XIV
Las dos Jerusalén
Al comentar el capítulo XXI nos encontramos con esta
sorprendente frase (pag. 250, énfasis nuestro):
“Si habrá una perfecta ciudad real y física después de la Resurrección,
es cosa que no puedo saber: puede que sí, puede que no, puede que quién sabe.
Lacunza pone dos por falta de una —por
el mismo precio podía haber puesto tres—, a saber: la Jerusalén “del
cielo”, bajada realmente del Empíreo y morada de los primeros resucitados; y la
Jerusalén de la tierra, reedificada por los judíos convertidos, con su Templo,
sus ceremonias, e incluso los sacrificios y holocaustos de la Ley Mosaica;
centro de las peregrinaciones de todo el mundo durante los mil años; en los
cuales él cree como fierro”.
Por el mismo precio Castellani se podría haber ahorrado el comentario.
Si Lacunza habla de dos Jerusalén y no de una, tres o cien, es por la
sencilla razón que las Escrituras nos hablan de dos. Ni más, ni menos.
La distinción entre ambas
Jerusalén es fundamental y elemental.
De ella nos hablan las
páginas del Antiguo y Nuevo Testamento aquí y allá, una y otra vez: Salmos completos,
por ejemplo, le son dedicada a la futura Jerusalén Terrena Restaurada, y
capítulos enteros del Nuevo Testamento nos describen la Jerusalén Celeste.
Una de las ventajas de
distinguir ambas Jerusalén está en que nos ayuda a evitar un peligro del cual,
casi con seguridad[1], nos ha advertido el
magisterio eclesiástico en el famoso decreto del año 44 contra el Reino visible de Cristo, pues si no se
distinguen ambas Ciudades, es decir, una morada de los viadores y otra de los
santos, se corre el peligro de aplicar a unos lo que en realidad le corresponde
a los otros[2].
Las diferencias entre
ambas son notables.
Notemos solamente que el Antiguo Testamento nos habla
principalmente de la Jerusalén Terrena, morada de los Judíos viadores durante
el Milenio, esa Jerusalén que deberá cumplir, algún día, la misión que lleva
en su nombre, vale decir, deberá ser,
en algún momento de la historia, esa “visión de paz” de la cual están
llenos principalmente los Salmos y los Profetas, mientras que en el Nuevo
Testamento vemos en varios lugares, y no ya solo en el Apocalipsis, la Jerusalén
Celeste, morada de los Santos y Esposa del Cordero, que ha de bajar algún día
del cielo.
En una palabra, el Antiguo
Testamento nos habla principalmente de Israel y la Jerusalén Terrena
restaurada, mientras que el Nuevo lo hace de la Iglesia y de la Jerusalén que
baja del cielo.
Nos parece ocioso dar las
citas pues son muy numerosas y creemos que una nota de Straubinger será suficiente.
Al comentar el v. 2 del capítulo XLIV de Ezequiel, que
describe el Templo durante el Milenio, Straubinger
nos dice:
“Esta puerta estará cerrada: … Sólo
a la luz del Nuevo Testamento podemos notar esas diferencias, comparando esta Jerusalén
de Ezequiel con lo que el Apocalipsis nos revela sobre la Jerusalén celestial
(Apoc. XXI, 2 y 10), que será la
Iglesia triunfante, esposa del Cordero (Apoc.
XIX, 6-9). De ella se dice que sus puertas no se cerraran en todo el día, y
que no habrá noche (Apoc. XXI, 25).
En Is. LX, 11 se dice lo mismo de la
nueva Jerusalén de que habla Ezequiel,
pero no se suprime la noche, como en la celestial. En ambos casos se trata de
las puertas de toda la ciudad, en tanto que Ezequiel sólo alude a las del Templo. Y en ese Templo estriba precisamente
la diferencia mayor con respecto a aquella Jerusalén celestial, que San Juan señala diciendo: "Y no vi
en ella templo, pues su templo es el Señor Dios omnipotente, y el Cordero"
(Apoc. XXI, 22). Vemos también que
allí nada hay que construir pues baja todo del cielo (Apoc. XXI, 2 y 10 ss.). Cf. XXXVIII,
11; XLVIII, 35 y notas”.
Por si fuera poco, Van Rixtel, en el cap. XVII de su obra,
ha escrito hermosas páginas al respecto.
Todo como si nada.
¿Qué sentido tiene
amontonar citas y citas a esta altura?
Vale!
[1] Por
lo menos es esta la opinión de Van
Rixtel, El Testimonio, cap. VIII,
la cual compartimos por completo:
“Y ¿por qué es
peligroso enseñar esto? La medida disciplinaria no lo dice expresamente. Pero
es muy claro que esto tiene que ser un peligro que se sigue inmediatamente de
aquella enseñanza milenarista, por mitigada que sea, la cual
sostiene que Cristo (con sus santos o sin ellos) ha de venir visiblemente
a esta tierra a reinar, antes del Juicio Final.
Ahora bien,
quien conoce un poco la historia del milenarismo de los primeros siglos, sabe
que existía un milenarismo judaizante y
craso, que no sólo localizaba a Cristo con sus santos en la tierra mezclados con
los viadores, sino que les atribuía también placeres
carnales, que ciertamente eran la negación de todo el espíritu
evangélico. Y aún en el milenarismo católico, la localización de Cristo
con sus santos resucitados ha sido siempre un punto confuso”.
[2] A
este texto que citamos de Castellani
al comienzo nos referíamos cuando decíamos AQUI
que nos parecía que no estaba del todo libre del peligro que señala el decreto.