¿A qué, pues, esa reluctancia
a ver el misterio donde más claro parece, cual es en ciertos hechos de la vida
patriarcal? Así, en la “extraña” lucha de Jacob con Dios o con el ángel a orillas
del Jaboc (Gen. XXXII, 23 ss), descubre nuestro autor no sé qué reminiscencias mágicas
y califica la narración de “muy arcaica”.
“Estaríamos
-dice- en presencia de un viejo tema de folklore, transformado y aplicado a
Jacob. El misterioso luchador no es otro que el genio del vado del río”.
E ilustra su descubrimiento
con autoridades de Plutarco y Herodoto (pag. 347). El mismo desenfado muestra
en la interpretación del nombre de Galaad (pág. 340) y de Fanuel (pag. 348),
etc.
El abstenerse de comer el
tendón ciático de los animales tendría también un origen mágico, no siendo más
que una especie de tabú, de que hay ejemplo parecido en ciertos pueblos indios
de América (pág. 348).
Callo otras aproximaciones
por el estilo, que traídas con la mejor intención de ilustrar lo humano de
nuestros libros santos, deslustran fácilmente lo divino.
Creemos que daña tanto el
registrar semejanzas y paralelismos, donde no los hay, o son del todo
problemáticos, como el no reconocerlos donde los hay. Ciertas ilustraciones
ofuscan tal vez más que aclaran, o no sirven para nada, como la luz artificial
ante la luz solar del mediodía. En todo se precisa moderación, y más en la
erudición profana a ilustración de la verdad divina.
En todo caso, con la
erudición profana se pudo conjugar la erudición sagrada, que aquí habría estado
muy en su punto. Es que esa lucha misteriosa con el ángel y la subsiguiente
cojera de Jacob ¿no merecían una alusión siquiera al simbolismo latente en esta
escena, es a saber la lucha secular de Israel con su Dios y la claudicación
histórica de la Sinagoga de que nos hablan los Profetas? (Sof. III, 19; Miq. IV,
6; cf. Is. XXXV, 5-6; XLII, 7-16 ss.).
Como quiera que sea, el
Señor con esos y otros hechos de la vida de Jacob, como antes con la de Isaac
(Gen. XXII), de Abraham (Gen. XVI y XXI; cf. Gal. IV,
22 ss.); de Noé (Gen. VI, 14 ss.; VII, 7 ss.; cf. I Ped. III,
20 s.) y aun de Adam (Gen. II, 23 s.; cf. Ef. V, 31 s. etc.), dibujaba
futuras realidades de un orden trascendente, en la salud messiana.
***
A propósito de la consulta de
Rebeca a Yahvé (Gen. XXV, 22 s.), dícese que el autor J., a quien el texto se
atribuye, supone que, en la época de los patriarcas, se consultaba al Señor
como en su tiempo, esto es, por medio de un oráculo y el uso del efod, que el
profeta Oseas (III, 4) habría de condenar (!!) como una superstición
(página 297). Harto más aventurado nos parece nuestro autor, que no el sagrado,
al juzgar de antiguas costumbres y maneras por lo que hoy se observa en los
beduinos, cual si la inmovilidad del Oriente fuese un dogma histórico
indiscutible.
La verdad, no nos agrada ese
prurito de modernizar antiguos episodios y costumbres. Si con ese
procedimiento, nada raro en nuestro autor, la crítica pretende, como parece,
poner reserva en la verdad de esos antiguos relatos, entra en una pendiente
peligrosa. Sinceramente, una crítica así nos ofrece muy poca confianza.
La reserva sobre la verdad de los relatos armoniza muy bien con las contradicciones
que la crítica ve por doquier entre unos y otros documentos. Lo que ya no
armoniza tan bien son las contradicciones y reservas con la inerrancia bíblica.
Un caso más y termino este
registro de incongruencias textuales. Según el autor, JE ignoraría los orígenes
abrahámicos del santuario de Betel, pues atribuye sus orígenes a Jacob (pág.
316). Mas de que JE atribuya a Jacob la fundación de un adoratorio en Betel (Gen.
XXVIII, 19-22), no se sigue en buena lógica que ignorase los orígenes
abrahámicos del santuario de que antes habló J (Gen. XII, 8), pues ni J se
distingue adecuadamente de JE, aunque se distinguiese se seguiría la supuesta
ignorancia, pues no se dice ahí una palabra sobre el origen primero. Pudo
ser abrahámico el origen primero del santuario, y luego en su mismo lugar, o no
muy lejos, levantar Jacob su adoratorio.
***
Pues ya ¿qué decir de las etimologías
populares, invocadas por el autor sagrado como testimonio de los hechos que
refiere? Para nuestro autor serían falsas las más de ellas, sin otra salvedad
sobre su valor histórico.
Como explicación del nombre
de Melquisedec (“Tsédec es mi rey”), recuerda acertadamente que Tsédec es
nombre de un dios entre los Fenicios y Sabeos. Podría haber añadido que el
mismo Dios, bajo la forma de Súteq, era venerado por los Hyksos o reyes pastores,
que invadieron el Egipto unos 150 años más tarde, lo cual no carece de interés,
para rastrear la filiación religiosa y cultural de estos pueblos.
No nos agrada, en cambio, la
explicación que da al nombre de Jacob. Según él, la explicación corriente no es
más que una etimología popular, y desde luego falsa, pues según el árabe, no
significa “el que suplanta” sino “el (Dios) que protege” (pág. 298). Nos hace
poca gracia el afán de explicar el hebreo por el árabe, y otras veces por el
asirio, cuando el significado del hebreo es satisfactorio[1].
Pero, aun dando de barato la
falsedad filológica de la etimología, debió quedar en salvo su valor histórico,
en el sentido que la etimología invocada, verdadera o falsa, se aduce como
testimonio fehaciente del hecho a que se alude con ella. La verdad del hecho,
en todo caso, es independiente de la verdad de la etimología, la cual, por otra
parte, no siempre se invoca, aun cuando existe. Así en la lucha de Jacob con el
ángel (Gen. XXXII, 24) apenas cabe dudar que la palabra yeabeq (“se
peleaba”) es un eco del nombre del río Yabboq, y en cuyas márgenes tuvo lugar
la lucha, aunque el autor sagrado narra esta vez el hecho sin notar la sugestiva
coincidencia, que hubo de servir al pueblo de memorialín para recordar el hecho.
Y aquí se nos pone de
manifiesto uno de los recursos de que se valían los antiguos para archivar el
pasado. Así, con tales artificios mnemotécnicos, conservaban en la memoria sus
recuerdos, y así los repasaban después hasta ser consignados por escrito,
consignando tal vez al mismo tiempo el memorialín, consistente en una
etimología toponímica, que aun siendo falsa (v. gr. Babel), en nada perjudicaba
a la verdad del hecho, en ella y por ella recordado.
Nuestro autor no parece estar
muy conforme con esta afirmación, conclusión legítima del principio de la
inerrancia histórica de la Biblia. Aun admitiendo a veces el valor filológico
de la etimología, parece negar su valor histórico, como si el hecho se hubiese
inventado para dar razón de una toponimia, y no viceversa: la toponimia para
memoria del hecho. Así, acerca de la expresión: “Por eso se llamó Sukkot aquel
lugar” (Gen. XXXIII, 17), dice que “el relato quiere explicar el origen de un
nombre vulgar” (pág. 351), dejándonos en la duda acerca de la historicidad del
hecho relatado. Y nuestra duda es más que prudente, pues nunca parece tocarle
al hecho bíblico el dar origen a tales tradiciones.
***
No queremos terminar este
recuento de puntos exegéticos, un tanto escamoteados, sin notar otros dos, en
que el autor del Comentario muestra su desenfado singular. Dice que la ley
del levirato, a que alude en el capítulo XXXVIII (el caso de Tamar) y que se
sanciona luego en Deut. XXV, 5-10, quedó abrogado por Lev. XVIII, 16; XX, 21.
Creemos que el caso es muy diferente. Lo que prohíbe el Levítico no es el caso
de Rut, capitulo IV (cf. Mt. XXII, 23-28), sino el de Herodes (Mc. VI, 18 y
par.).
Dice después que el traspaso
de las tierras en manos del Faraón y de los sacerdotes, que la Biblia atribuye
a José en el reinado de los Hyksos (dinastía XVII), es obra de Ahmosis, el fundador
de la dinastía XVII (l. XVIII), que expulsó a los Hyksos.
Según él, “en el relato yahvista hay un viejo recuerdo de esa transformación económica,
cuya tradición reproducida por él, hace honor a José” (pág. 424).
Sí, la tradición recogida por
el autor sagrado hace honor a José. Pero nuestro autor se lo quita —o no
sabemos leer—, para dárselo a Ahmosis. Es un espécimen más del desenfado con
que la crítica trata los textos históricos más explícitos. Véase el tenor del
final de este relato: “José lo puso por fuero hasta el día de hoy sobre el agro
de Egipto: el quinto al Faraón, salvo las tierras de los sacerdotes, que no le
pagan” (XLVII, 26).
Nosotros a esto nos atenemos;
y no creemos con eso contravenir a la historia, que atribuye regulación semejante
al fundador del nuevo Imperio, el rex novus del Ex. I, 8.