La Vigne abandonnée, por Henry de Groux |
LA VIÑA ABANDONADA
ELOI, ELOI, LAMMA SABACTHANI?
En otros tiempos, cuando
estas palabras hebreas eran leídas en el evangeliario lleno de estampas,
durante el oficio del segundo día de la Semana dolorosa, el pueblo se
desplomaba sobre las losas del templo.
Sentíase, entonces, una
pena infinita, porque todos los hombres eran niños, y cuanto más fuertes eran,
más parecían niños pequeñitos.
Sentíase, entonces,
verdaderamente, un dolor de muerte al ver que Jesús era abandonado, en su Cruz
y en su Postración, por su adorable Padre.
¡La Postración de Dios,
las angustias de Dios!... Era eso,
sobre, todo, lo que destrozaba el corazón…
* * *
Henos aquí, ahora, lejos
de esos tiempos rudimentarios. Desde que se dejó de llorar de amor, ¡qué
razonables y qué sabios nos hemos hecho bajo este firmamento explicado!
El pálido pincel de las
proyecciones eléctricas pone en evidencia, de hoy en más, con precisión, la
ignorancia del Salvador de las Almas.
Su lívido rayo aclara este
Sol extinguido, que ya no da luz, y cuyo lugar mismo está tan profundamente
olvidado que aquellos que lloran habían renunciado a buscarlo.
He ahí al pobre Dios, que
no puede ser abandonado, que no puede morir jamás, y que muere, decididamente,
por el oprobio científico, sin haber sido auxiliado.
Las bestias inmundas
pueden aproximarse. Serán menos afrentosas que esa pálida fosforescencia que
las incita.
* * *
EGO SUM RESURRECTIO ET
VITA. ¿Es ésta tu última Palabra, Señor?
He aquí que tus últimos
amigos, y hasta los pobres, huyen de Tí. Tu Calvario se ha hecho tan horrendo,
que hasta los muertos — ¿no crees Tú?— huirían de Tí, dando gritos, si
resucitaran.
En otros tiempos, doliente
Redentor, eras el Padre de los pobres. Tú te llamabas su Padre y ellos se llamaban
tus miembros, porque esperaban tu Gloria.
Pero esto, ahora, es
demasiado, verdaderamente, y si Tú continúas languideciendo, si continúas
languideciendo un siglo más, será necesario que te llamen el Padre de los Muertos.
* * *
Alguien aparece, sin
embargo, Alguien bañado en llanto.
No es la Madre. No es el
Evangelista. No es la Enamorada de oro, la Desposada magnífica, la Magdalena de
los incendios, cuyas lágrimas son tan "duras" como los cristales del
Infierno.
No es ni un Mártir, ni una
Virgen, ni un Confesor. Y tampoco, menos, ciertamente, uno de esos Inocentes
torturados que juegan, desde hace dos mil años, con sus palmas y coronas, bajo
el Altar de los Cielos.
Es un Extraño entre todos
los extraños. Es un Desconocido solitario que no oye a nadie y a quien nadie
oye.
¿Será Aquel a quien Jesús
llamara tanto en su Angustia? ¿Será el Libertador misterioso que debe
descrucificarlo? Pero, entonces, ¡cuánto ha tardado en venir, Dios bendito!
* * *
¡Ah, sin duda! Cuando el
Cristianismo era realmente sublime y la Sangre ardiente de Jesucristo corría
por las venas de sus primeros Santos como un impetuoso metal fundido que
galopara por acueductos de bronce; cuando los niños pequeños y las niñas
impúberes imitaban "la voz de las cataratas para cantar"; cuando un
ejército de leones y todo un imperio de verdugos estaban frente a frente;
cuando los Cristianos paseaban entre las torturas como por un delicioso jardín y
el rumor de sus tormentos hacía sudar de espanto a las murallas de los pueblos
del Asia; sí, sin duda, en ese tiempo no había por qué desclavar al Salvador
del mundo.
* * *
Los siglos vinieron, pues,
a acostarse tímidamente al pie de la Cruz. Y cuando la Iglesia llegó,
finalmente, a asentar los pilares de su trono sobre los cuatro ángulos de la
tierra, la Edad Media, almenada de basílicas, no esperó otra cosa que sufrir.
Faltaba el remate actual,
faltaba el ciclón de ignominias que sopló del protestantismo.
Pero, una vez más, es
tarde ya. ¡Y qué mísero parece ese supuesto Libertador, ese Elías del lodo y de
la canalla, que se exhibe en lágrimas en el lúgubre instante del Fin de los
fines!
Si éste es el Consolador,
tan por debajo del infortunio se muestra, que la miseria espantosa de Cristo,
por contraste, parece de inmediato magnificencia.
* * *
Después de todo, el Señor
que agoniza tiene su Cruz. Tiene su Iglesia, aunque ahora, en verdad,
grotescamente ornamentada de injurias.
Después de todo, tuvo
adoradores que se hicieron desollar vivos por El, y muchos otros que a fuerza
de mirarlo lograron para sí mismos el estigma de las Llagas.
Es el Salomón de las
ignominias, y el universo, el triste y sarnoso universo, está lleno, hasta más
no poder, de su Rostro.
El otro no tiene nada,
absolutamente nada. Ni siquiera la
mirada de un desesperado, ni siquiera la atención de las bestias venenosas, que
hormiguean para siempre en el Gólgota.
¡Y bien, tanto mejor!
SURGE ILLUMINARE, JERUSALEM! Para liberar al Rey de los pobres, se necesitaba,
acaso, alguien que fuese más pobre que El y que llegara... demasiado tarde.
Es el Obrero del último segundo
de la última hora.
* * *
Es el que creyó que el Día
no terminaría jamás y que viene, después de todos los parásitos, imaginando
llegar demasiado temprano.
Si el Amo de la Viña
remunera tanto a los obreros de la "oncena hora" como a los trabajadores
que han llevado el peso del día, ¿qué hará con este imposible compañero que se
presenta cuando ha terminado de pagar a los mercenarios, cuando todo el mundo
se ha marchado y se han abierto ya los pozos de la Noche?
Será necesario entregarle
la Viña misma, la macilenta y abandonada Viña, la pobre Viña del Señor que
agoniza...