[En una hoja independiente del diario y pegado en él, Madame Bloy escribió sus impresiones. Solamente la fecha y la hora son de mano de Bloy].
26 de enero, a las 4 de la tarde. - Ayer a las 6 de la mañana, tos terrible por casi una hora. Después de lo cual, nuestro pequeño Andrés permaneció blanco y sufriendo. Evidentemente, estaba muriendo y no lo sabía. Gemía al dormirse y se despertaba. No lo dejé solo. A las 4 tomé la resolución de darle el aceite para quitarle las flemas que parecían impedirle respirar. Después de eso, durmió más tranquilamente y las cucharadas de flor de naranjo que le había dado parecían haberlo calmado. Desde la mañana estaba envuelto en una guata. A eso de las 8 bebió con apetito un biberón de leche pasteurizada mezclada con agua y caldo de pollo. Después de eso se durmió sin haberse fatigado mucho. Volví a tener esperanzas. Veía a mi pequeñito bienamado curado, reincorporándose de su extrema debilidad. Un segundo biberón de leche, etc. tuvo el mismo feliz efecto. Luego, a medianoche, dado que parecía tener mucha hambre y temiendo darle el biberón por tercera vez, le di harina lacteada. Eso lo hizo toser y devolvió todo. Abatido de nuevo, se durmió y me acosté a su lado. A las 3 se quejó. Lo puse junto a mí. Su diente, su primer orificio, parece hacerlo sufrir más que nunca. Está a punto de salir. Mete su puño en la boca, muerde todo en forma desesperada. Me levanto con él y trato que tome algunas cucharadas de agua de flor de naranjo. Muy difícil. De repente perdió el aire. Lo pongo contra mi hombro, que parecía ser la posición que más amaba. Me paseo con él llorando y rezando, pidiendo auxilio, horrorizada de escuchar que su respiración era cada vez más dura y que parecía desgarrarme. Entonces, de repente, cayó de mi hombro. Comprendo y corro a la escalera para llamar a León gritando:
“¡El pequeño se muere, el pequeño se muere!”.
León llega justo para verlo entregar su último suspiro en mis brazos mientras me mira. Le doy unas gotas de oporto, pero no sirve para nada. Es el fin.
No puedo decidirme a dejarlo – quisiera acunarlo por siempre.
Lo visto con una ropita blanca, lo pongo en su cuna y a las 5.30 decimos el angelus junto a este pequeño nacido durante el angelus.
¡Qué sufrimiento! ¡Qué pesadilla! ¡Que Dios se apiade de nosotros! La pequeña Verónica al despertarse me pide verlo y me abraza cuando me vé llorar. Quiere ir a verlo junto al Niño Jesús. Quiere abrazarlo y dejo que lo haga.
Cómo hubiéramos adivinado que
este niño tan fuerte, pero que después de dos meses no era tan alegre como
antes, no estaba designado para crecer junto a Verónica, que lo adoraba y a
quien ella adoraba.