domingo, 7 de julio de 2019

Cristo Maestro y la estabilidad del Dogma Católico, por J. C. Fenton (I de III)


Nota del Blog: El presente trabajo fue publicado en The American Ecclesiastical Review, 125 (1951) pag. 208-219.

El texto original puede verse AQUI


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Existe actualmente un considerable interés en promover la causa de una fiesta litúrgica especial de Cristo Maestro. Por lo tanto, será muy ventajoso estudiar la misión doctrinal de Nuestro Señor, especialmente como es ejercida en Su Iglesia del Nuevo Testamento. Es obvio, por supuesto, que, durante el transcurso de Su vida pública aquí en la tierra, las actividades de Nuestro Señor dentro de la comunidad de Sus discípulos incluían la obra de enseñanza, y que su enseñanza entonces lo era en el sentido más estricto del término. No es menos obvio que, desde el tiempo de Su gloriosa Ascensión a los cielos, Nuestro Señor, como Cabeza del Cuerpo Místico que es Su Iglesia, ha iluminado esta sociedad. Iluminó la Iglesia como parte del oficio por el cual el Espíritu Santo, que habita en la Iglesia como la Fuente de su unidad y vida, realizó una función que ha hecho que el magisterium católico hable de Él como el Alma de la Iglesia Católica.

Dos cuestiones sobre la actividad doctrinal de Nuestro Señor en Su Iglesia son de especial interés e importancia hoy en día. Primero ¿esa actividad doctrinal en la Iglesia debe ser clasificada como enseñanza en sentido estricto de forma que Nuestro Señor es propiamente el Maestro o Magister de los fieles que viven aquí y ahora en Su Reino sobre la tierra? Segundo, ¿de qué forma esta actividad doctrinal de Nuestro Señor en Su Iglesia sirve para explicar la inherente estabilidad del dogma católico?

La encíclica Mystici Corporis del Santo Padre contiene un excelente resumen sobre la doctrina Católica de la función de Nuestro Señor como Iluminador de Su Iglesia. Esta enseñanza se encuentra en la parte de la encíclica que trata sobre la obra de Nuestro Señor como Cabeza de su Cuerpo Místico. El documento explica que, como Cabeza del Cuerpo Místico, Nuestro Señor posee una superioridad en cuanto a la excelencia sobre todos los miembros, y que ejerce su jefatura por medio de su gobierno sobre la Iglesia a través de Su conformidad con Sus miembros, en razón de la plenitud de vida sobrenatural que existe dentro de Él, y finalmente en razón del influjo de vida que comunica al Cuerpo y a sus miembros. Por medio de este influjo, Nuestro Señor ilumina y santifica a la Iglesia y a sus miembros. Este es el texto pertinente de la encíclica:

“Porque así como los nervios se difunden desde la cabeza a todos nuestros miembros, dándoles la facultad de sentir y de moverse, así nuestro Salvador derrama en su Iglesia su poder y eficacia, para que con ella los fieles conozcan más claramente y más ávidamente deseen las cosas divinas. De Él se deriva al Cuerpo de la Iglesia toda la luz con que los creyentes son iluminados por Dios, y toda la gracia con que se hacen santos, como Él es santo”.

Cristo ilumina a toda Su Iglesia, como resulta evidente de casi innumerables pasajes de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres.


“Nadie ha visto jamás a Dios; el Dios, Hijo único, que es en el seno del Padre, Ése le ha dado a conocer”[1].

Viniendo como Maestro de parte de Dios[2] para dar testimonio de la verdad[3], arrojó tal luz sobre la Iglesia primitiva apostólica que el príncipe de los Apóstoles exclamó:

“Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna”[4].

Desde el cielo asistió a los evangelistas de tal forma que como miembros de Cristo escribieron lo que habían aprendido, como si fuera dictado por la Cabeza[5]. Y para nosotros, que todavía permanecemos en este exilio terrenal, es hoy en día el Autor de la fe, así como en el cielo será el que lleve esta fe a su perfección final. Es Él quien otorga la luz de la fe a los creyentes. Es Él quien divinamente otorga los dones sobrenaturales de ciencia, entendimiento y sabiduría a los pastores y maestros y sobre todo a Su Vicario en la tierra, de forma que puedan preservar fielmente el tesoro de la fe, defenderlo enérgicamente y explicarlo y defenderlo de forma devota y diligente. Finalmente, es Él quien, aunque invisible, preside y guía los Concilios de la Iglesia[6].

En primer lugar, la Mystici Corporis insiste en que toda la luz por la cual los fieles son iluminados por Dios dentro de la Iglesia llega a ellos a través de Nuestro Señor, la Cabeza del Cuerpo Místico. Como sigue explicando el mismo documento, esta “luz” incluye no sólo las gracias interiores requeridas para la producción de un acto de fe, sino también las declaraciones de hecho de las verdades de fe. Nuestro Señor es descripto como “iluminando” la Iglesia en cuanto “declaró (enarravit)” los misterios de la divinidad. Al venir como maestro (magister), iluminó la Iglesia primitiva de tal forma que el primer Vicario de Cristo dijo a su Maestro que ni él ni sus compañeros lo iban a abandonar porque tiene palabras de vida eterna. Otro aspecto de la iluminación de la Iglesia por parte de Nuestro Señor se encuentra en la actividad de Nuestro Señor en la obra de la inspiración escriturística. Así, la naturaleza humana de Cristo es representada como obrando como instrumento en el proceso de la inspiración.

La Mystici Corporis continúa describiendo la actividad doctrinal de Nuestro Señor en Su Iglesia hoy en día. Obra como el Auctor de la fe de los fieles en este mundo, así como obra como el Consummator de la fe para las almas en el cielo. La última parte de la cita es una explicación de la obra doctrinal actual de Nuestro Señor en la Iglesia desde la Ascensión a los cielos, un resumen de la manera según la cual obra como el Auctor fidei en la Iglesia de los fieles.

Aquí debemos notar una distinción entre la manera en que Nuestro Señor realiza la actividad en la primitiva Iglesia (dentro de la sociedad de Sus discípulos durante el curso de Su vida pública aquí en la tierra) y la manera en que obra con referencia a Su Iglesia desde entonces. Tanto entonces como ahora, el lumen fidei, el poder intelectual interno sobrenatural por el cual la creatura se hace capaz de aceptar las verdades sobrenaturales reveladas de la revelación pública divina, debe ser considerado como un don de Dios a través de la sagrada humanidad de Jesucristo Nuestro Señor. Cristo, como hombre, como Cabeza de la Iglesia ha sido siempre la causa del poder interno o entendimiento de la fe en este sentido. Con respecto a la Iglesia primitiva y a la Iglesia desde el tiempo de la Ascensión, sin embargo, existe otra diferencia en otro aspecto. La enseñanza de Nuestro Señor en la primitiva Iglesia era la de un Instructor directo. Les enseñó a Sus discípulos y a los Apóstoles expresando las verdades divinas reveladas a ellos directamente con Sus propias palabras y con Su propia voz. Desde entonces le habló a la Iglesia a través de la voz de Sus embajadores, hombres a los que les encargó enseñar con Su autoridad y en Su nombre. Ahora podemos considerar brevemente la función de Cristo como Maestro dentro de la Iglesia con referencia al lumen fidei a través de la historia de la Iglesia.

Es claro que el habitus de fe divina y las variadas gracias actuales por las que el hombre es movido y se hace capaz de realizar actos de fe en Dios, llegan al creyente no sólo de parte de Dios sino de parte de la sagrada humidad de Jesucristo que obra como instrumento unido a la divinidad por la gratia unionis. Nuestro Señor como hombre es pues la Causa, tanto por medio de la causalidad eficiente como por Su mérito soberano, del poder o capacidad intelectual por el cual cada uno de los fieles es capaz de realizar el acto sobrenatural de conocimiento de fe teologal en Dios. En cuanto el poder es producido por la habitación de la Santísima Trinidad, se le atribuye o apropia al Espíritu Santo. La sagrada humanidad de Jesucristo Nuestro Señor coopera en la producción de este efecto, de forma tal que ningún acto de fe es realizado jamás por ningún ser humano independientemente de la humanidad de Nuestro Señor, que obra realmente para producir este lumen fidei dentro del intelecto de la persona que redimió.

Este es, por supuesto, un efecto que va más allá del poder de un maestro meramente humano. Lo único que un maestro puramente humano puede hacer en cualquier orden, teológico o no, es expresar la verdad que ha captado y que desea que su discípulo conozca, y adaptar esa expresión que sea al mismo tiempo efectivamente inteligible para el estudiante y un pronunciamiento preciso de la verdad que debe ser expresada. La capacidad mental del estudiante es algo que nunca puede esperar aumentar. Sin embargo, es precisamente en la línea de ese incremento de la capacidad intelectual del discípulo como se ejerce la función primaria de Nuestro Señor con el Iluminador o Maestro dentro del Cuerpo Místico.



[1] ​Cf. Jn. I, 18.

[2] ​Cf. Jn. III, 2.

[3] Cf. Jn. XVIII, 37.

[4] ​Cf. Jn. VI, 68.

[5] Cf. San Agustín, De Consensu evang. I, 35, 54. MPL, XXXIV, 1070.

[6] El texto original se encuentra en AAS, XXXV, 215 sig.