lunes, 17 de agosto de 2020

Un reciente comentario al libro del Génesis, por Ramos García (V de XI)

   ¿A qué, pues, esa reluctancia a ver el misterio donde más claro parece, cual es en ciertos hechos de la vida patriarcal? Así, en la “extraña” lucha de Jacob con Dios o con el ángel a orillas del Jaboc (Gen. XXXII, 23 ss), descubre nuestro autor no sé qué reminiscencias mágicas y califica la narración de “muy arcaica”. 

“Estaríamos -dice- en presencia de un viejo tema de folklore, transformado y aplicado a Jacob. El misterioso luchador no es otro que el genio del vado del río”. 

E ilustra su descubrimiento con autoridades de Plutarco y Herodoto (pag. 347). El mismo desenfado muestra en la interpretación del nombre de Galaad (pág. 340) y de Fanuel (pag. 348), etc. 

El abstenerse de comer el tendón ciático de los animales tendría también un origen mágico, no siendo más que una especie de tabú, de que hay ejemplo parecido en ciertos pueblos indios de América (pág. 348). 

Callo otras aproximaciones por el estilo, que traídas con la mejor intención de ilustrar lo humano de nuestros libros santos, deslustran fácilmente lo divino. 

Creemos que daña tanto el registrar semejanzas y paralelismos, donde no los hay, o son del todo problemáticos, como el no reconocerlos donde los hay. Ciertas ilustraciones ofuscan tal vez más que aclaran, o no sirven para nada, como la luz artificial ante la luz solar del mediodía. En todo se precisa moderación, y más en la erudición profana a ilustración de la verdad divina. 

En todo caso, con la erudición profana se pudo conjugar la erudición sagrada, que aquí habría estado muy en su punto. Es que esa lucha misteriosa con el ángel y la subsiguiente cojera de Jacob ¿no merecían una alusión siquiera al simbolismo latente en esta escena, es a saber la lucha secular de Israel con su Dios y la claudicación histórica de la Sinagoga de que nos hablan los Profetas? (Sof. III, 19; Miq. IV, 6; cf. Is. XXXV, 5-6; XLII, 7-16 ss.). 

Como quiera que sea, el Señor con esos y otros hechos de la vida de Jacob, como antes con la de Isaac (Gen. XXII), de Abraham (Gen. XVI y XXI; cf. Gal. IV, 22 ss.); de Noé (Gen. VI, 14 ss.; VII, 7 ss.; cf. I Ped. III, 20 s.) y aun de Adam (Gen. II, 23 s.; cf. Ef. V, 31 s. etc.), dibujaba futuras realidades de un orden trascendente, en la salud messiana.

  

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 A propósito de la consulta de Rebeca a Yahvé (Gen. XXV, 22 s.), dícese que el autor J., a quien el texto se atribuye, supone que, en la época de los patriarcas, se consultaba al Señor como en su tiempo, esto es, por medio de un oráculo y el uso del efod, que el profeta Oseas (III, 4) habría de condenar (!!) como una superstición (página 297). Harto más aventurado nos parece nuestro autor, que no el sagrado, al juzgar de antiguas costumbres y maneras por lo que hoy se observa en los beduinos, cual si la inmovilidad del Oriente fuese un dogma histórico indiscutible. 

La verdad, no nos agrada ese prurito de modernizar antiguos episodios y costumbres. Si con ese procedimiento, nada raro en nuestro autor, la crítica pretende, como parece, poner reserva en la verdad de esos antiguos relatos, entra en una pendiente peligrosa. Sinceramente, una crítica así nos ofrece muy poca confianza. La reserva sobre la verdad de los relatos armoniza muy bien con las contradicciones que la crítica ve por doquier entre unos y otros documentos. Lo que ya no armoniza tan bien son las contradicciones y reservas con la inerrancia bíblica.

 Un caso más y termino este registro de incongruencias textuales. Según el autor, JE ignoraría los orígenes abrahámicos del santuario de Betel, pues atribuye sus orígenes a Jacob (pág. 316). Mas de que JE atribuya a Jacob la fundación de un adoratorio en Betel (Gen. XXVIII, 19-22), no se sigue en buena lógica que ignorase los orígenes abrahámicos del santuario de que antes habló J (Gen. XII, 8), pues ni J se distingue adecuadamente de JE, aunque se distinguiese se seguiría la supuesta ignorancia, pues no se dice ahí una palabra sobre el origen primero. Pudo ser abrahámico el origen primero del santuario, y luego en su mismo lugar, o no muy lejos, levantar Jacob su adoratorio.  

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 Pues ya ¿qué decir de las etimologías populares, invocadas por el autor sagrado como testimonio de los hechos que refiere? Para nuestro autor serían falsas las más de ellas, sin otra salvedad sobre su valor histórico.

 Como explicación del nombre de Melquisedec (“Tsédec es mi rey”), recuerda acertadamente que Tsédec es nombre de un dios entre los Fenicios y Sabeos. Podría haber añadido que el mismo Dios, bajo la forma de Súteq, era venerado por los Hyksos o reyes pastores, que invadieron el Egipto unos 150 años más tarde, lo cual no carece de interés, para rastrear la filiación religiosa y cultural de estos pueblos.

 No nos agrada, en cambio, la explicación que da al nombre de Jacob. Según él, la explicación corriente no es más que una etimología popular, y desde luego falsa, pues según el árabe, no significa “el que suplanta” sino “el (Dios) que protege” (pág. 298). Nos hace poca gracia el afán de explicar el hebreo por el árabe, y otras veces por el asirio, cuando el significado del hebreo es satisfactorio[1].

 Pero, aun dando de barato la falsedad filológica de la etimología, debió quedar en salvo su valor histórico, en el sentido que la etimología invocada, verdadera o falsa, se aduce como testimonio fehaciente del hecho a que se alude con ella. La verdad del hecho, en todo caso, es independiente de la verdad de la etimología, la cual, por otra parte, no siempre se invoca, aun cuando existe. Así en la lucha de Jacob con el ángel (Gen. XXXII, 24) apenas cabe dudar que la palabra yeabeq (“se peleaba”) es un eco del nombre del río Yabboq, y en cuyas márgenes tuvo lugar la lucha, aunque el autor sagrado narra esta vez el hecho sin notar la sugestiva coincidencia, que hubo de servir al pueblo de memorialín para recordar el hecho. 

Y aquí se nos pone de manifiesto uno de los recursos de que se valían los antiguos para archivar el pasado. Así, con tales artificios mnemotécnicos, conservaban en la memoria sus recuerdos, y así los repasaban después hasta ser consignados por escrito, consignando tal vez al mismo tiempo el memorialín, consistente en una etimología toponímica, que aun siendo falsa (v. gr. Babel), en nada perjudicaba a la verdad del hecho, en ella y por ella recordado.

 Nuestro autor no parece estar muy conforme con esta afirmación, conclusión legítima del principio de la inerrancia histórica de la Biblia. Aun admitiendo a veces el valor filológico de la etimología, parece negar su valor histórico, como si el hecho se hubiese inventado para dar razón de una toponimia, y no viceversa: la toponimia para memoria del hecho. Así, acerca de la expresión: “Por eso se llamó Sukkot aquel lugar” (Gen. XXXIII, 17), dice que “el relato quiere explicar el origen de un nombre vulgar” (pág. 351), dejándonos en la duda acerca de la historicidad del hecho relatado. Y nuestra duda es más que prudente, pues nunca parece tocarle al hecho bíblico el dar origen a tales tradiciones.

  

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 No queremos terminar este recuento de puntos exegéticos, un tanto escamoteados, sin notar otros dos, en que el autor del Comentario muestra su desenfado singular. Dice que la ley del levirato, a que alude en el capítulo XXXVIII (el caso de Tamar) y que se sanciona luego en Deut. XXV, 5-10, quedó abrogado por Lev. XVIII, 16; XX, 21. Creemos que el caso es muy diferente. Lo que prohíbe el Levítico no es el caso de Rut, capitulo IV (cf. Mt. XXII, 23-28), sino el de Herodes (Mc. VI, 18 y par.).

 Dice después que el traspaso de las tierras en manos del Faraón y de los sacerdotes, que la Biblia atribuye a José en el reinado de los Hyksos (dinastía XVII), es obra de Ahmosis, el fundador de la dinastía XVII (l. XVIII), que expulsó a los Hyksos. Según él, “en el relato yahvista hay un viejo recuerdo de esa transformación económica, cuya tradición reproducida por él, hace honor a José” (pág. 424).

 Sí, la tradición recogida por el autor sagrado hace honor a José. Pero nuestro autor se lo quita —o no sabemos leer—, para dárselo a Ahmosis. Es un espécimen más del desenfado con que la crítica trata los textos históricos más explícitos. Véase el tenor del final de este relato: “José lo puso por fuero hasta el día de hoy sobre el agro de Egipto: el quinto al Faraón, salvo las tierras de los sacerdotes, que no le pagan” (XLVII, 26).

 Nosotros a esto nos atenemos; y no creemos con eso contravenir a la historia, que atribuye regulación semejante al fundador del nuevo Imperio, el rex novus del Ex. I, 8.



 

[1] Ver lo dicho a propósito de `ed (vapor) en nuestro art. La formación del hombre (Gen. II, 4-7), publicado en “Cultura Bíblica”, año 1950, pag. 172-174.