EL R. P. TARDIF DE MOIDREY
Nota del Blog: Presentamos un bosquejo de la biografía del P. Tardif de Moidrey, gran amigo de Léon Bloy y autor de un comentario al Libro de Rut, cuya reseña puede leerse AQUÍ.
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El P. Tardif de
Moidrey nació en Metz en 1828. Tuvo un brillante comienzo en la magistratura,
luego ingresó en el seminario francés de Roma en 1855, a la edad de 27
años. Fue ordenado subdiácono y quiso ingresar en la orden de los capuchinos,
pero su mala salud parecía ser un obstáculo para este proyecto, por lo que
decidió probar la vida comunitaria. Como era miembro de la Tercera Orden de San
Francisco, vino a vivir a Lyon, en la calle de los Brotteaux, y probó sus
fuerzas físicas en esta nueva forma de vida. Se empleó inmediatamente en la
predicación, y dejó en claro desde el principio lo que iba a ser un día; dio unas
conferencias de Cuaresma en San Esteban.
Pero su salud no
pudo soportar una vida y trabajo duros; tuvo que volver con su familia. Durante
ocho años, una neuralgia continua en la cabeza le incapacitó para un trabajo
regular y sostenido; vivió en el campo, pidiendo a la vida que allí se vive que
le devolviera las fuerzas, aprovechando todas las oportunidades para emplearse,
utilizando todo el tiempo libre que su sufrimiento le dejaba a fin de leer,
trabajar y, sobre todo, meditar.
El
P. de Moidrey era una mente eminentemente meditativa. Bajo su exterior alegre y
afable, escondía una vasta inteligencia,
siempre elaborando alguna gran cuestión de filosofía o teología.
Fue
durante estos ocho años cuando excavó en Santo Tomás y en las Escrituras hasta
el punto de sondear sus profundidades más que ningún otro en nuestro tiempo.
Dotado de una memoria prodigiosa, había podido, en su juventud, y antes de
tomar las órdenes sagradas, estudiar historia y hebreo. Se dedicó a un trabajo
comparativo sobre etimologías, desde el punto de vista de la unidad de la
lengua. Esta obra nunca vio la luz.
A diferencia de
muchos hombres de hoy en día, que hablan o escriben antes de haber estudiado,
el buen Dios le había proporcionado un descanso forzoso y, si se me permite
decirlo, esa ociosidad estudiosa, necesaria al pensador, antes de darle fuerzas
suficientes para compartir sus tesoros con los fieles.
En
1865, dio, en Metz, conferencias para hombres según el método de Santo Tomás. Estas conferencias, admiradas y degustadas como obras maestras por
hombres serios, no eran del gusto de aquellos cuyo paladar sólo puede apreciar
la comida diluida. Este discurso firme e impecablemente elegante, con su pasión
enardecedora, sólo podía ser seguido por mentes vigorosas; los demás, a pesar
de su claridad, lo encontraban demasiado substancial para entenderlo; los
hombres con precauciones y compromisos oratorios lo juzgaban demasiado desprovisto
de pequeños medios.
Con los pequeños y los humildes, en las cárceles, con los soldados, en las iglesias de los pueblos, donde al P. de Moidrey le gustaba enseñar más que en ningún otro sitio, se hizo más práctico, más fértil en las explicaciones, sin por ello sacrificar nunca los pensamientos elevados y las bellas imágenes que el pueblo comprende y ama más de lo que se cree. El corazón del apóstol detuvo un poco el vuelo del águila, pero, sin embargo, el águila siempre se elevó, llevando en su vuelo los pensamientos de aquellos pequeños y humildes a los que el divino Maestro tanto amaba.
Pero se acercaba el
momento en que los grilletes puestos al celo del P. de Moidrey iban a
desaparecer; rogaba a Dios ardientemente obtener un poco de salud y, como él
decía, para hacer algo. El sitio de Metz en 1870 le brindó la oportunidad.
Recuperadas las fuerzas, no dudó en encerrarse en aquella ciudad y comenzó un
ardiente ministerio que, en nueve años, habría de consumirle por completo y llevarle,
más tarde, al pie de la Montaña Santa, para caer exhausto y entregar su hermosa
alma a Dios. Muchos fueron aquellos a los que confesó en Metz, en Saint-Avold,
en Forbach. Toda su alma apostólica se revelaba cuando se trataba de
absolver a un soldado que podía ser muerto al día siguiente. Un día se le vio
arrojarse de rodillas ante un soldado que no quería confesarse, porque había
cometido una falta que no podía confesar. El soldado no pudo resistir las
lágrimas y confesó su falta. Los que compartieron su trabajo revelaron
estos hechos. Hablaba en los campos, inflamaba los corazones y, por centenares,
hacía que sus penitentes hicieran cola en la mesa de la comunión para
escucharlos.
Después de la
guerra, pasó dos años como capellán en el Sagrado Corazón de Jette, cerca de
Bruselas, y luego otros dos años en Conflans.
Pero, en ese
momento, un viento soplaba en toda Francia, como un retorno a la Iglesia: las
grandes peregrinaciones estaban siendo revividas; todas estas eran
oportunidades admirables para el tipo de talento del P. de Moidrey. Sabemos con
qué brillantez las predicó en Lourdes, en La Salette y en otros lugares. Al
utilizar la palabra talento, estamos tergiversando nuestro pensamiento; el
sacerdote que acaba de morir nunca buscó tener talento y, sin embargo, en su
género, habló mejor que nadie. La palabra talento, en efecto, indica más a
menudo ese conjunto de cualidades artísticamente castigadas, hábilmente
dispuestas, apoyadas por la inflexión de la voz, por el gesto, gracias a las
cuales se logra obtener éxito, ese señuelo irresistible de hoy en día. El P. de
Moidrey no hablaba con vistas al éxito; su elocuencia, y era grande, salía del
corazón; el tema le enardecía, siempre llegaba la palabra, luego la imagen
impactante, y la oratoria fluía amplia y profunda cuando el tema lo exigía.
Nunca escribía nada; sólo un ligero esquema había fijado el orden de las ideas
principales. Creemos que, en este siglo, nunca se ha hablado mejor de la
Santísima Virgen; era el tema favorito de este devoto hijo de María. Los
grandes acontecimientos de La Salette y Lourdes le proporcionaron durante años
una visión, y le abrieron horizontes de una profundidad asombrosa, y de una
belleza maravillosa; se podría escribir un libro, y un libro admirable,
recogiendo sus pensamientos sobre estas cuestiones; pero estas perlas, que
sembró con sus manos, no siempre fueron recogidas; la mayoría de ellas han
desaparecido, para ser encontradas sólo en su corona en la eternidad.
Era
el apóstol de la penitencia. La Salette y Jerusalén le parecían llamar a las
multitudes arrepentidas a arrodillarse para pedir perdón a las sociedades
modernas. Dos veces peregrinó a Tierra Santa con sentimientos de la más tierna
piedad; se afilió al clero de Jerusalén, siempre para organizar peregrinaciones
de verdaderos peregrinos, es decir, no de turistas. Obstáculos de diversa
índole, siempre imprevistos, hicieron fracasar todos sus esfuerzos, y no tuvo
el consuelo de ver realizado el sueño de toda su vida: la cruzada de oración
hacia el Oriente.
Este fracaso le
carcomía; se dirigía a todo el mundo en busca de ayuda y, como no dejaba de
buscar los roles discretos, lo único que deseaba era ver el trabajo hecho, pero
con otro nombre que no fuera el suyo.
La
indiferencia hacia La Salette, ese acto incomparable del amor de la Madre de
Dios por nuestra patria, le angustiaba; veía en ella la resistencia definitiva
a la gracia de un pueblo que quiere perecer.
Estos pensamientos,
la fatiga del apostolado, sus peregrinaciones, sus repetidas predicaciones,
varias veces en un mismo día, habían minado su salud. Sin embargo, todavía
quería volver a ver a su querida Nuestra Señora de La Salette y fue al
santuario a finales de agosto[1]. Allí contrajo una
enfermedad que le llevaría a la tumba; mientras bajaba de la montaña a la casa
de los Padres para ser tratado, habló de su deseo de morir en La Salette y
de ser enterrado allí. La Santísima Virgen le concedió su deseo, y fue el día
de Nuestra Señora de los Siete Dolores cuando entregó su alma.
El P. de Moidrey
era, en efecto, un hombre de dolor. Sin mencionar sus sufrimientos físicos, que
lo abrumaron en su juventud y lo siguieron siempre, estaba condenado a la
contradicción. Su gran valía, o, como se ha dicho, su genio teológico, sólo
fue comprendido por unos pocos; el resto lo encontró obscuro y poco práctico.
Sus profundas ideas fueron declaradas exageradas y rara vez aceptadas sin ser cuestionadas;
sabía lo que valía, y nunca fue tomado por lo que era; su modestia siempre le
hizo buscar papeles secundarios; su nacimiento, su fortuna, sus grandes
cualidades, pudieron hacerle buscar honores; siempre se le vio huir de quienes
podían disponer de ellos.
El
P. de Moidrey hizo un admirable comentario sobre el Libro de Rut, que no firmó sino con estas palabras: "Un sacerdote de la Tercera
Orden". Por falta de publicidad y de una hábil maquetación, el volumen
quedó en manos del librero; habría seguido tratando así sobre toda la
Sagrada Escritura, pero el fracaso del primer intento le desanimó. De qué
sirve escribir, decía, ¡la gente no me lee! Habría sido leído en
una época en la que los grandes estudios habrían sido menos descuidados. Pero,
¿qué leemos hoy, además de los periódicos? Sobre todo, ¿en qué trabajamos y qué
aprendemos?
Tal es el hombre
que la Iglesia acaba de perder; el lugar que ocupaba, la influencia suave y
firme que ejercía sobre muchos espíritus, es algo que sólo se revela más tarde;
sin duda se sabrá que en el primer rango de los defensores de la Iglesia hay un
lugar vacío, el de este firme partidario de las doctrinas romanas y un
piadosísimo servidor de María.
Pero
el P. de Moidrey no sólo era un erudito, un orador y un apóstol; era todo eso
porque, sobre todo, era un hombre de oración. Es cierto que fue a través de la
oración que había sondeado las Escrituras y había avanzado tanto en el
conocimiento de las cuestiones místicas.
El P. de Moidrey murió el 28 de septiembre de 1879, día de Nuestra Señora de los Siete Dolores, tras una dolorosa enfermedad que le dejó sólo una parte de su conciencia; la recuperó toda cuando se pronunció ante él el nombre de la Madre de Dios. De acuerdo con sus más queridos deseos, fue enterrado en la misma La Salette, cerca del púlpito que tantas veces inflamó con sus palabras.
(Extracto del periódico Le Pèlerin, 11 de octubre de 1879)