Régimen feudal (siglos XII-XIII).
Después
del año 1000 la Iglesia, después de pasar en la pureza su disciplina y en el
fervor de los primeros cristianos a través de la antigua sociedad romana, y después
de acoger en la época siguiente a la sociedad bárbara y convertirse, con sus
beneficios, en su educadora, se halla en contacto con la sociedad feudal.
Entonces
aparece con todo su
esplendor la gran noción de cristiandad.
La Iglesia dirige, por sus cumbres, a aquel inmenso cuerpo social compuesto
de las naciones y de los reinos de Europa.
Pero al mismo tiempo todas las partes del cuerpo feudal se encuentran
con la jerarquía eclesiástica. Ésta, mediante la propiedad de la tierra, penetra
en este cuerpo, al mismo tiempo que el orden de las relaciones creadas por el
feudalismo la penetra a su vez.
Esta compenetración de lo espiritual y de lo temporal, de una y otra sociedad, tiene ventajas que no se
pueden negar. La religión eleva y santifica
más y más todas las instituciones políticas del Estado, de la provincia y de la
sociedad civil. Interviene en el contrato feudal, pone freno a los excesos de
la fuerza; hace que en todas partes predomine la idea moral del derecho — hasta
por encima del derecho mismo — las ideas de misericordia y de humanidad.
Ella
consagra a los reyes y les recuerda que son los protectores de los débiles;
interviene en todos los juramentos; arma a todos los caballeros. El poder
terreno recibe de ella en todas partes una regla que modera sus excesos, al
mismo tiempo que un brillo superior y divino, que le garantiza el respeto más
que la fuerza y las armas materiales.
Pero tal estado de cosas tiene también sus peligros: si la jerarquía de
los poderes temporales se ennoblece al contacto con la Iglesia, la Iglesia
puede sufrir rebajamientos debido a este mismo contacto, y si se hacen
demasiado estrechos los vínculos que la ligan a toda la institución feudal, puede
participar hasta cierto punto de la caducidad misma de esta institución que, como
todas las cosas humanas, ha de conocer, en su día, decadencia y ruinas.
En el siglo XI, al comienzo de aquel periodo glorioso que fue la
verdadera edad media, no sufrió alteración la forma de las Iglesias; y en la
gran renovación de las costumbres y de la vida cristiana, a que dio impulso la
Iglesia romana, renovada a su vez por san León IX (1048-1054) y san Gregorio VII
(1073-1085), nos aparecen las Iglesias, como en sus primeros días, fuertemente
constituidas en la unión de los fieles con su clero y en el poder de una activa
vida religiosa que estrecha todos sus vínculos.
Las
asambleas eclesiásticas ofrecen entonces el más espléndido espectáculo de esa
vida de las Iglesias particulares.
Las inmensas catedrales no pueden contener a las multitudes en los días
solemnes. El obispo preside; todo el clero está presente; los príncipes aparecen
a la cabeza del pueblo. Por lo demás, todo aquel pueblo toma parte en la acción,
eleva su gran voz en la sagrada liturgia;
sabe por qué está allí; comprende el sentido de aquellas asambleas.
Cuando
vuelve a sus hogares hace que penetre en ellos la vida misma de la Iglesia; a
lo largo de sus jornadas laboriosas, percibe el movimiento de tal vida. Las
campanas que resuenan le anuncian las horas de la oración canónica; sabe que
ésta se hace por él; escucha, por decirlo así, y siente las pulsaciones vitales
del cuerpo del que es miembro, de la Iglesia a la que pertenece.
En
el fondo de los campos, los caballeros y los labradores se congregan también en
torno al altar y bajo la bendición sacerdotal. Los deberes del señor y las
libertades de sus vasallos son consagrados por la religión. La Iglesia se
yergue junto al castillo, protegida por sus altas torres y cubriendo a su vez
con su protección, más poderosa que las fuerzas de la tierra, las chozas que la
rodean.
Hasta
en el fondo de los valles se levantan humildes y graciosos oratorios dependientes
de alguna abadía, donde se reúnen los pastores bajo la bendición de un monje.
A
todos los niveles de la escala social hay una misma vida religiosa: los reyes
tienen su breviario y por la noche se unen al coro de los clérigos, y las
corporaciones obreras no conocen vínculo más fuerte ni más suave que las
sagradas solemnidades de las oraciones eclesiásticas.
No obstante, en aquella época se iban produciendo insensiblemente ciertos
cambios en la disciplina de las Iglesias particulares.
Con
la venia del lector nos detendremos a exponerlos algo por extenso por razón de
las considerables secuelas que aquellos movimientos del derecho tuvieron en las
edades subsiguientes.
En primer lugar, cada día se iban haciendo más marcadas la repartición y
la distinción de las atribuciones y de las funciones entre los clérigos del
mismo orden. La unidad del presbiterio perdía algo de su antiguo esplendor.
Los títulos de las ciudades tendían a aflojar los vínculos antiguos de
aquella unidad y, si bien el uso de las estaciones conservaba todavía su
recuerdo, con todo iban convirtiéndose en parroquias asimiladas exteriormente,
en la independencia de su vida, a las otras Iglesias de la diócesis.
La Iglesia catedral recogía cada vez más exclusivamente en su seno todos
los derechos del antiguo presbiterio, y aquellos derechos se concentraban en
sus clérigos principales, con exclusión del resto de su clero, como también se
reservaba algunos el nombre de canónigos, en otro tiempo común a todos[1].
En
Roma, sin embargo, el tipo primitivo y sagrado de la unidad de la Iglesia
particular se mostraba a los ojos de todos en la constitución misma de su
senado formado por los clérigos cardenales de cada uno de los antiguos títulos;
y la preeminencia de la Iglesia catedral de Letrán, en el seno de aquel colegio,
sólo se indicaba por la representación más augusta que en él tenía por medio de
los siete obispos cardenales, sus sacerdotes hebdomadarios.
Esto
no quiere decir que en cierto momento de aquella disciplina — que se iba formando cada día con
fluctuaciones diversas y que no había alcanzado todavía un estado fijo — el
derecho de primer sufragio en la elección del Soberano Pontífice, atribuido a
aquellos siete obispos cardenales[2],
no pareciera, en el seno de la misma Iglesia romana, dar cierta preferencia a
la Iglesia catedral y establecer su prerrogativa.
Pero
al mismo tiempo se veía en otras Iglesias cómo los sacerdotes titulares, asociados
a los principales canónigos de la Iglesia catedral, recordaban en humildes
proporciones, con su presencia en su senado, las sagradas costumbres de la
Iglesia romana, madre y maestra de las otras.
Citemos
el ejemplo de la Iglesia de Besanzón, visitada por san León IX (1048-1054), patria
del papa Calixto II (1119-1124), y en estrecha relación con los Pontífices
Romanos reformadores de aquella gran época[3].En aquella Iglesia se unían a
los canónigos de la doble catedral los cabezas de los colegios eclesiásticos y
monásticos de la ciudad y los párrocos de las parroquias urbanas. Representaban
evidentemente, dentro del senado de la Iglesia, a los siete presbíteros
cardenales.
Estas
costumbres se mantuvieron hasta los tiempos modernos, y como se había perdido
su sentido, se daba a aquellos antiguos cardenales la calidad de canónigos
natos de la catedral, a fin de explicar su puesto en su senado[4].
Si
podemos llevar más adelante esta comparación, se trataba, en esta Iglesia como
en la Iglesia romana, de la presencia en el senado eclesiástico — reducido a
sus miembros principales — de dos elementos: por una parte los principales
clérigos de la iglesia catedral, y por otra las cabezas de los títulos de la
ciudad; en Roma los siete cardenales obispos, primeros sacerdotes de la catedral,
luego los cardenales presbíteros y diáconos, cabezas de los títulos urbanos; en
Besanzón los canónigos o primeros clérigos de las dos catedrales unidas, luego
los seis o siete titulares de las Iglesias de la ciudad. En el fondo, los
elementos que componen el senado eclesiástico siguen siendo los mismos, aunque
se ha invertido la proporción entre ellos. En la Iglesia romana, los representantes
de los títulos de la ciudad forman la inmensa mayoría del colegio; en la de
Besanzón, a la que hemos presentado como ejemplo, esta mayoría pertenece a los
miembros del capítulo de la catedral y los titulares no aparecen sino en muy pequeño
número.
Es
probable que en otras Iglesias se pudieran hallar también, en el origen del derecho
moderno de los capítulos, vestigios de un estado análogo de cosas y restos de
la representación de los títulos urbanos. Y se comprende sin dificultad cómo,
poco a poco, la parte numéricamente más considerable absorbería a la parte
menor, por lo cual en Roma parece haberse concentrado el presbiterio en los titulares
de las Iglesias urbanas, mientras que en otros lugares está representado por
los principales clérigos de la Iglesia catedral.
Hacemos
de paso esta observación, que nos parece explicar cómo, arrancando de un mismo
punto de partida, la disciplina que reservó, paulatinamente, toda la autoridad
del presbiterio a sus miembros principales, adoptó insensiblemente una forma diferente
en Roma y en las otras Iglesias.
El
lector se hará cargo sin dificultad de que esta diferencia, producida por el
movimiento insensible de las instituciones, es puramente accidental y no toca
al fondo de las cosas.
Pero no solamente los colegios eclesiásticos se concentran en sus miembros
principales y les reservan toda la acción; en el seno mismo de los colegios,
así reducidos, se hace cada vez más estrecha y restringida la repartición de
las funciones.
Fue en esta época cuando adquirieron toda su consistencia los diferentes
oficios, de los cuales unos respectan al servicio del pueblo fiel y a la cura
de almas, otros a la administración general de la diócesis mediante delegaciones
especiales, tales como el archidiaconado; otros, finalmente, a la disciplina
interior del colegio canonical o a los servicios litúrgicos. Es la época en que
se determinan en cada Iglesia y cobran forma de oficios perpetuos los cargos de
prebostes, de camareros, de chantres, de enfermeros, de maestrescuelas, etc.
Las más de las veces la costumbre determinó las atribuciones y trazó las
demarcaciones. La costumbre dio estabilidad y, como se dice hoy, inamovilidad a
lo que muy a menudo no era en los orígenes sino mera comisión del superior.
Aquí sobre todo descubrimos la influencia de las costumbres feudales.
En efecto, con sólo manejar los textos de aquella época se puede ver por
una parte el gran papel que desempeñaba la costumbre en el funcionamiento de
todas las instituciones, y por otra la prontitud y facilidad con que se
formaba.
Vamos a ceñirnos a un ejemplo. Quizá pudiera sorprendernos ver cómo el
sufragio de todos los miembros del clero se reduce en algunos años, sin suscitar
reclamaciones, al sufragio de un pequeño número de sus miembros.
Pero en la misma época vemos cómo en el orden político el sufragio de
las grandes asambleas germánicas se reserva sin contestación y por la fuerza
insensible de la costumbre, primero a los príncipes, luego, entre éstos, a los
siete electores. Fácilmente hallaríamos hechos análogos en la Francia feudal.
Había
sin duda algo singularmente liberal y pacífico en aquella corriente de las costumbres
y de las instituciones y en aquel derecho que se iba formando sin intervención
expresa del soberano por el mero ascendiente de las prácticas admitidas en el
cuerpo social y con el concurso de todos.
Pero hay también que reconocer que en aquella fuerza de la costumbre que
se ejercía en el seno mismo de la sociedad espiritual había un peligro para la
unidad y la integridad de la disciplina eclesiástica. Demasiadas ocasiones de
observarlo se nos ofrecerán en los siglos venideros.
[1] Fue en esta época cuando el nombre de canónigos,
antiguamente común a todos los clérigos, comenzó a convertirse en título
honorífico en el clero.
[4] Los abades de los
monasterios de la ciudad y la cabeza de una colegiata eran canónigos natos; los
títulos de párrocos estaban unidos al capítulo, y después de haber pertenecido
por tal título a dos canónigos, quedaron bajo el patrocinio del capítulo. Cf. Dunond, Histoire de l'Église de Besançon, t. 2, p.
127.135 ss.