domingo, 5 de enero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. VIII (III Parte)

Acción del obispo.

Finalmente, en tercer lugar, el episcopado, siempre unido a su cabeza y llevando en sí mismo la virtud de esta cabeza y el poder que viene de ella, aparece a veces sólo al exterior; y sin embargo no está solo, porque esta cabeza está con él y lo sostiene invisiblemente. Esto tiene lugar primeramente en el colegio mismo.
Por la circumincesión jerárquica, la cabeza del colegio vive y obra siempre en él, incluso cuando no está visiblemente presente.
Este principio da lugar a una célebre regla eclesiástica: en ausencia de la cabeza continúa obrando el colegio bajo el impulso recibido ya de él. Suple esta ausencia exterior porque lleva en sí su virtud siempre interiormente presente; y la remedia obrando en esta virtud, limitando sin embargo su acción al exterior de tal suerte que no rebase los límites y regulándola según las directrices ya recibidas, según las presunciones sacadas de los actos puestos y según las necesidades del gobierno.
Esto no va hasta igualar al colegio con su cabeza y a sustituírsele, ni siquiera por algún tiempo, en todo el rigor de los términos. El colegio no sucede propiamente a su cabeza, no ocupa su lugar en su ausencia, sino que guarda siempre el rango inferior que le corresponde, y aun obrando por ella no hace en realidad sino ejercer al exterior y en condiciones especiales, el poder que le viene de la cabeza, que no le pertenece nunca a título principal y que lleva siempre en el colegio el carácter de comunicación y de dependencia.
Esta atribución que se hace al colegio por falta de la cabeza no tiene, sin embargo, lugar en la Iglesia universal, porque el vicario de Jesucristo no puede faltar un solo día a su gobierno, e incluso durante la sede vacante la Iglesia romana, como lo veremos en su lugar, sostiene su prerrogativa; de donde se sigue que el cuerpo de los obispos ve siempre dónde está la autoridad principal y no tiene nunca que suplirla.
Apenas podría hallarse alguna razón de esto en los tiempos de cisma y cuando hay que poner término a tales crisis dolorosas. Los concilios tienen entonces que discernir de entre los usurpadores la cabeza de la Iglesia; san Bernardo apelaba a este objeto al colegio episcopal, y hasta se vio al  concilio de Constanza, convocado solemnemente por el papa Gregorio XII, continuar sus sesiones después de su abdicación y de la del antipapa Juan XXIII y tomar las medidas que habían de poner término al gran cisma con una elección canónica incontestable.

Pero la aplicación de esta regla tiene su lugar ordinario en las partes del colegio episcopal y en las circunscripciones parciales de la Iglesia. Allí, el que por una comunicación de la autoridad de san Pedro ocupa el puesto de la cabeza, es decir, el patriarca o el metropolitano, puede faltar y entonces el colegio entero puede aparecer congregado sin él. Entonces queda abierta la vía de transmisión del derecho, y los obispos son llamados a presidir por turno la asamblea de sus hermanos[1].
Pero no solamente cuando están reunidos en concilio pueden los obispos obrar en virtud de su cabeza invisiblemente presente a su acción. Esto se verifica también en cada uno de los miembros del episcopado, y así vemos a los obispos dispersos obrar en la santa comunión que los une con él. «Jesucristo, dice san Ignacio, vivir nuestro del que nada ha de ser capaz de separarnos, es el pensamiento del Padre, al modo que también los obispos, establecidos por los confines de la tierra, están en el pensamiento y sentir de Jesucristo»[2]. Porque el episcopado es uno en todos los miembros del colegio y está todo entero en cada uno de los obispos; no se degrada cuando se lo considera en un obispo particular.
Y esto no debe entenderse únicamente del poder que ejercen los obispos sobre la grey que les es asignada con su título; de lo contrario, este misterio del episcopado, apareciendo sólo al exterior y llevando en sí la virtud de su cabeza, de la que no se ha separado jamás, no miraría con bastante claridad a la Iglesia universal.
Pero los obispos, en virtud de esa unión profunda y misteriosa, que es su orden mismo y la esencia del episcopado, obran también, cuando conviene que así lo hagan, por encima de estos límites estrechos y como asociados al gobierno y al movimiento de la Iglesia universal. Así obraban en un principio los apóstoles; mucho después de ellos los hombres apostólicos y los primeros obispos establecían Iglesias o incluso, en virtud de esta comunión universal del episcopado, iban en ayuda de los pueblos en sus apremiantes necesidades, como se vio a san Eusebio de Samosata recorrer el Oriente y ordenar pastores en las Iglesias vejadas por la persecución arriana.
Por lo demás, según los principios mismos que hemos expuesto, es claro que este poder más extenso y que no se revela sino en las circunstancias extraordinarias, emana en el fondo y depende enteramente de la cabeza de los obispos.
No vacilamos en afirmar que, en este particular, los apóstoles mismos, sometidos a san Pedro, no tenían ninguna autoridad sobre la Iglesia,  para extenderla y gobernarla, que no le estuviera subordinada como a su cabeza y como al que ocupaba frente a ellos el puesto de Jesucristo.
Los obispos, sus sucesores, obraron como ellos y en la misma inferioridad y dependencia de su cabeza, dependencia todavía más marcada porque su vocación era menos ilustre y ellos no tenían ya los dones extraordinarios otorgados a los apóstoles.
Más tarde los sumos pontífices se reservaron muy sabiamente la obra de las misiones y la fundación de las Iglesias,  por lo cual no se ofrecen ya de ordinario las ocasiones en que los obispos parecían obrar solos para el servicio de la Iglesia universal y con una cierta autoridad sobre ella.

En la Iglesia particular.

Nos queda por descubrir, en el gobierno de la Iglesia particular, la triple analogía que acabamos de contemplar entre el gobierno divino y el de la Iglesia universal. Vamos a hacerlo brevemente.
El obispo, cabeza de la Iglesia particular, tiene en su presbiterio la corona y los cooperadores de su sacerdocio. Y así como en el altar unas veces ofrece solo el augusto sacrificio y, otras lo hace rodeado de los sacerdotes que concelebran con él, mientras que otras veces aparecen allí solos los sacerdotes y ofrecen el sacrificio en su ausencia, pero siempre es verdad que «sólo ha de tenerse por válida aquella eucaristía que se celebre por el obispo o por quien de él tenga autorización»[3]; así también, en toda acción eclesiástica, todo poder y toda autoridad irradian de su pontificado sobre sus sacerdotes, por los cuales y en los cuales no cesa de obrar.
En primer lugar, con frecuencia aparece solo, y su autoridad es suficiente.
En segundo lugar, conviene, reúne a su presbiterio y lo asocia a sus actos.
En tercer lugar, para el efecto de la circumincesión jerárquica, el presbiterio cubre y suple su falta, u obra en su ausencia, por su virtud siempre interiormente presente. Esto se hace de dos maneras: primeramente por el colegio cuando el presbiterio suple al obispo ausente o difunto y administra su sede; y también por los sacerdotes dispersos en los lugares adonde los envía el obispo y sobre todo en las Iglesias menores, que no tienen el honor de una sede episcopal, donde obran sin cesar en ausencia del obispo del que dependen tales Iglesias, a cuya sede pertenecen como a la Iglesia principal, y cuya diócesis forman.



[1] Este punto de disciplina, conocido por Dom Gréa, fue modificado por el can. 284, que otorga entonces la presidencia en forma continuada, al sufragáneo más antiguo de preconización.

[2] San Ignacio, Carta a los Efesios 3; PG 5, 648.

[3] San Ignacio, Carta a los Esmirniotas 8; PG 5  713.