miércoles, 17 de julio de 2013

Las Lágrimas en la Escritura, por E. Hello. VI

Ana y Helí
VI

LAS LAGRIMAS DE ANA Y DE SAMUEL

Vino Ana con un corazón lleno de amargura
y oró al Señor derramando copiosas lágrimas.
(Reyes, lib. I, cap. I, vers. 10).

El nombre de Ana tiene algo misterioso. Las mujeres estériles, que desean la fecundidad, y que han de ser oídas después de una larga espera, parecen a veces pre-destinadas a este nombre, o, si preferís, este nombre parece estarles predestinado. La palabra gracia y la palabra oración parecen encontrarse contenidas en el nombre de Ana.
Ana, madre de Samuel, Ana, madre de María, han esperado largo tiempo.
San Nicolás, el gran arzobispo cuyo nombre se hizo popular, San Nicolás, fué largo tiempo esperado por sus padres. Su nacimiento se había vuelto inverosímil, cuando fué al fin obtenido, y fué obtenido por una madre, largo tiempo estéril, que se llamaba Ana.
Ana, madre de Samuel, es una de aquellas cuyas lágrimas han sido consagradas por la Escritura. La Escritura no habla al azar. Sus silencios y sus palabras tienen intenciones que no debemos descuidar. Sus silencios y sus palabras son enseñanzas. Cuando dice una cosa, cuando calla otra, se oculta allí una razón profunda.
Las lágrimas de Ana se encuentran en el número de las lágrimas relatadas.
Y he aquí que viéndola llorar y orar en silencio, pues sus labios se movían, aunque su voz no se oía, el gran sacerdote creyó que había bebido vino en demasía.
Error extraño y que debía hacerse histórico. Error profundo en todo el sentido de la palabra: error instructivo cuyo recuerdo consignado en los labios santos, nos deja una singular enseñanza.
Helí, el gran sacerdote, observaba el movimiento de la boca.
Y la juzgó ebria.

¡Cuánta embriaguez en la Escritura! Sería necesario decirlo todo en una sola palabra. Sería necesario reunir la risa, el sueño, la embriaguez, las lágrimas. Y aun cuando se hubiera dicho todo, nada se habría dicho aún.
¿Qué es todo comparado con lo que el alma desea?
¿Qué es todo al lado de Aquel, que es el amor del deseo?
Esta oración de Ana impresiona profundamente. Este Helí que se engaña sobre el origen de la embriaguez, nos sume en singulares asombros.
La juzgó ebria.
"No juzguéis", dice el Evangelio.
Y agregó el gran sacerdote:

— ¿Hasta cuando estarás ebria? Deja descansar un poco el vino de que estás llena.

La Escritura se atreve a todo. Ha querido hacernos conocer estas palabras.
Pero Ana respondió:

— No, Señor; soy una desdichada, no he bebido vino ni ningún licor embriagador. Pero he derramado mi alma en presencia del Señor. No me toméis por una de las hijas de Belial; hablo en la inmensidad de mi pena y mi dolor.

Entonces Helí continuó:

— Vete en paz. Y que el Dios de Israel te otorgue lo que le has pedido.

Helí comprende su error. Habiendo tomado la oración por embriaguez, siente la necesidad de reparar su error, asociándose a la oración que no supo reconocer.

— Que tu sierva halle gracia en tus ojos — dice Ana.

No se irrita; no se agría. Restablece la verdad, pero sin amargura. No hace reproches. Agrega una oración a sus oraciones. Desea hallar gracia en aquel que desconoció la gracia que la inundaba.
Su oración tiene en ella una sustancia de humildad que confunde a la vez el error del orgullo y el orgullo del error.
Ana estaba demasiado profundamente sumida, absorbida en la oración, para irritarse vulgarmente contra aquel que tomaba esta oración por embriaguez.
Si hubiera sido menos completo el error de Helí, hubiera podido provocar la cólera de Ana; pero el grado de su equivocación era tal, que provocó en ella una nueva oración dirigida a él mismo.
Si Ana hubiera estado más cerca de la embriaguez humana, habría estado más cerca de la acritud; pero en la profundidad de su recogimiento encontró una palabra dulce.
Sus lágrimas la habían defendido contra el desconocimiento singular de que iba a ser objeto.
Samuel nació...
Y en el cántico de su alegría, Ana dirá lo que se dice al cantar. Celebrará las vicisitudes, los cambios, las sublimidades y las humillaciones.
El arco de los fuertes fué vencido y los débiles fueron rodeados de fuerza.
Los ancianos saciados se regocijaron por la abundancia de pan. Y los hambrientos fueron saciados.
Es el Señor quien da la muerte y la vida.
El Señor es quien hace al pobre, y hace al rico; quien humilla y quien eleva, etc., etc.

Se diría el eco de Job y el preludio del Magnificat.