre con respecto a Jesús.
Escuchaban sus sermones en el monte y en la llanura. Se aferraban sobre las
palabras que caían de sus hermosos labios como perlas preciosas. Alimentaban
sus almas con su enseñanza en un delicioso silencio, que era para ellos el
mismo pan de vida eterna. Sus parábolas se hundían en sus corazones, y crecían
allí en amplias revelaciones de los misterios de Dios. No podemos prescindir de
todo ésto.
Debe
ser nuestro Maestro, pero no en un libro muerto, no de oídas, sino nuestro
verdadero Maestro viviente a cuyos pies podemos depositar nuestra audacia, y
ante el sonido de cuya voz podamos dejar de amar nuestros juicios y
pensamientos.
Jesús
dejó a María a la iglesia naciente, al igual que a Pedro. ¿No fue acaso para suplir
esta ansia misma de fervor primitivo, un ansia que se había alimentado a sí misma
tan recientemente sobre su propia amada presencia en la carne? Ni siquiera las
excelencias de la santidad apostólica podían soportar que Jesús y María les
fueran quitados de una sola vez. Así, de la misma manera, ahora nos ha dejado
al Papa.
El Soberano Pontífice es una tercera presencia
visible de Jesús entre nosotros, de un orden más elevado, de un significado más
profundo, de una importancia más inmediata, de una natura más excitante que Su
presencia en el Pobre y en los Niños.
El
Papa es el Vicario de Jesús sobre la tierra y goza entre los monarcas del mundo
de todos los derechos y soberanías de la Sagrada Humanidad de Jesús. Ninguna
corona puede estar sobre la suya. Por derecho divino no puede estar sometido a
nadie. Toda sujeción entraña violencia y persecución. Es monarca en virtud de
su mismo oficio, pues entre todos los reyes es el más cercano al Rey de reyes.
Es la sombra visible que sale de la Cabeza invisible de la Iglesia en el
Santísimo Sacramento. Su oficio es una institución que emana de la misma
profundidad del Sagrado Corazón, del cual ya hemos visto
que surgen el Santísimo Sacramento y la elevación del Pobre y los Niños. Es una
manifestación del mismo amor, una exposición del mismo principio.
¡Con
qué cuidado, pues, con qué reverencia, con qué gran lealtad, debemos
corresponder a tan magnífica gracia, a tan maravilloso amor que nuestro amadísimo
Salvador nos mostró en su elección e institución de su Vicario en la tierra! Pedro vive siempre porque los treinta y
tres años continúan siempre. Las dos verdades se corresponden mutuamente. El Papa es para nosotros en toda nuestra
conducta lo que el Santísimo Sacramento es para nosotros en toda nuestra
adoración. El misterio de su Vicariato es parecido al del Santísimo
Sacramento. Ambos misterios están entrelazados.
La
conclusión que hay que sacar de todo esto es de las más importantes. No es sino
esta: la devoción al Papa es una parte esencial de la piedad cristiana. No es
un tema que no esté relacionado con la vida espiritual, como si el Papado fuera
solamente la política del a Iglesia, una institución que pertenece a su vida
externa, una conveniencia de gobierno eclesiástico divinamente establecido. Es
una doctrina y una devoción. Es parte integral del plan de Nuestro Señor.
Jesús
está en el Papa de una manera aún más elevada que en el Pobre y en los Niños.
Lo que se hace al Papa, sea a favor o en contra, se le hace a Jesús. Todo lo
que en Nuestro Señor es regio, sacerdotal, se resume en la persona de Su
Vicario, para recibir nuestro homenaje y veneración. El hombre puede intentar
ser un buen cristiano sin tener devoción a Nuestra Señora tanto como sin tenerla
al Papa; y en ambos casos por la misma razón: ambos, Su Madre y Su Vicario
forman parte del Evangelio de Nuestro Señor[1].
Les pediría que tengan
esto en mucha consideración en estos tiempos. Estoy persuadido que de una clara
percepción del hecho que la devoción al Papa forma parte esencial de la piedad
Cristiana, se seguirían grandes consecuencias para el bien de la religión.
Corregiría muchos errores, aclararía muchos malentendidos, evitaría muchas
calamidades.
Siempre he dicho que
la única forma de aclarar todas las dificultades es mirar las cosas simple y
exclusivamente desde el punto de vista de Nuestro Señor. Que todas las cosas
nos parezcan tal como son en Él y para Él. En nuestros días hay muchas cosas
complejas, muchos desconcertantes enredos de la Iglesia y del mundo; pero si
nos mantenemos firmes en este principio, si con una valentía ingenua somos todo
para Jesús, vamos a abrirnos paso con seguridad en nuestro camino a través de
todos los laberintos, y nunca tendremos la desgracia de encontrarnos, por
cobardía, por prudencia de la carne, o por falta de discernimiento espiritual,
del lado en el que no está Jesús.
Si el Papa es la
presencia visible de Jesús, uniendo en sí toda jurisdicción espiritual y
temporal que pertenece a la Sagrada Humanidad, y si la devoción al Papa
es un elemento indispensable de toda santidad cristiana, de forma que sin ella
ninguna piedad puede ser sólida, nos concierne en gran manera ver cómo son
nuestros sentimientos para con el Vicario de Cristo y si nuestros sentimientos
habituales con respecto a él son adecuados a los que Nuestro Señor requiere.
Quiero hablar sobre el tema desde el punto de vista de la devoción, porque lo
considero muy importante. Corresponde tanto a mi oficio y posición, como a mis
gustos y sentimientos mirarlo de esta manera.
En tiempos de paz es
bastante concebible que los Católicos difícilmente se den cuenta como deben de
la necesidad de la devoción al Papa como un punto esencial de la piedad
cristiana. En términos prácticos pueden llegar a pensar que su obligación es ir
a la Iglesia, frecuentar los sacramentos y cumplir sus ejercicios espirituales
privados. Puede parecerles que no les concierne lo que podría llamarse las
políticas eclesiásticas. Por supuesto que este es un triste error en todo
tiempo, y uno del cual el alma debe sufrir en todo tiempo, en cuanto a mayores
gracias y a los progresos hacia la perfección.
En todas las épocas ha
habido un distintivo invariable de los santos en cuanto que han tenido una
devoción entusiasta y sensible hacia la Santa Sede. Pero si nuestra suerte cae
en tiempos de problemas para el Soberano Pontífice, prontamente vamos a
descubrir que un deterioro de la piedad práctica sigue rápida e infaliblemente
sobre cualesquiera apreciaciones erradas del Papado, o cualquier conducta
cobarde concerniente al Papa.
Nos
vamos a quedar asombrados al descubrir cuán cercana es la conexión que existe
entre una gran lealtad hacia él y toda nuestra generosidad hacia Dios, como así
también la liberalidad de Dios hacia nosotros. Debemos entrar, y esto debe ser
parte de nuestra devoción privada, cálidamente en las simpatías de la Iglesia
por su Cabeza visible, o de otra manera Dios no va a entrar en simpatía con
nosotros.
En todas las épocas, como así también en todas
las vocaciones, la gracia se da bajo ciertas condiciones tácitas. A veces, cuando Dios permite que la
Iglesia sea asaltada en la persona de su Cabeza visible, la sensibilidad con
respecto a la Santa Sede será una condición implícita de todo crecimiento en
gracia.
¿Cuáles son los motivos, pues, sobre los cuáles debe basarse nuestra devoción al
Papa?
Primero
y principal, sobre el hecho de ser el Vicario de nuestro queridísimo Señor. Su
oficio es el modo principal en el cual Jesús se hizo visible sobre la tierra.
En su jurisdicción es para nosotros como si fuera Nuestro Bendito Señor mismo.
Luego,
otra fuente de nuestra devoción hacia él es la medrosidad del oficio del Papa. ¿Puede alguien mirar sobre región
tan basta de responsabilidad y no temblar? De
él dependen millones de consecuencias. Multitud de solicitudes esperan su
decisión. Los intereses sobre los cuales tiene que tratar son de excesiva
importancia, puesto que tienen que ver con los intereses eternos de las almas.
Un día de gobierno en la Iglesia está lleno de más consecuencias que un año de
gobierno del mayor imperio terreno. ¡Qué necesidad debe tener el Soberano
Pontífice de apoyarse en Dios durante todo el transcurso del día! ¡Qué
interminables inspiraciones del Espíritu Santo debe esperar ansiosamente a fin
de distinguir la verdad en el clamor de las contradicciones o en la obscuridad
de la distancia! La Paloma que le susurra al oído de San Gregorio, ¿qué es
sino el símbolo del Papado?
En medio de estos gigantes trabajos, de todas
sus labores terrestres, tal vez las menos agradecidas y apreciadas, qué
conmovedor es la impotencia del Soberano
Pontífice, igual que la de su amado Maestro. Su poder es paciencia. Su
majestad es resistencia. Es la victima
de toda la irritabilidad y descortesía de la tierra en las altas esferas. Es en
verdad el siervo de los siervos de Dios. Los hombres pueden llenarlo de
humillaciones, así como escupieron el Rostro de su Maestro; pueden despreciarlo
con sus soldados como lo hizo Herodes con el Salvador del mundo; pueden sacrificar
sus derechos a las momentáneas exigencias de su propia codicia, como Poncio
Pilatos sacrificó a Nuestro Señor.
La codicia en los gobiernos puede llegar a una
profundidad a la cual ninguna codicia individual puede acercársele; y es
especialmente de esta codicia que el Vicario de Cristo debe sufrir. Los hombres
con coronas de oro lo envidian a él, con corona de espinas. Le envidian la
dolorosa soberanía por la cual debe dar su vida, puesto que le fue confiada por
su Maestro y no es de su propiedad. En
todas las generaciones Jesús, en la persona de su Vicario, está ante nuevos
Pilatos y Herodes. El Vaticano es en su mayor parte un Calvario. ¿Quién puede contemplar la patética grandeza
de su impotencia y entenderla como lo hace el Cristiano sin ser movido a
derramar lágrimas?
Cuando estamos enfermos a veces reposa en
nuestros corazones como un triste pensamiento de que nuestro Bendito Señor
nunca santificó esa cruz por medio de sus propios padecimientos. Pero lo cierto
es que entonces llevó y bendijo toda clase de dolor corporal en los innumerables
sufrimientos e ingeniosas crueldades de su Pasión. Sin embargo nunca sufrió la edad avanzada. El peso de los años nunca
se marcó sobre sus hermosos rasgos. La luz de sus ojos nunca se oscureció. La
fresca hombría de su voz nunca desapareció. No podía suceder que ni siquiera se
le acercaran los honorables deterioros de la vejez. Pero condesciende en ser
anciano en Sus Pontífices. La mayoría de sus Vicarios están inclinados ante los
años.
Veo
en esto una nueva instancia de su amor, otra provisión para nuestra diversidad
de amor hacia Él. Nadie en Judea podía jamás honrarlo con ese amor peculiar con
que los buenos hombres glorifican la vejez. El homenaje a los ancianos es una
de las más hermosas generosidades de la juventud; pero la juventud de la Judea
nunca pudo gozar sus amadas sumisiones en sus servicios hacia Jesús. Pero
ahora, en la persona de su Vicario, cuyas solicitudes se han vuelto mil veces
más emocionantes y sus indignidades más patéticas a causa de su edad, podemos
acercarnos a Jesús con nuevos servicios de amor. Una nueva clase de amor hacia
Él se abre al entusiasmo y perspicacia de nuestro afecto.
En este hecho, en el conflicto de un anciano desarmado con las grandezas y
diplomacias y las falsas sabidurías de las orgullosas jóvenes generaciones,
seguramente hay otra fuente de nuestra devoción por el Papa.
Para
el ojo de la fe nada puede ser más venerable que la manera en que el Papa representa
a Dios. Es como si el cielo estuviera siempre abierto sobre su cabeza, y la luz
brillara sobre él, y, al igual que Esteban, viera a Jesús a la diestra del
Padre, mientras que el mundo rechina los dientes contra él
con odio, cuyo exceso sobrehumano es a menudo una maravilla en sí misma.
Pero para el ojo incrédulo, el Papado, como la
mayoría de las cosas divinas, es un espectáculo lamentable y abyecto, que solo
provoca un desprecio fastidioso. El
objeto de nuestra devoción es reparar constantemente este desprecio. Debemos
honrar al Vicario de Cristo con una fe amorosa, y con una reverencia confiada y
no-crítica. No debemos permitirnos ningún pensamiento deshonroso, ninguna
sospecha cobarde, ninguna incertidumbre timorata, sobre nada que concierna sea
su soberanía espiritual, sea su soberanía temporal, pues incluso su Realeza
temporal es parte de nuestra religión.
No
debemos permitirnos la irreverente deslealtad de distinguir en él y en su
oficio lo que podamos considerar humano de lo que podamos reconocer como divino. Debemos defenderlo con toda la pertinacia,
con toda la vehemencia, con toda la plenitud, con toda la comprehensión con la
cual solamente el amor sabe cómo defender sus cosas sagradas. Debemos servirlo
con una oración abnegada, con una sumisión absoluta, interna, cordial, alegre,
y sobre todo en estos abominables días de acusaciones y blasfemia, con la
adhesión más abierta, caballerosa y sin vergüenzas.
El interés de Jesús está en riesgo. No debemos perder tiempo ni equivocarnos
del lado en que estamos.
En las aventuras de la Iglesia ha habido
tiempos en que la barca de Pedro ha parecido hundirse en los mares de la noche.
Hay páginas de la historia que nos hacen mantener la respiración mientras las
leemos y que detienen las palpitaciones de nuestros corazones, aunque sabemos
muy bien que la siguiente página va a narrar una nueva victoria salida de una
nueva humillación. Hemos caído ahora en
una de esas malas épocas[2].
Es difícil de soportar, pero nuestra indignación no obra la justicia de Dios y
la amargura no nos da poder junto a Él.
Pero hay un gran poder en el abatimiento de los
fieles. Es un poder que el mundo temería con sólo discernirlo o entenderlo. El
silencio de la Iglesia hace que los mismos ángeles miren con expectación.
Prácticamente debemos esperar en la paciente tranquilidad de la oración. La blasfemia
de los incrédulos puede despertar nuestra fe. La vacilación de los hijos de la
Iglesia puede apretar nuestros corazones. Pero que nuestro dolor no tenga
amargura mezclada con su santidad. Debemos fijar nuestros ojos en Jesús, y
hacer el doble de lo que nuestro amor hacia Él nos pide ahora.
Digo
el doble deber, pues se trata de una
época en la que Dios busca abiertas profesiones de nuestra fe, profesiones
intrépidas de nuestra lealtad. Es una época también donde el sentido de nuestra
indefensión exterior nos impone más que nunca el deber de la oración interior. Este
es el otro deber. La abierta profesión sirve de muy poco sin la oración
interior; pero creo que la oración interior es casi de menor valor sin la
profesión externa. Muchas virtudes crecen en lo secreto, pero la lealtad solo
puede desarrollarse a la luz del sol y sobre las montañas.
¿Cómo vamos a inaugurar nuestro Año Nuevo? Por
los tremendos permisos de Su compasión, vamos
a elevar sobre su trono sacramental la Cabeza Invisible de la Iglesia, para que
podamos venir en auxilio de nuestra Cabeza Visible, Su amadísimo y sagrado
Vicario, nuestro amadísimo y venerable Padre. No necesito decirles ni qué
ni cómo rezar, pero tengo un pensamiento, que he tenido a menudo, y con el cual
concluyo:
Tengo
un instinto irreprimible de que aquellos que han amado especialmente sobre la
tierra al Papa que definió la Inmaculada Concepción van a estar especialmente
bien en el cielo[3].
[1] Nota del Blog: ¡Hermosas
palabras que resumen el pensamiento del ilustre sacerdote!
[2] Nota del Blog: Si ésto pudo
decir en la época del gran Pío IX…
¿qué diría hoy en día?
[3] Nota del Blog: ¿Será lícito
tener ese mismo instinto irreprimible para con el Papa que
definió la gloriosa Asunción…?