jueves, 16 de enero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. I, II Parte.

En el único principado de la cabeza.

Primeramente, san Pedro es cabeza de la Iglesia. Su prerrogativa es el principado, es decir, él es en la Iglesia fuente y principio y todos los demás jerarcas reciben de él todo lo que son, mientras que él no recibe nada de los otros[1].
«Tú eres la piedra sobre la que Yo edificaré mi Iglesia» (Mt XVI, 18). ¿Qué expresión más enérgica que la de piedra fundamental? Lo propio de un fundamento es comunicar la firmeza a todo el edificio y a cada piedra del edificio, de tal modo que no haya ninguna que reciba de otra parte su firmeza, y que aquella única que es la piedra fundamental no reciba la firmeza de ninguna otra.
Es todavía lo que el Señor dice en otro lugar: «He orado por tí a fin de que no desfallezca tu fe. Tú, pues... confirma a tus hermanos» (Lc. XXII, 32). La firmeza del cuerpo depende de la que tenga la cabeza[2]; la gracia otorgada a Pedro no es una gracia privada que se detiene en su persona; su infalible firmeza en la fe es tal que él deberá comunicarla y que, comunicada por él, vendrá a ser la firmeza de todo el cuerpo.
Éste es ciertamente, una vez más, el carácter del principado, fuente, principio, origen, tal como nos aparece en la jerarquía, en la que todo viene de arriba, donde Dios da a Cristo, donde Cristo, a su vez, da a la Iglesia, donde el obispo mismo comunica a su pueblo y donde la autoridad y el don divino descienden sin cesar de las cumbres y no ascienden jamás de los grados inferiores a los superiores.
La tradición confirma esta noción del principado en san Pedro: «Si la sede de Pedro flaquea, dicen los obispos de las Galias todo el episcopado se tambalea», pues él es el origen del episcopado[3]. Los términos «cabeza», «fundamento», «fuente» y «origen» se emplean constantemente. En todas partes aparece san Pedro recibiendo principalmente y comunicando lo que recibe a sus hermanos, los apóstoles o los obispos, que no tienen nada sino por él[4].
Pero si san Pedro es así constantemente la cabeza de la Iglesia universal, hay que considerar, en segundo lugar, que tiene esta calidad en unión con Jesucristo, al que representa. Es una sola cabeza con él, o más bien no es cabeza sino en la persona de Jesucristo que representa aquí en la tierra.
Esta doctrina sobre la naturaleza del principado del vicario de Jesucristo no es un mero sistema teológico, sino la tradición y la enseñanza misma de la santa sede y de la Iglesia universal. «La Iglesia, que es una y única, dice el papa Bonifacio VIII en la bula Unam sanctam, tiene un solo cuerpo, una sola cabeza, no dos, como un monstruo, es decir, Cristo y el vicario de Cristo, Pedro y su sucesor», sino que, según la palabra del Señor, las ovejas de Cristo son las ovejas de Pedro, sin distinción ni división[5].

El cuerpo no puede, en efecto, tener dos cabezas en el sentido propio de la palabra. El centro de la vida, o la cabeza de un cuerpo animado, es único; ahora bien, este centro y este principio de vida en el cuerpo de la Iglesia es Jesucristo mismo. Si a san Pedro no se le considera propiamente como su órgano y su vicario, una vez que no es nada sino en calidad de tal y por cuanto le representa, no le puede convenir el nombre de cabeza en todo el rigor y propiedad de su significado.
Pero si, por el contrario, su autoridad no se distingue de la de Jesucristo, ¿quién no ve que no hay poder alguno en la tierra que la pueda limitar? Así los galicanos, que quisieron atribuir a los obispos y a los concilios el derecho de ponerle límites, se vieron llevados a negarle la calidad de cabeza en el sentido propio y natural del término. Es, dicen, cabeza de la Iglesia en cierta manera, quodam modo[6], mas no en la entera y simple realidad.
Pero, por otra parte, si su autoridad, cualquiera que sea, está por encima del episcopado, sin ser la  misma de Jesucristo, ¿quién no verá, dicen los griegos, que el episcopado queda singularmente rebajado, no dependiendo ya inmediatamente de Jesucristo? Así la lógica arrastra a los galicanos a ejemplo de los griegos hacia el sistema episcopal, que considerando a la Iglesia como privada de su cabeza Jesucristo, ahora ya ausente, la reduce a buscar su supremo apoyo en el colegio episcopal entero y a suplir, por decirlo así, la falta causada por la ausencia de la cabeza, ahora ya invisible, con los poderes de este colegio. La autoridad suprema pertenece, según estos falsos doctores, al cuerpo de los obispos.
Así en las Iglesias particulares cuya sede está vacante se ve al colegio de los sacerdotes suplir la falta del obispo, su cabeza, suprimido por la muerte.
En el fondo el sistema episcopal se reduce a esto y reduce a este estado de invalidez a la Iglesia universal.
En este sistema la autoridad, en cuanto tal, que se deja al sucesor de Pedro, o bien emana en su sustancia del colegio episcopal, o por lo menos — porque hay diferentes grados en el error y se procura no llegar hasta las últimas consecuencias — está subordinada a este colegio. Esto equivale a dar al cuerpo de los obispos radical y habitualmente todo el poder[7] y a reducir la prerrogativa de san Pedro a no ser más que una institución ordenadora, destinada a facilitar el buen ejercicio del gobierno; porque la multitud, no puede tampoco — y en ello se está de acuerdo — ejercer sin confusión el poder supremo, y hay que mantener cierto orden en el colegio episcopal, en el fondo el único verdaderamente soberano, tanto para la expedición ordinaria de los negocios, como para conservarle cierto género de unidad.
El sistema episcopal, conducido a este extremo por la lógica, ¿qué agravio no hace a la inmortal cabeza de la Iglesia universal, Jesucristo, y a la misma Iglesia entera? Jesucristo no está muerto; su trono no está vacante; no se le puede, por tanto, considerar como faltando al gobierno de su pueblo, y Él mismo no abandona su cetro al cuerpo entero de la Iglesia. No cesa de ser cabeza de esta Iglesia, de animarla y de regirla, y, aun estando en la gloria de su Padre le conviene aparecer siempre como su maestro y su guía.
El obispo muerto no puede ejercer su poder, ni siquiera tener un vicario. No se puede decir lo mismo de Jesucristo; siempre vivo, puede nombrarse, y se nombra, un vicario.
Como el cuerpo de la Iglesia es visible, es preciso que su cabeza se muestre visible. Él le prometió su presencia hasta el fin, es preciso que esta presencia se declare de alguna manera. Por ello se elige un vicario y se muestra por él. Por esta institución el príncipe de los pastores afirma claramente que su poder no ha muerto ni falta en su Iglesia, sino que está siempre vivo y activo. Y este vicario, su puro órgano, claramente designado por Él en el Evangelio bajo los nombres y con las prerrogativas que sólo le convienen a Él mismo, es saludado en calidad de tal, es decir, como otro Cristo, por la tradición de todos los siglos y por la voz de los pueblos.
¿Por qué, en efecto, no invocar, para terminar, el testimonio humilde y popular de las almas sencillas y oscuras que forman las multitudes? La voz del bautismo habla en ellas, y los sistemas inventados por los hombres no alteran en sus labios la sinceridad del testimonio divino. Para ellas el vicario de Cristo es la manifestación de Dios. «El papa, decía un pastorcito italiano a monseñor De Ségur, es Cristo en la tierra.» La definición de aquel humilde niño es suficiente, pues contiene toda la teología del gobierno de la Iglesia.



[1] San León, sermón 4, en el aniversario de su consagración, 2; PL 54, 149-150: “Por él, como de la fuente de todos los carismas, fue inundado con tan abundantes efusiones, que, aunque recibió no pocas cosas para él solo, a nadie se otorgó nada sin su participación... Si (la divina condescendencia) quiso que los otros príncipes (de la Iglesia) tuvieran con él privilegios comunes, lo que no negó a los otros no lo dio nunca sino por él”. Texto citado por León XIII, encíclica Satis cognitum (29 de junio de 1896).

[2] San León, ibid. 3; PL 54, 151-152: “En Pedro, de tal manera está defendida la fe de todos y establecido el auxilio de la gracia divina, que la firmeza que es dada por Cristo a Pedro, es conferida por Pedro a los apóstoles

[3] San Avito De Vienne, Carta 31 a Fausto y, Símaco, senadores romanos; PL 59, 248: “Estábamos con la mayor ansiedad y en el mayor temor a propósito de la Iglesia romana, visto que, a nuestro parecer, flaquea la estabilidad si se ataca a la cumbre, y que aun sin mala voluntad por parte de muchos, una sola acción criminal nos herirá a todos si logra hacer flaquear la estabilidad de la cabeza.»

[4] San León, Sermón 83, para la fiesta del apóstol san Pedro, 2; PL 54, 430: «Se dijo al bienaventurado Pedro: "Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y todo lo que atares en la tierra, será atado en los cielos, y todo lo que desatares será desatado en los cielos." A los otros apóstoles dio el derecho de este mismo poder, pero no en vano dio a uno solo lo que fue comunicado a todos.» Cf. Sermón 4, 2; PL 54, 150.

[5] Bonifacio VIII, Bula Unam sanctam; Dz 872.

[6] Bossuet, Défense de la déclaration (1682), éd. Chevalier, Luxemburgo 1730.

[7] Richer, Opuscule sur le pouvoir ecclésiastique et Politique, c. 1, París 1611: “La Escuela de París, dotada de este infalible apoyo, de acuerdo con el espíritu de todos los antiguos doctores de la Iglesia, enseña desde siempre y constantemente que Cristo, al fundar su Iglesia, dio las llaves, es decir, la jurisdicción, primero, más inmediatamente y de manera más esencial a la Iglesia que a Pedro... Consiguientemente, la entera jurisdicción de la Iglesia pertenece al romano pontífice y a los otros obispos de manera instrumental, ministerial y solamente para la ejecución”. Cf. Sínodo de Pistoya (1794): Dz 2603.