miércoles, 6 de abril de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, ¿No era preciso que Cristo sufriera? (IV de IV)

   c) Resurrección y Ascensión 

La Resurrección de Cristo había sido anunciada por figuras: Isaac, José, pero sobre todo Jonás. Todavía no hemos hablado del Profeta enviado a los ninivitas para invitarlos al arrepentimiento. ¿Puede haber alguna duda al respecto? Es el mismo Jesús el que responde a la generación “mala y adúltera” que quiere un signo, una señal, y 

“No le será dada otra que la del profeta Jonás. Pues, así como Jonás estuvo en el vientre del pez tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches” (Mt. XII, 39-40). 

El “signo de Jonás” se debe considerar atentamente. El milagro que concierne al profeta en fuga, lejos de Nínive, es extremadamente importante. No nos sorprendamos si la contradicción se levanta alrededor de él, pues “el signo de Jonás” es la llave que abre las vías de las glorias del Mesías, esas glorias que son tan mal comprendidas[1]. 

La resurrección es un paso, el paso de Cristo, de la muerte a la vida, de la humillación al poder y la gloria. Ahora bien, el “signo de Jonás” es como el puente entre los dos ríos que nos permite atravesar lo infranqueable, según el parecer humano: de pasar de la muerte de un Dios a la resurrección de un hombre, de la corona de espinas del crucificado a la corona de oro del Rey. 

David había predicho que el Ungido del Eterno no vería la corrupción en el sepulcro y ciertamente Cristo hablaba por él cuando se expresaba así: 

“Por eso se alegra mi corazón y se regocija mi alma,

y aun mi carne descansará segura;

pues Tú no dejarás a mi alma en el sepulcro,

ni permitirás que tu santo experimente corrupción.

Tú me harás conocer la senda de la vida,

la plenitud del gozo a la vista de tu rostro” (Sal. XV, 9-11). 

El día de Pentecostés, el Apóstol Pedro cita el Salmo de David para apoyar su testimonio sobre Jesús de Nazaret, a quien Dios resucitó librándolo de los lazos de la muerte y agrega: 

“David, que murió y fue sepultado, y su sepulcro se conserva en medio de nosotros hasta el día de hoy. Siendo profeta y sabiendo que Dios le había prometido con juramento que uno de sus descendientes se había de sentar sobre su trono, habló proféticamente de la resurrección de Cristo diciendo: que Él ni fue dejado en el infierno ni su carne vio corrupción. A este Jesús Dios le ha resucitado, de lo cual todos nosotros somos testigos. Elevado, pues, a la diestra de Dios [por la Ascensión], y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, Él ha derramado a Éste a quien vosotros estáis viendo y oyendo. Porque David no subió a los cielos; antes él mismo dice: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga Yo a tus enemigos por tarima de tus pies”. Por lo cual sepa toda la casa de Israel con certeza que Dios ha constituido Señor y Cristo a este mismo Jesús que vosotros clavasteis en la cruz” (Hech. II, 29-36). 

Y San Pablo, dirigiéndose a los judíos reunidos en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, les dice: 

“Nosotros os anunciamos la promesa dada a los padres, ésta es la que ha cumplido Dios con nosotros, los hijos de ellos, resucitando a Jesús... Y que lo resucitó de entre los muertos... esto lo anunció así: “No permitirás que tu Santo vea la corrupción”. Porque David... murió... y vio la corrupción. Aquel, empero, a quien Dios resucitó, no vio corrupción alguna” (Hech. XIII, 32-37). 

Para atestiguar la Resurrección y la Ascensión del Señor, los Apóstoles no podían agregar a su propio testimonio un mejor y más convincente argumento que las palabras de los Profetas, citando el “rollo del Libro” escrito por Jesucristo. Ése es el Libro que hemos desenrollado a fin de seguir su entrada en Jerusalén, su Pasión, su Resurrección y su Ascensión. 

Y he aquí que en el momento en que deja esta tierra, cuando los apóstoles y los discípulos tienen la mirada fija en el cielo, mientras se eleva sobre ellos en la nube, dos hombres vestidos de blanco se les aparecen diciendo: 

“Varones de Galilea, ¿por qué quedáis aquí mirando al cielo? Este Jesús que de en medio de vosotros ha sido recogido en el cielo, vendrá de la misma manera que lo habéis visto ir al cielo” (Hech. I, 10-11). 

¡Vendrá de la misma manera! ¡Qué sublime esperanza! Sabemos que volverá al mismo lugar en que subió: 

“Pondrá en aquel día sus pies sobre el monte de los Olivos” (Zac. XIV, 4). 

En el momento en que Jesús desaparece en la nube, recibimos la seguridad que la nube lo volverá a traer: 

“Ved, viene con las nubes” (Apoc. I, 7). 

¡Sí, vendrá de la misma manera! 

La Ascensión señala el fin del primer ciclo de la historia de nuestro mundo: espera del Mesías. 

El Retorno de Cristo señalará el fin del segundo ciclo: espera del Rey. 

Al morir, Cristo dijo: 

“Se ha cumplido”. 

Esta primera parte del rollo del Libro se ha cumplido punto por punto, letra por letra, podríamos decir. 

Ningún lector sincero puede negar, debido a los cotejos de las profecías que hemos presentado, que todas se dividen en dos partes; que Cristo, después de haber cumplido la primera parte, debe cumplir la segunda. 

Negarlo sería caer en el absurdo o en el rechazo sistemático de “creer todo lo que han dicho los profetas”. 

Si las profecías del Mesías sufriente se cumplieron plena y literalmente, ¿por qué las que ni siquiera han tenido un comienzo de realización no se cumplirán, a su vez, con la misma fidelidad? 

Cuando María llevaba a Jesús, sin verlo aún, creía en las palabras del ángel e Isabel le dijo: 

“Y bienaventurada la que creyó, porque tendrá cumplimiento lo que se le dijo de parte del Señor” (Lc. I, 45). 

Toda la grandeza de María reposa sobre un acto de fe en la Palabra de Dios. Todo se deriva de esta primera adhesión. 

¿Por qué no creer que “de la misma manera” se cumplirán un día “las cosas dichas” de parte del Señor, por medio de los Profetas y los Apóstoles, con respecto al Retorno y al Reino de Cristo? Le creemos con respecto a la Pasión, ¿por qué no le creeremos con respecto a su futura gloria? 

Bienaventurados, tres veces bienaventurados seremos si se abren nuestros ojos, si nuestros oídos oyen, si nuestro corazón arde y si en nuestro último día –sin haber visto incluso la gloria del Retorno de Cristo– podemos oír sobre nosotros lo mismo que Abraham: 

“Tú exultaste por ver mi día; lo has visto y te has llenado de gozo” (Jn. VIII, 56). 

Por la fe, Abraham había contemplado los tiempos mesiánicos, había creído en el misterio del Cristo total, del Mesías Servidor y Rey. Se nos pide la misma fe, pero somos tan débiles espiritualmente que permanecemos en los primeros miliarios, sobre el Camino... Algunos pueden ir hasta la gruta de Belén a contemplar al “pequeño Jesús”, otros marchan hasta la Cruz, contemplan “el varón de dolores”. Algunos se hacen un refugio en el costado abierto, “el Sagrado Corazón”; un número todavía más pequeño piensa en la Resurrección, en “el que Vive”, pero ¿cuántos hay que contemplan desde ahora los esplendores del “Rey de reyes”, del “Señor de señores”?


 [1] La vida del profeta Jonás es considerada como un apólogo por la mayoría de los exégetas.

Nota del Blog: Sobre el signo de Jonás ya habíamos hablado en otra oportunidad: AQUI y AQUI.