jueves, 14 de abril de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, Mas en cuanto al día aquel y a la hora... (I de III)

    14. Mas en cuanto al día aquel y a la hora... 

El martes que precedió a su muerte, sobre el monte de los Olivos, frente al Templo y la ciudad de Jerusalén, Jesús enseñó a sus Apóstoles. Parecía apremiado para decirles cosas importantes. Lo que no expresó entonces, lo reservó para una última conversación. Su partida tan próxima, seguida del descendimiento del Espíritu, pero también de su vuelta –Yo volveré–, fueron el objeto de la última intimidad a corazón abierto (Jn. XIV-XVII). 

 La seguridad de su retorno está sellada por la suprema promesa: “Volveré”. ¿Pero cuándo? 

Cuando los discípulos piensan que está cerca el momento en que los va a dejar, durante los cuarenta días que transcurren entre la Resurrección y la Ascensión, Jesús les habla “de las cosas del Reino de Dios” (Hech. I, 3). Y entonces preguntan: 

“Señor, ¿es éste el tiempo en que restableces el Reino para Israel?”. 

Jesús no dice que ese Reino no será establecido, sino solamente: 

“No os corresponde conocer tiempos y ocasiones que el Padre ha fijado con su propia autoridad. Recibiréis, sí, potestad, cuando venga sobre vosotros el Espíritu Santo; y seréis mis testigos” (Hech. I, 7-8). 

Lo que está ciertamente próximo es la venida del Espíritu. La del Reino de Dios podrá tardar. En el eterno presente del Padre, el momento está fijo, pero los Apóstoles lo ignoran. Sin embargo, en tiempo de los Hechos, resuena de nuevo el llamado a la penitencia, y los milagros, signos próximos de la proximidad del Reino, estallan, como al comienzo de la predicación de Jesús, pero la nación judía no cumple con la condición necesaria: el arrepentimiento; los corazones se endurecen, y Pablo deberá dirigirse a los gentiles. La Iglesia se forma y va a crecer “gloriosa, sin mancha, ni arruga” (Ef. V, 27) para su Señor [1]. 

Desde entonces, algunos comprenden que el Reino de Dios, para la “restauración de todas las cosas”, no ha venido, que la creación suspira y padece dolores de parto, sin ninguna liberación; que Satanás conserva el gobierno del mundo, que tiene una poderosa descendencia, y que las tinieblas, manifestación de su reino, cubren nuestra tierra que espera e invoca a su Salvador y Rey. ¡Pero cuántos más son los que creen, incluso hoy en día, que el Reino ha venido en la Iglesia y viven sin esperar nada más que un vago “juicio final”! 

Es cierto que esta espera prolongada, esta larga vigilia, ha desanimado a los mejores, y que la enseñanza de la teología oficial ha dejado en la sombra, como misteriosa y secundaria, la esperanza escatológica. 

Pero leamos el Evangelio, pues su actualidad es conmovedora. 

Sobre “los tiempos y momentos” no sabemos nada, pero el mandato de Cristo Jesús es siempre actual: “¡Vigilad!”. Es a esta orden que nos hemos unido con fuerza desde hace trece años. 

“Más en cuanto al día aquel y a la hora, nadie sabe, ni los ángeles del cielo, sino el Padre solo. 

Y como sucedió en tiempo de Noé, así será la Parusía del Hijo del Hombre. Porque, así como en el tiempo que precedió al diluvio, comían, bebían, tomaban en matrimonio y daban en matrimonio, hasta el día en que entró Noé en el arca, y no conocieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la Parusía del Hijo del Hombre. 

Entonces, estarán dos en el campo, el uno será tomado, y el otro dejado; dos estarán moliendo en el molino, la una será tomada y la otra dejada. 

Velad, pues, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Comprended bien esto, porque si hubiera sabido el amo de casa a qué hora de la noche el ladrón había de venir, hubiera velado ciertamente y no dejaría horadar su casa. 

Por eso, también vosotros estad prontos, porque a la hora que no pensáis, vendrá el Hijo del Hombre” (Mt. XIV, 36-44). 

El llamado a la vigilancia tendría que haber atravesado los siglos de la Iglesia, pero Jesús sabía que el adormecimiento vendría; que los cristianos, decepcionados por la larga espera del Maestro, al igual que los siervos negligentes, no esperarían más; que como las vírgenes, apremiadas al comienzo para ir al encuentro del Esposo y cansadas de esperar, se durmieron; que infieles, al igual que los administradores cargados de gobernar las ciudades en ausencia del Señor, se divertirían, olvidarían a su Rey. 

Bajo el aspecto del Maestro, del Esposo, del Rey, Cristo nos hizo conocer por anticipado el relajamiento de tantos cristianos indiferentes para con Aquel que vuelve. 

Pero al mismo tiempo ha recordado las diversas actitudes de sus hermanos de Israel que, en el curso de los siglos anteriores, habían demorado, por sus infidelidades, la venida del Mesías y habían rechazado sucesivamente a su Señor o a su Maestro a fin de volverse a los Baales, a su Esposo para cometer adulterio por medio de alianzas impías con las naciones paganas, y a su Rey, rechazándolo desde la época de Samuel, y colgándolo más tarde en la Cruz. Al ir aumentando cada vez más este triple rechazo, las tres parábolas de la demora son ciertamente para Israel. 

Cuando el pueblo infiel se convierta, deberá rehacer el camino en sentido inverso –esta vez por la vía recta–, y proclamar primero a su Rey de gloria después de haber ultrajado a su Rey “dulce y humilde de corazón”; amar con un corazón nuevo a su magnífico Esposo, después de haberlo repudiado para desposarse con las costumbres de las naciones (Jer. II-III; Ez. XVI); obedecer a su Maestro, adorar a su Señor, después de haber renegado de él para postrarse ante los ídolos mudos (Jer. II-III; Os. II, etc.[2]). 

Entonces Israel reconocerá a su Rey, a su Esposo y a su Maestro o Señor. El Hijo del hombre despreciado será por fin aclamado bajo todos estos títulos, admirables y familiares al mismo tiempo, hechos tan vivos gracias a las parábolas. 

Para nosotros, que somos los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, esas parábolas están cargadas de responsabilidad actual. Lo decimos: los cristianos ya no esperan, al igual que los siervos perezosos; duermen como las vírgenes fatuas y reniegan de su Rey como los administradores negligentes, bajo el falaz pretexto de que Jesús dijo: “Mi Reino no es de este mundo[3].


  [1] Cf. sobre estos temas tan importantes Israël et les Nations, pp. 133 a 178. 

[2] No podríamos recomendar demasiado la lectura de estos textos de Ezequiel, Jeremías y Oseas, que son una verdadera síntesis de todo lo que hemos dicho antes sobre Israel, en el Antiguo Testamento.

[3] ¿Es preciso decir, una vez más, que esta palabra no significa de manera alguna que Cristo no va a reinar sobre el mundo, sino que no es del mundo de donde recibirá su realeza? El Reino de los Cielos vendrá del cielo y no de este mundo.