XII. - CONCLUSIÓN
Nos parece que hemos
justificado el título dado a estas páginas: El cardenal Billot, luz de la
teología, y podemos añadir: luz de la Santa Sede. Ningún espíritu
justo e imparcial se negará a reconocer los magníficos dones de esta élite de
la naturaleza y los inmensos servicios que ha prestado a la doctrina cristiana.
No tenemos nada que decir
sobre el conjunto de circunstancias que le llevaron a renunciar al cardenalato.
El R. P. de la Brière escribió que "se le invitó discretamente a
dimitir" (Études, 5 de enero de
1932). Si esta afirmación es la última palabra de la historia, no cabe duda de
que el santo cardenal supo pensar con Bossuet que "las desgracias de la
tierra son gracias del cielo" (Carta al mariscal de Bellefonds). En
cualquier caso, abandonó la Ciudad Eterna y se retiró a la campiña romana,
cerca de un venerado santuario, en una obscura comunidad de su Orden, una
especie de Tebaida donde, como en la soledad de Rancé, sólo se oía "el
sonido de la campana, el murmullo de los vientos y el canto de los
pájaros".
Despojado de honores, no perdió nada de la excelencia de su dignidad. Bossuet, hablando de Pierre de Berulle, dijo:
"Hombre ilustre y encomiable, a cuya dignidad me atrevo a decir que ni siquiera la púrpura romana añadió nada, tan elevado estaba por el mérito de su virtud y de su ciencia" (Oración fúnebre del P. Bourgoin).
¿No podemos decir lo mismo
del cardenal Billot: la púrpura no añadió nada y, en consecuencia, no restó
nada a su dignidad, cuando la dejó? A los ojos de la posteridad, escribía
R. Havard de la Montagne, siempre será el Cardenal Billot. La Iglesia y
Francia le devolverán un título que ha contribuido a ennoblecer tanto por
haberlo llevado como por haber renunciado a él" (Roma, 1 de octubre
de 1927).
Después de una larga vida
activa y militante, en su silencioso retiro, se ocupó de la reedición de sus
obras, manteniendo su vigor intelectual hasta el final, como lo atestiguan
ampliamente, tanto las cartas que escribió durante esos años, como todos los
que tuvieron el favor de acercarse a él.
El pensamiento de la muerte
le era familiar, y la gran visitante no le sorprendió cuando vino a abrir la
entrada a la tierra prometida. Podía aplicarse a sí mismo
las palabras de las Escrituras: "Ambulavit
pes meus iter rectum, propterea bonam possidebo possessionem: He caminado
rectamente y poseeré una herencia eterna, Ecli. LI, 20. Pero la tierra perdió al doctor más ilustrado y
humilde de su tiempo: este es el testimonio de las conciencias rectas; será el
juicio de la historia y el objeto de la admiración de la posteridad.