I
El Concepto de la Salvación
El concepto de la
salvación eterna aparece a través de todo el Nuevo Testamento. Es una de las nociones
fundamentales en la doctrina que Nuestro Señor predicó como mensaje divino que
había recibido de Su Padre. Se describió a Sí mismo como viniendo a salvar lo
que estaba perdido. "Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar lo
que estaba perdido"[1]. Cristo
es Nuestro Salvador. Su obra es preeminentemente la de nuestra salvación.
Ahora bien, el
término "salvar", empleado en la teología y en las traducciones españolas
del Nuevo Testamento como el equivalente del latín "salvare" y del
griego "sozein" designa el proceso por el cual una persona es
removida de una situación en la cual está destinada a la ruina o muerte y es
transferida a una en la cual puede vivir y prosperar. Básicamente, ese es
el significado expresado por la expresión "salvar a alguien", empleado
ordinariamente. Así, cuando hace algunos años leíamos frecuentemente en los
periódicos sobre las hazañas del entonces joven primer oficial del barco a
vapor America (luego llamado Comodoro Harry Manning) al salvar las vidas
de la tripulación de varios botes pesqueros que se habían inundado por tormentas
del Atlántico, todos entendimos que este hombre y los marineros a su cargo
sacaron las víctimas de los botes destrozados a los que estaban adheridos y los
llevaron a la seguridad del trasatlántico del que estaba a cargo.
Los hombres fueron
salvados en el sentido de que fueron llevados desde posiciones en las cuales
inevitablemente se hubieran ahogado muy pronto a la seguridad del
transbordador, y eventualmente a las costas de sus propios países. Nunca podría
decirse que los hombres que sean transferidos en el mar de una embarcación a
otra han sido "salvados".
La salvación de los
hombres, descrita en la revelación pública, es salvación en el sentido estricto
o propio del término. Es un proceso por el cual los hombres son removidos de
una condición o estado que supondría para ellos la muerte eterna si permanecieran
dentro de ella, a una condición en la cual pueden gozar de la vida y felicidad
eterna.
Es muy importante
entender que este proceso es muy complejo. El Terminus a quo, la
indeseable condición, de la cual son quitados los hombres en el proceso de
salvación es fundamentalmente el pecado, el estado de aversión del Dios
Todopoderoso. Se dice que el hombre está salvado, absoluta y simplemente,
cuando es sacado de la condición del pecado original o mortal y llevado al status
de la eterna y sobrenatural vida de la gracia. En última instancia, ese proceso
se adquiere y perfecciona cuando la persona salvada viene a poseer la vida de
la gracia en forma eterna e inamisible, en la gloria eterna de la Visión
Beatífica. De todas formas, hay una verdadera salvación cuando el hombre que
hasta entonces ha estado en estado de pecado original o mortal es llevado a la
vida de la gracia santificante, incluso en este mundo, cuando esa vida de la gracia
puede ser perdida por la propia culpa del hombre.
De todas formas,
existe definitivamente un aspecto social en el proceso de la salvación. En los
designios misericordiosos de la providencia de Dios, el hombre que es transferido
del estado de pecado original o mortal al estado de gracia es llevado de alguna
manera "dentro" de una unidad social, el reino sobrenatural del Dios
vivo. En el cielo esa comunidad es la Iglesia triunfante, la sociedad de los
elegidos que gozan de la Visión Beatífica. En la tierra es la Iglesia
militante. Bajo las condiciones de la dispensación nueva o cristiana, esa
comunidad es la sociedad religiosa organizada o visible que es la Iglesia
Católica, el Cuerpo Místico de Jesucristo sobre la tierra.
No debemos perder de
vista el hecho de que las personas en la condición de aversión de Dios, en el
estado de pecado original o mortal, pertenecen de alguna manera a un reino o ecclesia
bajo el mando de Satán, el espíritu que mueve entre los enemigos espirituales de Dios. De aquí que el
proceso de salvación implica necesariamente el traslado de un individuo desde
una unidad o comunión social a otra, desde el reino de Satán al reino verdadero
y sobrenatural del Dios vivo.
Los párrafos con los
que comienza León XIII su encíclica contra la Masonería, la carta Humanum
genus, habla sobre las relaciones entre estas dos comunidades con claridad
y precisión sin igual.
"El género
humano, después de apartarse miserablemente de Dios, creador y dador de los
bienes celestiales, "por envidia del demonio", quedó dividido en dos
campos contrarios, de los cuales el uno combate sin descanso por la verdad y la
virtud, y el otro lucha por todo cuanto es contrario a la virtud y a la verdad.
El primer campo es el reino de Dios en la tierra, es decir, la Iglesia
verdadera de Jesucristo. Los que quieren adherirse a ésta de corazón como
conviene para su salvación, necesitan entregarse al servicio de Dios y de su
unigénito Hijo con todo su entendimiento y toda su voluntad. El otro campo es
el reino de Satanás. Bajo su jurisdicción y poder se encuentran todos lo que, siguiendo
los funestos ejemplos de su caudillo y de nuestros primeros padres, se niegan a
obedecer a la ley divina y eterna y emprenden multitud de obras prescindiendo
de Dios o combatiendo contra Dios.
Con aguda visión ha
descrito Agustín estos dos reinos como dos ciudades de contrarias leyes y
deseos, y con sutil brevedad ha compendiado la causa eficiente de una y otra en
estas palabras: "Dos amores edificaron dos ciudades: el amor de sí
mismo hasta el desprecio de Dios edificó la ciudad terrena; el amor de Dios
hasta el desprecio de sí mismo, la ciudad celestial". Durante todos
los siglos han estado luchando entre sí con diversas armas y múltiples
tácticas, aunque no siempre con el mismo ímpetu y ardor".
Este aspecto
intrínsecamente social de la salvación es traída en la narración de los Hechos
de los Apóstoles, al final del sermón de San Pedro en el primer
Pentecostés y como resultado de ese sermón.
Al oír esto ellos se
compungieron de corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: “Varones,
hermanos, ¿qué es lo que hemos de hacer?” Les respondió Pedro: “Arrepentíos,
dijo, y bautizaos cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para remisión
de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Pues para vosotros
es la promesa, y para vuestros hijos y para todos los que están lejos, cuantos
llamare el Señor Dios nuestro.” Con otras muchas palabras dio testimonio y los
exhortaba diciendo: “Salvaos de esta generación perversa.” Aquellos, pues, que
aceptaron sus palabras, fueron bautizados y se agregaron en aquel día cerca de
tres mil almas. Ellos perseveraban en la doctrina de los apóstoles y en la
comunión, en la fracción del pan y en las oraciones[2].
Según la palabra de
Dios inspirada en los Hechos de los Apóstoles, San Pedro exhortó a los
hombres que lo escuchaban en el primer Pentecostés a "salvarse de esta generación
perversa". Además, se nos dice que los que "recibieron su
palabra" recibieron el sacramento del bautismo, y que fueron "agregados"
al número de los discípulos de Cristo que habían estado con Pedro y los demás
Apóstoles antes del sermón. La sociedad de los discípulos de Jesucristo, la
organización que conocemos como la Iglesia Católica, continuó, con ésta gran
cantidad de miembros nuevos, a hacer exactamente lo que ha estado haciendo
desde el día de la ascensión de Nuestro Señor a los cielos.
Leemos que el grupo,
compuesto como estaba de estos nuevos convertidos que habían entrado en la
Iglesia como resultado del sermón de San Pedro en Pentecostés y de los
discípulos que habían entrado al grupo durante la vida pública de Nuestro Señor,
que "perseveraban en la doctrina de los apóstoles y en la comunión, en
la fracción del pan y en las oraciones". Y leemos la misma clase de
narración de la actividad del grupo original de discípulos que volvieron a
Jerusalén inmediatamente después de la Ascensión.
Después de esto
regresaron a Jerusalén desde el monte llamado de los Olivos que está cerca de
Jerusalén, distante la caminata de un sábado. Y luego que entraron, subieron al
cenáculo, donde tenían su morada: Pedro, Juan, Santiago y Andrés, Felipe y
Tomás, Bartolomé y Mateo, Santiago de Alfeo, Simón el Zelote y Judas de
Santiago. Todos ellos perseveraban unánimes en oración, con las mujeres, con
María, la madre de Jesús, y con los hermanos de Éste[3].
Tanto el texto como
el contexto de los Hechos nos aseguran que quienes hicieron caso al mandato de San
Pedro en cuanto a salvarse a sí mismos de esta generación perversa entraron
en la verdadera Iglesia de Dios, el reino de Dios sobre la tierra. Entraron en
la Iglesia Católica.
Ahora bien, si las
palabras de San Pedro pronunciadas en esta ocasión querían decir algo,
significaban que aquellos a los cuales estaba hablando estaban en una
situación que los conduciría a la ruina eterna si continuaban en ella. Se los
describió como perteneciendo a una "generación perversa". Se les dijo
que se salvaran saliendo de ella. La institución a la cual entrarían por el
mismo hecho de dejar "esta generación perversa" no era otra más que
la sociedad de los discípulos de Nuestro Señor, la Iglesia Católica.
La obvia
consecuencia de las palabras de San Pedro es que la Iglesia, el reino de Dios,
era la única institución o unidad social de salvación. No estar dentro de esta
sociedad equivale a estar en la generación perversa dentro de la cual el hombre
encuentra la ruina eterna y espiritual. Dejar la generación perversa implicaba
entrar a la Iglesia.
En otras palabras,
la clara enseñanza de esta sección de los Hechos de los Apóstoles es
precisamente la misma dada por León XIII en los primeros pasajes de su
encíclica Humanum genus. El punto central de esta enseñanza es que
toda la raza humana está dividida entre el reino de Dios, la ecclesia, y
el reino de Satán. Salvarse del reino de Satán implica entrar en el reino de
Dios. En este contexto no es difícil ver cómo, por divina institución, la
Iglesia Católica, el único reino sobrenatural de Dios sobre la tierra, sea
presentado como un medio necesario para la obtención de la salvación eterna.
Por institución de Dios el proceso de la salvación envuelve un paso del reino
de Satán a la ecclesia.