Estas fueron las seis condiciones de los judíos, pero simultáneamente a esta discusión se desarrolló otra acerca de cuatro razones con que Jerónimo quiso demostrar que la reedificación de Jerusalén y el templo y la reunión del pueblo de Israel, consideradas como obras mesiánicas, debían entenderse espiritual y no materialmente[1].
1) Razón de Jerónimo:
Según Sanedrín 94a, Dios quiso hacer Mesías a Ezequías, absteniéndose de hacerlo sólo porque Ezequías no le hizo un himno de acción de gracias por la victoria de Senaquerib. Pero en tiempo de Ezequías, el pueblo estaba en la tierra de promisión y Jerusalén y el templo, edificados. Si, pues, hubiese sido hecho Mesías y los textos que hablan de esa reedificación y de la reducción de la cautividad se hubieran de entender materialmente entonces Ezequías, hecho Mesías, no hubiese podido cumplirlos. Por consiguiente, esos textos no se deben entender materialmente, so pena de hacer mentirosos a los profetas.
Respuesta de los Rabinos:
Los profetas profetizaron lo que ocurriría de hecho y no se preocuparon de profetizar lo que hubiera ocurrido caso de que Ezequías hubiere sido Mesías.
Opinión del P. Pacios (que hacemos nuestra):
La respuesta judía a este argumento nos parece buena, los profetas profetizaron acerca del que sería Mesías, no del que pudiera haber sido; si Ezequías hubiera sido el Mesías, hubieran profetizado de otro modo[2].
2 y 3) Razones de Jerónimo:
Así como el tabernáculo, cambiadas las circunstancias, cesó con David y Salomón para dar lugar al templo, así éste y Jerusalén habían de cesar para dar lugar a la Iglesia, llegado el tiempo de la gracia con el Mesías. Si el tabernáculo era figura del templo y por esto cesó llegado el templo, el templo y Jerusalén son figuras de la Iglesia, y han de cesar definitivamente llegada ésta.
El tabernáculo tenía su razón de ser en el desierto, pues había de ser portátil ya que el pueblo peregrinaba; pero una vez asentado el pueblo pacíficamente, debía ser sustituido por el templo, y así lo ordenó David de acuerdo con el profeta Natán. Con esto no se opuso David a la Ley mosaica, cuyas prescripciones, no obstante, no se referían al templo, sino al tabernáculo. Del templo no habla nunca, sino oscuramente (Ex. XV, 17; Ex. XX, 24-25; Deut. XII, 10-11; XVI, 16, etc.). El tabernáculo, pues, fué ordenado por dos fines: uno para que prestase su servicio en el culto del desierto; otro, el figurar o anunciar el templo futuro que lo había de sustituir.
Igualmente, la tierra de promisión, Jerusalén y el templo tenían significado y representación propia durante el tiempo de la Ley; pero simultáneamente significaban y representaban los bienes de gracia que había de traer el Mesías; y así como el tabernáculo significaba y anunciaba el templo, y cesó edificado éste, así el templo anunciaba la Iglesia, y cesó fundada ésta. Y así como Moisés, al hablar del tabernáculo, anunció el templo con palabras ocultas, así los profetas, al hablar de Jerusalén y de la tierra prometida para el tiempo del Mesías, nos indican que esa Jerusalén y esa tierra no hay que tomarla en sentido material, como la que entonces poseían, sino en un sentido bien distinto, espiritual y más alto (Jer. III, 17; Is. LX, 2.19.21; Sal. LXVII, LXVIII, LXXVII)”.
A esto se agrega (3 razón) que los mismos rabinos dan frecuentemente a las palabras Jerusalén y templo un sentido espiritual:
a) Maimónides dice:
“El premio que no tiene superior a sí mismo es el bien que no tiene otro bien después de él (= la gloria o el cielo): éste fué el que desearon los profetas, y la Sagrada Escritura le da muchos nombres, como Monte de Dios, Tabernáculo de Dios, Templo de Dios, Casa de Dios, Puerta de Dios”.
b) El mismo Talmud distingue dos ciudades de Jerusalén: la inferior (terrenal) y la superior (celestial)[3]:
“La Jerusalén inferior está frente por frente de la Jerusalén superior”.
Por consiguiente, tampoco hay inconveniente en que Jerusalén signifique la gloria espiritual cuando los profetas anuncian sus venturas en la era mesiánica.
c) En el Béreshit Rabbá, el texto de Is. LI, 11:
“Volverán los rescatados de Yahvé; con cantos de júbilo entrarán en Sión, coronada la cabeza con alegría eterna” es comentado así por R. Josué, hijo de Leví: “Esta Sión, aquí nombrada, no es otra cosa que el Paraíso”.
d) El templo profetizado en Ez. XL-XLVIII hay que entenderlo en sentido espiritual, tanto por las medidas (18.000 leguas para Jerusalén) cuanto porque R. Abba lo interpreta del cielo, como también R. Salomón, aunque éste supone, como base de la alegoría, la realidad del templo material.
Respuesta de los Rabinos:
Los rabinos respondieron que en las profecías alegadas por ellos no están estos vocablos que Maimónides aplica a la gloria y que la longitud de la Jerusalén en tiempos del Mesías que asigna Jerónimo no era esa, pero después no insistieron en ello.
Por lo general se contentaron con decir que las palabras alegadas de los Rabinos y el Talmud se debían entender en forma de sermón, para edificación de los fieles.
Opinión del P. Pacios:
Las palabras Jerusalén y templo, usadas en las profecías, tengan o no también sentido material, son usadas por los profetas para designar bienes espirituales en los tiempos mesiánicos. Pero si esas palabras tienen doble significado, material y espiritual, todo hace suponer que el espiritual será el propio de los tiempos mesiánicos, como el material, que era su figura, fué propio de los tiempos precedentes.
Nuestra opinión:
Tenemos varios reparos a las razones de Jerónimo:
a) Totalmente de acuerdo con lo que dice sobre el Tabernáculo como figura del Templo y éste, a su vez, de la Iglesia; nadie niega este punto, pero recordemos que el Tabernáculo no fue destruido tras la construcción del Templo, sino que, como lo indica Steinmueller[4]:
“Tanto los restos del Tabernáculo junto con su mobiliario y vasos fueron guardados en una de las cámaras del Templo (III Rey. VIII, 4; II Par. V, 5)”.
Con lo cual, se argumenta que, si el Tabernáculo pudo subsistir junto con el Templo, no se ve por qué el Templo no puede subsistir junto con la Iglesia.
b) A esto se le suma que Jeremías escondió en el monte Nebo el Tabernáculo, el Arca y el Altar del incienso, profetizando:
“Este lugar permanecerá ignorado hasta tanto que Dios congregue todo el pueblo, y use con él de misericordia; entonces el Señor manifestará estas cosas, y aparecerá la majestad del Señor, y se verá la nube que veía Moisés, y cual se dejó ver cuando Salomón pidió que fuese santificado el Templo para el gran Dios” (II Mac. II, 7-8).
Es
imposible no interpretar estas palabras sino en su sentido literal propio.
¿Para qué quiso conservar Dios estas cosas (notemos que el Tabernáculo está incluido) sino para un futuro Templo?
c) La objeción se consolida con sólo pensar que es inentendible que Dios se haya puesto a describir con todo lujo de detalles el futuro Templo en los últimos nueve capítulos de Ezequiel para sólo significar cosas espirituales.
Además, no se debe perder de vista que la tipología está fundada en el sentido literal propio, con lo cual ese Templo futuro, para ser imagen de otra cosa, deberá existir realmente.
d) Está profetizado claramente la erección de un nuevo Templo bajo Elías tanto en las LXX Semanas de Daniel, como en el Discurso Parusíaco de Nuestro Señor, en San Pablo a los Tesalonicenses y en San Juan en el Apocalipsis.
e) Por último, desde 1948 los judíos han vuelto a la tierra de sus padres y desde 1967 tienen el control de Jerusalén. Por más espiritual que se quieran hacer las profecías sobre la reunión del pueblo de Israel, lo cierto es que se está cumpliendo literalmente ante nuestros ojos, y que poco a poco van tomando cuerpo esos huesos áridos que vio Ezequiel.
No nos parece imprudente suponer que Jerónimo hubiera cambiado de opinión en nuestros días.
4) Razón de Jerónimo:
La palabra “Israel” se aplica en las profecías mesiánicas, no a los descendientes de Jacob, sino a los creyentes en el Mesías; y ese pueblo que creerá en él, que será creado y alabará al Señor (Sal. CI, 19), estará formado de los judíos y gentiles creyentes (Jer. III, 14; Zac. II, 11; Is. XLIV, 5). Por consiguiente, en las profecías mesiánicas, por Israel se entiende ese pueblo nuevo, es decir, el pueblo cristiano; y como, según Jer. III, 17 “se congregarán en Jerusalén todas las gentes”, cosa imposible si se entiende por Jerusalén una ciudad, es claro que el nombre de Jerusalén significa la Iglesia Católica. Claramente indica el mismo Jeremías que la reedificación del templo no ha de entenderse materialmente, ya que el templo material se ordenaba a contener el Arca de la Alianza, y tal Arca no existirá, o al menos no se tendrá en cuenta en los tiempos mesiánicos: “Y cuando os multiplicareis y creciereis en la tierra, en aquellos días, dice Yahvé, no se dirá más: “¡El arca de la alianza de Yahvé!” ni les vendrá a las mientes, ni habrá de ella memoria, no la echarán de menos, ni se hará otra” (Jer. III, 16).
Nuestra opinión:
El hecho de que a veces por Israel se entienda de “el Israel de Dios”, los descendientes de Abraham según la fe, es innegable, pues lo dice claramente San Pablo; pero que en todos los casos signifique eso y que los judíos “según la carne” no tengan ninguna promesa de parte de Dios, eso sí que ya es demasiado.
Notemos, una vez más, siempre el mismo tema: alegorizar las profecías relacionadas con la segunda Venida.
[2] En nota al pie, agrega una importante observación en favor de Jerónimo y como argumento ad hominem:
“Creemos, no obstante, que la razón de Jerónimo no carece de alguna eficacia: los rabinos habían puesto como único fin de la venida del Mesías la prosperidad corporal, en especial la redención de la cautividad y la reedificación de Jerusalén y su templo. Ese fin único expresa la misión para la que debía venir. Pero si pudo venir cuando no había cautividad, y estaban en pie Jerusalén y el templo, habrá que decir que la misión del Mesías no es la asignada por los rabinos, sino otra distinta, ya que lo principal del fin asignado a su venida podía no ser objeto de la misión del Mesías”.
[3] Más que interesante. Aquella Ciudad, cuyo arquitecto es Dios (Heb. XI, 10), y de la cual San Juan nos da una magnífica descripción, ya era conocida por los judíos.
[4] Introducción General a la Sagrada
Escritura, Desclée, 1947, pag.
311.