domingo, 13 de enero de 2019

Ezequiel, por Ramos García (XVIII de XXI)


12. S. Juan.

En perfecta armonía con las cartas apostólicas y con los evangelios sinópticos que nos hablan de las humillaciones de Cristo, y nos dicen no haber venido a reinar, ni a traer por consiguiente la suspirada paz social que anunciaron los profetas (Mt. X, 34, y par.), S. Juan, el postrero de los apóstoles y profetas, confirma lo mismo con dichos y hechos del Señor y la revelación apocalíptica, clave segura para la interpretación de todas las profecías, a condición de renunciar al alegorismo alejandrino.

No envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar — porque no envió Dios su Hijo al mundo para juzgar al mundo (Jn. III, 17)—, que es decir para: reinar; y cuando las turbas quieren alzarle por rey se les escabulle (Jn. VI, 15); y si delante de Pilatos afirma que es rey, tiene buen cuidado de anticiparle que no pretende por de pronto hacer valer sus derechos reales (XVIII, 36 s.). Por los sinópticos sabemos que se había inhibido de reinar —temporalmente por supuesto— en favor del derecho natural del César (Mt. XXII, 21, y par.), a quien los judíos escogen aquí por rey (Jn. XIX, 15).

Pues bien, los espiritualistas a ultranza, alegorizando sobre el sacerdocio cristiano, cuyo objeto es muy distinto del de la realeza (cf. Heb. V, 1), se empeñan, como las turbas, en hacer reinar desde luego al Señor en su Iglesia Santa, y a cambio de ese reinado actual, de tipo metafórico casi siempre, superado ya por la definición Piana (Lect. IV del Of. de Cristo Rey), le niegan el efectivo reinado escatológico, que le asignan todas las profecías sobre el reino, y con ellas y como interpretación de ellas, el Apocalipsis de S. Juan, no en el primer estadio del cristianismo militante, sino en el desenlace triunfal del drama de la Historia y de la Iglesia; que por eso se pone su actuación, no al sonar de la primera, sino de la séptima y última trompeta (Ap. XI, 15 ss.; cf. I Cor. XV, 52 etc.), con referencia a la cual se dijo aquello de como evangelizó a sus siervos los profetas (Ap. X, 7). La séptima y última trompeta apocalíptica es el hito al que coliman los antiguos vaticinios messianos, y con ella se anuncia el acontecimiento cumbre del porvenir, que es la transferencia del reinado de este mundo a manos del Señor y de su Ungido: Se hizo el reino del mundo de nuestro Señor y de su Cristo (Ap. XI, 15), como evangelizó a sus siervos los profetas (Ap. X, 7).

Y explicando luego más su pensamiento en los capítulos siguientes nos dice el modo cómo se llegará a esa meta, que es la restitución de la realeza a Israel (Ap. XII = Dn. XII) la reacción del último anticristo (cf. I Jn. II, 18) contra esa institución (Ap. XIII = Dn. VII, 8 ss.), su aniquilamiento que irá precedido del auto inquisitorial en que será quemada la gran ramera (Ap. XVII-XIX = Prof. pass.), capital del mundo apóstata (cf. I Tes. II, 2), no del pagano, y seguido del encadenamiento del dragón (Ap. XX, 1-3) en infame contubernio con el mundo, según aquello del propio San Juan: el mundo entero está bajo el Maligno (I Jn. V, 19). Y sólo al quedar fuera de combate estos dos enemigos externos del hombre, el mundo y el demonio, sigue la paz social, externa, más cumplida, en el refino messiano, como evangelizó a sus siervos los profetas (Ap. X, 7), paz que sólo será ya interrumpida por la universal rebelión de las naciones (Gog y Magog) contra Israel y sus adherentes (cf. Is. LVI, 1-8; Miq. V, 3); pero esta postrer rebelión es sofocada en el diluvio de fuego (Ap. XX, 9 = Ez. XXXIX, 22), de que nos habla S. Pedro (II Ped. III, 10-12) con alusión a muchas otras profecías; y con eso aparece de lleno el tercer mundo.

Este tercer mundo, en que habita la justicia (II Ped. III, 13) y por consiguiente la paz y el bienestar social (Is. XXXII, 17), será tan del agrado divino, que el Señor trasladará acá su corte celestial y se establecerá una comunión misteriosa entre la Iglesia del cielo y la Iglesia de la tierra. Véase cómo la describe S. Juan en su Apocalipsis: “Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra se fueron y el mar no existe más (cf. Apoc. XX, 11). Y la ciudad, la santa Jerusalén nueva, ví descendiendo del cielo desde de Dios, preparada como una esposa adornada para su esposo. Y oí una voz grande desde el trono que decía: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres y Él fijará su tabernáculo con ellos y ellos sus pueblos serán y Él mismo “El Dios con ellos” será, etc. (Apoc. XXI, 1-3).  Estas últimas palabras son el “ritornello” de los profetas, particularmente de Ezequiel.

Más abajo dice de esta luminosa ciudad: “Y caminarán las naciones a su luz y los reyes de la tierra traen su gloria a ella… Y traerán la gloria y el honor de las naciones a ella” (Apoc. XXI, 24.26; cf. Is. LX etc.). Y del árbol de la vida, que en su plaza crece, dice entre otras cosas: y las hojas del leño (son) para curación de las naciones (Apoc. XXII, 2; cf. Ez. XLII, 12). Estamos, pues, no sólo en este suelo, sino además entre mortales. Es la gloria del cielo que se instala en nuestra tierra - y la Gloria fijará su morada en nuestro país (Sal. LXXXIV, 10)—, tierra que los justos han de poseer en herencia exclusiva para siempre (Sal. XXXVI, 3.9.11.18.27.29.34).

No creo que el descenso de la Jerusalén celeste coincida con el milenio apocalíptico, como he escrito alguna vez, sino que es posterior a todo ese período de preparación, lo mismo que el tercer mundo de S. Pedro[1].



[1] Nota del Blog: Tema complejo y muy debatido. En lo personal seguimos a Lacunza quien identifica todos estos sucesos con el Milenio. El problema que vemos con la interpretación de Ramos García es que debería colocar estos acontecimientos después del juicio universal de XX, 11-15 (pues antes está el Milenio), lo cual parece muy extraño, considerando que él reconoce que hay viadores todavía.