Prefacio a el Libro de Rut, del P. Tardif de Moidrey
Nota del Blog: Presentamos el Prefacio del libro del P. Tardif de Moidrey, cuya reseña puede leerse AQUÍ.
PREFACIO
La excelencia de la Sagrada
Escritura está más allá de toda alabanza; en ella el Espíritu Santo ha
depositado tesoros, y su estudio sigue siendo para las almas una fuente siempre
abundante de santificación.
Sin embargo, es erróneo, y
la experiencia ha demostrado la validez de esta observación, haber
pretendido que la Sagrada Escritura sea puesta en todas las manos y entregada
indistintamente a todos los espíritus. Del hecho de que contenga la palabra de
Dios, se concluye que nadie debe ser privado o privarse de la gracia vinculada
a esta palabra. Se olvida así que, para que una gracia externa sea recibida con
fruto, debe encontrar una disposición en el corazón, que no existirá sin una
cierta preparación del espíritu.
Ahora bien, es la palabra
apostólica, siempre viva en los labios de la Iglesia, la que determina la fe,
sin la cual, en el curso de su viaje aquí abajo, el lector de los Libros
Sagrados, por más que se esfuerce, no puede encontrar la luz. Así,
este hombre venido de tierras lejanas, encargado de tesoros reales que no le
pertenecen, llevado en rápido movimiento por caminos desiertos, sosteniendo en
sus manos y ofreciendo en vano a sus ojos el Libro divino que no entiende,
aunque baje de Jerusalén, el siervo de la Reina de Etiopía confiesa su
impotencia al hombre apostólico con estas palabras tan sencillas y verdaderas: ¿Cómo
voy a tener entendimiento si nadie me lo da? (Hech. VIII, 31).
Así, tomando prestada una
comparación de San Agustín, al igual que las Sagradas Escrituras contienen
la palabra de Dios bajo la corteza de la letra, los Sacramentos contienen la
virtud de Cristo bajo los signos sensibles, y la Sagrada Eucaristía, a Cristo
mismo, bajo las especies sacramentales. Esta virtud en unos, esta presencia
real en el otro, son siempre útiles, consideradas en sí mismas, a veces incluso
indispensables para la vida de la gracia. ¿Es esta una razón para darlos sin
discernimiento y recibirlos sin preparación?
Ahora bien, el Apóstol nos
dice (II Tim. III, 6) que toda Escritura, divinamente inspirada, es en sí misma
útil para la salvación; y en esta palabra hay una verdad grande y viva. En
efecto, cuando un alma está dispuesta por la integridad de la fe y el
conocimiento suficiente unido al espíritu de sumisión, cuidando de no ir nunca
en contra de la tradición interpretativa, encontrará en la palabra del
Espíritu, luz y consuelo, un alimento maravilloso. Pero el Apóstol no dice que
la Escritura sea siempre útil, en cualquier caso y sea cual sea el uso que se
haga de ella. Menos aún, dice o insinúa que sea necesaria. Por el contrario, el
Príncipe de los Apóstoles advierte (II Ped. III, 15) a los cristianos que
algunos libros son difíciles de entender, y que algunos fieles, al
interpretarlos por su cuenta, convierten esta lectura en su propia destrucción.
Y, sin embargo, los escritores sagrados del Nuevo Testamento aún vivían en esa
época, y debido al conocimiento de las lenguas y costumbres bíblicas, la
interpretación era relativamente fácil.
Es de lamentar que el texto sagrado no esté en manos de un mayor número de personas; pero sobre todo es de lamentar que un mayor número no esté dispuesto a leerlo con provecho, o incluso sin peligro. Y este mal se debe a varias causas, siguiendo ese movimiento general que aleja a las almas de las cosas divinas, y quizá sobre todo a la ignorancia de esta admirable historia sagrada, de la que, con demasiada frecuencia, y por un inconcebible prejuicio de la educación, el conocimiento no pasa de una cierta noción confusa, tal como la primera infancia es capaz de concebirla. Difícilmente se puede entender el Evangelio sin comprender el Testamento de las Figuras (I Cor. VI, 11); ¡y cómo se puede tener una comprensión de las Figuras si ni siquiera se conocen los hechos y personajes a los que va unido el carácter figurado!
De hecho, y debido al estado
de los espíritus, el texto sagrado no es apto para todos. Pero la Historia
Sagrada pertenece a todos, pues la Historia Sagrada no es otra cosa que el
sentido literal de la parte histórica, un sentido hecho accesible a todos los
espíritus. Qué tesoro sería para los fieles si, una vez establecido y
conocido el significado literal, la secuencia verdaderamente admirable de las
Figuras del Antiguo Testamento y los Símbolos del Nuevo Testamento se
desarrollara en una serie de tratados separados, ahora llamados Monografías;
¡haciendo ver y tocar cómo Nuestro Señor Jesucristo, su Santísima Madre, su
Iglesia, su Gracia, los destinos del alma cristiana, son anunciados en el
Antiguo Testamento, simbolizados en el Nuevo, manifestados en ambos por la
existencia y acciones de figuras tan incomparables como los Patriarcas, las
Mujeres bíblicas, algunos de los Jueces y Reyes, los Profetas, el Esposo de
María, el Precursor de Jesús, los Santos Apóstoles, las Santas Mujeres y los
Discípulos Evangélicos![1]
¿No sería un hermoso trabajo
exponer de este modo la vida de estos personajes y la secuencia de estos
acontecimientos, según las diversas riquezas de los sentidos místicos, y del
propio sentido acomodaticio, del que los santos Padres en sus escritos y la
Iglesia en su liturgia han extraído tan admirables enseñanzas? Y esta obra
podría elevarse a su complemento final, si tratáramos de manera similar la
historia de la Iglesia en la secuencia de sus acontecimientos y la vida de sus
Santos, donde se ponen de manifiesto los diversos dones del mismo Espíritu
divino (I Cor. XII, 11), Espíritu que vive y actúa en la Iglesia no sólo en los
días de su nacimiento, sino hasta la consumación de los siglos (Mt. XXVIII,
20).
Con desconfianza en el
resultado imperfecto de nuestros esfuerzos, pero con confianza en el
pensamiento que los ha inspirado, sometiéndolo al juicio infalible de la
Iglesia Romana, ofrecemos este Ensayo a las piadosas meditaciones de
nuestros lectores.
Quiera Dios que la obra
intentada por nosotros sea retomada por otro, si es necesario, y llevada a
mejor término, y sobre todo que, en un marco más amplio, la doctrina de los
Padres sea más especialmente puesta de manifiesto. Por último, ¡que la Misericordia
divina conceda, en nuestros días de prueba, que algunas de esas almas tan
necesitadas de conocer a Dios, de volver a Él o incluso de vincularse
plenamente a Él, comprendan el misterio de la Moabita y pongan en práctica las
enseñanzas contenidas en este libro, tan conmovedor y tan perfectamente marcado
con el sello divino en su profundidad y sencillez!
Madre de Jesús, oh Tú que, por un acto de tu libre voluntad, nos diste mucho más que la palabra escrita, al revestir de carne al Verbo Viviente; Madre del pueblo cristiano, bendice la persona y las obras de los que se esfuerzan por dar a conocer, amar y servir a Aquel que diste al mundo como Primogénito de muchos hermanos (Rom. VIII, 29).