domingo, 14 de septiembre de 2014

La Iglesia Católica y la Salvación, II Parte. Cap. I, El Concepto de la Salvación (I de II)

I

El Concepto de la Salvación

El concepto de la salvación eterna aparece a través de todo el Nuevo Testamento. Es una de las nociones fundamentales en la doctrina que Nuestro Señor predicó como mensaje divino que había recibido de Su Padre. Se describió a Sí mismo como viniendo a salvar lo que estaba perdido. "Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido"[1]. Cristo es Nuestro Salvador. Su obra es preeminentemente la de nuestra salvación.
Ahora bien, el término "salvar", empleado en la teología y en las traducciones españolas del Nuevo Testamento como el equivalente del latín "salvare" y del griego "sozein" designa el proceso por el cual una persona es removida de una situación en la cual está destinada a la ruina o muerte y es transferida a una en la cual puede vivir y prosperar. Básicamente, ese es el significado expresado por la expresión "salvar a alguien", empleado ordinariamente. Así, cuando hace algunos años leíamos frecuentemente en los periódicos sobre las hazañas del entonces joven primer oficial del barco a vapor America (luego llamado Comodoro Harry Manning) al salvar las vidas de la tripulación de varios botes pesqueros que se habían inundado por tormentas del Atlántico, todos entendimos que este hombre y los marineros a su cargo sacaron las víctimas de los botes destrozados a los que estaban adheridos y los llevaron a la seguridad del trasatlántico del que estaba a cargo.
Los hombres fueron salvados en el sentido de que fueron llevados desde posiciones en las cuales inevitablemente se hubieran ahogado muy pronto a la seguridad del transbordador, y eventualmente a las costas de sus propios países. Nunca podría decirse que los hombres que sean transferidos en el mar de una embarcación a otra han sido "salvados".
La salvación de los hombres, descrita en la revelación pública, es salvación en el sentido estricto o propio del término. Es un proceso por el cual los hombres son removidos de una condición o estado que supondría para ellos la muerte eterna si permanecieran dentro de ella, a una condición en la cual pueden gozar de la vida y felicidad eterna.

Es muy importante entender que este proceso es muy complejo. El Terminus a quo, la indeseable condición, de la cual son quitados los hombres en el proceso de salvación es fundamentalmente el pecado, el estado de aversión del Dios Todopoderoso. Se dice que el hombre está salvado, absoluta y simplemente, cuando es sacado de la condición del pecado original o mortal y llevado al status de la eterna y sobrenatural vida de la gracia. En última instancia, ese proceso se adquiere y perfecciona cuando la persona salvada viene a poseer la vida de la gracia en forma eterna e inamisible, en la gloria eterna de la Visión Beatífica. De todas formas, hay una verdadera salvación cuando el hombre que hasta entonces ha estado en estado de pecado original o mortal es llevado a la vida de la gracia santificante, incluso en este mundo, cuando esa vida de la gracia puede ser perdida por la propia culpa del hombre.
De todas formas, existe definitivamente un aspecto social en el proceso de la salvación. En los designios misericordiosos de la providencia de Dios, el hombre que es transferido del estado de pecado original o mortal al estado de gracia es llevado de alguna manera "dentro" de una unidad social, el reino sobrenatural del Dios vivo. En el cielo esa comunidad es la Iglesia triunfante, la sociedad de los elegidos que gozan de la Visión Beatífica. En la tierra es la Iglesia militante. Bajo las condiciones de la dispensación nueva o cristiana, esa comunidad es la sociedad religiosa organizada o visible que es la Iglesia Católica, el Cuerpo Místico de Jesucristo sobre la tierra.
No debemos perder de vista el hecho de que las personas en la condición de aversión de Dios, en el estado de pecado original o mortal, pertenecen de alguna manera a un reino o ecclesia bajo el mando de Satán, el espíritu que mueve entre los  enemigos espirituales de Dios. De aquí que el proceso de salvación implica necesariamente el traslado de un individuo desde una unidad o comunión social a otra, desde el reino de Satán al reino verdadero y sobrenatural del Dios vivo.
Los párrafos con los que comienza León XIII su encíclica contra la Masonería, la carta Humanum genus, habla sobre las relaciones entre estas dos comunidades con claridad y precisión sin igual.

"El género humano, después de apartarse miserablemente de Dios, creador y dador de los bienes celestiales, "por envidia del demonio", quedó dividido en dos campos contrarios, de los cuales el uno combate sin descanso por la verdad y la virtud, y el otro lucha por todo cuanto es contrario a la virtud y a la verdad. El primer campo es el reino de Dios en la tierra, es decir, la Iglesia verdadera de Jesucristo. Los que quieren adherirse a ésta de corazón como conviene para su salvación, necesitan entregarse al servicio de Dios y de su unigénito Hijo con todo su entendimiento y toda su voluntad. El otro campo es el reino de Satanás. Bajo su jurisdicción y poder se encuentran todos lo que, siguiendo los funestos ejemplos de su caudillo y de nuestros primeros padres, se niegan a obedecer a la ley divina y eterna y emprenden multitud de obras prescindiendo de Dios o combatiendo contra Dios.
Con aguda visión ha descrito Agustín estos dos reinos como dos ciudades de contrarias leyes y deseos, y con sutil brevedad ha compendiado la causa eficiente de una y otra en estas palabras: "Dos amores edificaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios edificó la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad celestial". Durante todos los siglos han estado luchando entre sí con diversas armas y múltiples tácticas, aunque no siempre con el mismo ímpetu y ardor".

Este aspecto intrínsecamente social de la salvación es traída en la narración de los Hechos de los Apóstoles, al final del sermón de San Pedro en el primer Pentecostés y como resultado de ese sermón.

Al oír esto ellos se compungieron de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: “Varones, hermanos, ¿qué es lo que hemos de hacer?” Les respondió Pedro: “Arrepentíos, dijo, y bautizaos cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Pues para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos y para todos los que están lejos, cuantos llamare el Señor Dios nuestro.” Con otras muchas palabras dio testimonio y los exhortaba diciendo: “Salvaos de esta generación perversa.” Aquellos, pues, que aceptaron sus palabras, fueron bautizados y se agregaron en aquel día cerca de tres mil almas. Ellos perseveraban en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones[2].

Según la palabra de Dios inspirada en los Hechos de los Apóstoles, San Pedro exhortó a los hombres que lo escuchaban en el primer Pentecostés a "salvarse de esta generación perversa". Además, se nos dice que los que "recibieron su palabra" recibieron el sacramento del bautismo, y que fueron "agregados" al número de los discípulos de Cristo que habían estado con Pedro y los demás Apóstoles antes del sermón. La sociedad de los discípulos de Jesucristo, la organización que conocemos como la Iglesia Católica, continuó, con ésta gran cantidad de miembros nuevos, a hacer exactamente lo que ha estado haciendo desde el día de la ascensión de Nuestro Señor a los cielos.
Leemos que el grupo, compuesto como estaba de estos nuevos convertidos que habían entrado en la Iglesia como resultado del sermón de San Pedro en Pentecostés y de los discípulos que habían entrado al grupo durante la vida pública de Nuestro Señor, que "perseveraban en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones". Y leemos la misma clase de narración de la actividad del grupo original de discípulos que volvieron a Jerusalén inmediatamente después de la Ascensión.

Después de esto regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos que está cerca de Jerusalén, distante la caminata de un sábado. Y luego que entraron, subieron al cenáculo, donde tenían su morada: Pedro, Juan, Santiago y Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo, Simón el Zelote y Judas de Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en oración, con las mujeres, con María, la madre de Jesús, y con los hermanos de Éste[3].

Tanto el texto como el contexto de los Hechos nos aseguran que quienes hicieron caso al mandato de San Pedro en cuanto a salvarse a sí mismos de esta generación perversa entraron en la verdadera Iglesia de Dios, el reino de Dios sobre la tierra. Entraron en la Iglesia Católica.
Ahora bien, si las palabras de San Pedro pronunciadas en esta ocasión querían decir algo, significaban que aquellos a los cuales estaba hablando estaban en una situación que los conduciría a la ruina eterna si continuaban en ella. Se los describió como perteneciendo a una "generación perversa". Se les dijo que se salvaran saliendo de ella. La institución a la cual entrarían por el mismo hecho de dejar "esta generación perversa" no era otra más que la sociedad de los discípulos de Nuestro Señor, la Iglesia Católica.
La obvia consecuencia de las palabras de San Pedro es que la Iglesia, el reino de Dios, era la única institución o unidad social de salvación. No estar dentro de esta sociedad equivale a estar en la generación perversa dentro de la cual el hombre encuentra la ruina eterna y espiritual. Dejar la generación perversa implicaba entrar a la Iglesia.
En otras palabras, la clara enseñanza de esta sección de los Hechos de los Apóstoles es precisamente la misma dada por León XIII en los primeros pasajes de su encíclica Humanum genus. El punto central de esta enseñanza es que toda la raza humana está dividida entre el reino de Dios, la ecclesia, y el reino de Satán. Salvarse del reino de Satán implica entrar en el reino de Dios. En este contexto no es difícil ver cómo, por divina institución, la Iglesia Católica, el único reino sobrenatural de Dios sobre la tierra, sea presentado como un medio necesario para la obtención de la salvación eterna. Por institución de Dios el proceso de la salvación envuelve un paso del reino de Satán a la ecclesia.



[1] Mt. XVIII, 11. Ver también Lc. XIX, 10.

[2] Hechos II, 37-42.

[3] Hech. I, 12-14.