Llegado a este punto, el P. Pacios intenta resumir la cuestión y dar como tres principios para toda la disputa con los judíos, el primero de los cuales nos parece muy importante[1]:
“Hay que tener en cuenta las dos venidas del Mesías: la primera como Redentor, la segunda como Juez: la una en humildad, la otra en gloria. Gloria y humildad, triunfo y oprobios y aun muerte afrentosa anuncian los profetas con respecto a Cristo: todos esos anuncios han de cumplirse, pero es de evidencia que no simultáneamente. Los vaticinios gloriosos referentes al Mesías que aún no se hayan cumplido en Cristo o en su Iglesia no hay inconveniente en transferirlos a la segunda venida del Mesías. En esto está conforme toda la tradición cristiana. La única diferencia está en lo que se refiere a la amplitud de esa transferencia, pues mientras los que propenden al milenarismo los trasladan casi todos, y en un sentido literal, a la segunda venida del Mesías; los antimilenaristas los entienden en lo posible en un sentido espiritual, y los muestran así cumplidos en la Iglesia militante o triunfante, que es el verdadero Reino de Cristo: con todo, aun éstos dejan diversos elementos cuyo cumplimiento está reservado a la segunda venida”.
Principio básico que nunca se debe perder de vista.
En nota al pie señalaba lo siguiente:
“En este principio insisten, entre otros, Orígenes, Tertuliano, quien ve profetizado en Is. LIII (e Is. VIII, 14; Sal. VIII, 6; XXI, 7) la venida en humildad, y en Dan. VII, 13-14 la venida en gloria; el olvido de esto fué, según él, el origen del error de los judíos: se fijaron sólo en la gloria y no comprendieron la humillación; y, ya antes que ellos, había echado mano de este principio San Justino, (Dial. con Trifón, 14) el cual advierte lo mismo comentando a Miq. IV, 1-7 donde, después de decir que la primera parte del vaticinio (v. 1-5) se cumplió en la primera venida del Mesías, en la conversión de los gentiles, y que la segunda parte (v. 6 y 7) se cumplirá en la segunda venida (Dial. con Trifón, 110)”.
El segundo principio dice así:
El mismo San Justino, a pesar de ser milenarista, nos dice que los cristianos son el verdadero Israel, la estirpe de Israel en que reina el Mesías, la nación que en otro tiempo Dios prometió a Abraham…”.
Esto ya quedó contestado antes: una cosa es que la Iglesia sea la depositaria de las promesas hechas a Abraham y otra muy distinta que el Israel “según la carne” no tenga promesas de parte de Dios y que no hable de ellas a menudo por medio de los profetas[2].
El tercer punto no dice nada, pues afirma que muchas profecías son condicionales, y decimos que no dice nada porque, como bien señala Lacunza, por un lado, la gran mayoría no son condicionales y, en segundo lugar, ¿cuál es la condición si no la conversión de los judíos? Ahora bien, sabemos, porque es de fe, que los judíos se van a convertir, con lo cual, este argumento, lejos de objetar algo en contra de nuestra posición, no hace más que confirmarla.
El Autor, después de afirmar que Jerónimo hizo uso de los dos primeros puntos, y que debió haber hecho concesiones más amplias, pasa a analizar con más detalle las respuestas de Jerónimo, que daremos aquí muy sucintamente[3]:
a) Ceremonias y sacrificios antiguos: lo único que es inadmisible para un católico es la reedificación del templo de Jerusalén en un plan idéntico al antiguo, es decir, para ofrecer a Dios sacrificios aceptables como antes se le ofrecían.
b) Sobre el Arca de la Alianza, a pesar de concederle a Ricciotti la posibilidad de que el pasaje de los Macabeos se trate de una leyenda piadosa, carente de verdad[4], afirma que
“La aparición del Arca no sería más que un signo de la reconciliación de Israel con su Dios, sin que por eso implicara ninguna forma nueva de culto”.
Palabras, estas últimas, con las que coincidimos completamente.
c) Respecto a la reducción de la cautividad y a la reedificación de Jerusalén:
“Parece innegable que se hicieron a Israel promesas especiales de orden político y temporal, tales como el restablecimiento del trono de David (II Rey. VII, 11-16; I Par. XVII, 10-14; Sal. LXXXVIII, 4.30-38; Os. III, 5; Am. IX, 11; Jer. XXIII, 5; XXX, 8; XXXIII, 15-26; Ez. XXXVII, 21-28), el dominio de Israel sobre las naciones (Sal. II; CIX; Is. XXXIV-XXXV; Miq. V, 6-8), y una prosperidad material increíble (Am. IX, 11-15; Os. II, 21-25; XIV, 58; Jl. II, 15-19; Is. XLIX, 9; Ez. XXXVI, 33-36).
Aunque no sea fácil precisar cuándo se trata de términos hiperbólicos, o bien de meros símbolos de realidades espirituales, parece necesario dejar algo a las promesas de orden meramente temporal. Igualmente creemos con los rabinos de Tortosa que las promesas consignadas en Deut. XXX, 1-5 se refieren a todo tiempo en que Israel se encuentre en cautividad. La verdadera solución a esas dos condiciones—reducción de la cautividad y reedificación de Jerusalén—nos parece que es el decir que esas dos promesas son condicionadas a la fidelidad de Israel, y que se cumplirán cuando se conviertan a la verdadera fe. que es la de Jesucristo”.
Es lo menos que se puede decir, pero es suficiente… claro que la consecuencia se impone: debe pasar un cierto tiempo entre la conversión de Israel y el cumplimiento efectivo de estas promesas y, puesto que los judíos se convierten en los últimos tiempos, entonces hay que poner un tiempo después de la venida del Anticristo.
[2] Puede verse a este respecto el excelente estudio del P. Murillo que publicamos AQUI.
[3] I.280-289.
[4] Cómo concilian esta afirmación con la inspiración
de la Biblia, es un misterio.