jueves, 6 de diciembre de 2018

El Acto del Cuerpo Místico, por Mons. Fenton (III de V)


La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo. Nos hacemos miembros de la Iglesia cuando recibimos el sacramento del Bautismo. La cualidad permanente que nos constituye como miembros de la Iglesia es el carácter del Bautismo. El Bautismo es una conformación con la pasión de Cristo, un signo efectivo por medio del cual hacemos a la pasión de Cristo nuestro acto. A través de este sacramento

“Cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, en su muerte fuimos bautizados. Por eso fuimos, mediante el bautismo, sepultados junto con Él en la muerte, a fin de que como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en nueva vida… Así también vosotros teneos por muertos para el pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús[1]”.  

Podemos apreciar la economía sacramental sólo en la medida en que nos damos cuenta que la pasión y muerte de Cristo no sólo constituyó un acto de redención, por el cual fuimos librados de nuestros pecados, sino que fue también el acto supremo de religión, un sacrificio, en el cual deben participar todos los que han de ser salvados en Cristo. Los sacramentos de la nueva ley, que derivan su poder de la pasión de Cristo, tienen también esta doble orientación. La teología de santo Tomás expresa adecuadamente esta doble función de los sacramentos, liberar al hombre del pecado, y perfeccionarlo en el culto de Dios según el rito de la religión cristiana:

La gracia sacramental (en general) está ordenada principalmente a dos fines: 1) arrancar los defectos de los pecados pasados, pues, aunque el acto pasó, permanece el reato; 2) a perfeccionar al alma en lo que pertenece al culto de Dios según la religión cristiana. Por lo que ya dijimos más arriba, está claro que Cristo nos ha librado de nuestros pecados por su pasión no sólo eficaz y meritoriamente, sino también satisfactoriamente. E, igualmente, por su pasión inició el culto de la religión cristiana ofreciéndose a sí mismo a Dios como oblación y sacrificio[2].

El sacramento del Bautismo, por el cual somos miembros de Cristo, tiene este doble efecto. Remueve el estado de pecado y da la gracia sacramental de regeneración o renacimiento. Esta gracia sacramental es la misma gracia habitual, llevando consigo una exigencia de aquellas gracias actuales que se requieren en la conducta de esa vida comenzada por el Bautismo. La gracia habitual es lo que nos hace miembros vivos de Cristo. Pero conocer la gracia de la regeneración que recibimos en el Bautismo no es simplemente conocer el concepto de la gracia habitual.


La gracia habitual es esencialmente el principio intrínseco último de una vida. Esa vida es la participación formal, física, aunque aún análoga, de la vida íntima de Dios. La gracia habitual constituye al hombre que la posee como capaz de conocer connaturalmente a Dios como es en sí mismo, sea en el conocimiento oscuro de la fe o en la claridad final de la visión beatífica, y capaz de amarlo como conocido de esta manera. La vida de la gracia, sea en la condición preparatoria de este mundo, o en la perfección consumada del otro, constituye un verdadero culto de Dios. Es una actividad en la que se le da a Dios el tributo de servicio y reconocimiento que se le debe por su suprema excelencia.

Pero esa actividad de la vida de la gracia es modificada en el miembro de la Iglesia de Cristo por el hecho que la gracia que recibe en el Bautismo es la gracia de Cristo. La gracia que poseemos como miembros vivos del Cuerpo Místico posee algunas modificaciones que no tienen la gracia de los ángeles y la gracia de Adán, la que hubiéramos poseído en caso que Adán hubiera permanecido fiel a Dios. No sólo que la gracia de la Iglesia viene a nosotros por medio del sacrificio de Cristo, sino que la vida de la cual es el último principio intrínseco se resume y expresa en el mismo sacrificio de Cristo. Esa, en última instancia, es la razón por la que podemos decir ciertamente que la muerte de Cristo le dio al hombre más de lo que había perdido en el pecado de Adán. Toda verdadera religión entre los hombres se resume y expresa en el sacrificio. La vida de la cual la gracia habitual es la fuente intrínseca constituye una religión. Es la gloria especial y única de la gracia de la Iglesia, del Cuerpo Místico, que su vida se resume y expresa en el sacrificio efablemente perfecto de Jesucristo.

El Bautismo nos introduce en la vida del Cuerpo Místico. No es la última manifestación y expresión de esa vida. Dado que esa vida es un servicio a Dios, o una religión, Dios en su misericordia instituyó el sacramento del Bautismo para que confiera un carácter especial al que lo recibe, dándole el poder y designándolo para este servicio, configurándolo con el sacerdocio del mismo Cristo. La misma cualidad que es un signo configurativo de nuestra participación en el sacerdocio de Cristo es el signo distintivo por el cual el miembro de Cristo se diferencia de todos los hombres que no se han unido realmente a Cristo sacramentalmente.

A esta luz vemos la enseñanza de Santo Tomás sobre la naturaleza del carácter sacramental como una llave para la tesis en la teología dinámica del Cuerpo Místico. El “Doctor Communis” y toda la escuela Tomista después de él, enseñan que el carácter sacramental debe ser colocado por reducción en la segunda especie de cualidad. Es una determinada potencia o poder espiritual por la cual los hombres son designados y capaces de llevar a cabo el culto de Dios según el rito de la religión cristiana. Es una potencia instrumental permanente y como resultado el carácter no cae bajo la natural designación de la segunda especie de cualidad, sino que solamente se reduce a ella. Es una potencia instrumental porque posibilita al hombre entrar en una actividad de la cual Cristo es la causa principal en Su pasión[3]. Aquel que posee el carácter bautismal pertenece a una organización que rinde culto a Dios como instrumento de Cristo. El culto, o actividad religiosa, del que posee el carácter sacramental no es simplemente individual sino en verdad colectivo.

La operación de la causa principal es un acto muy determinado, el sacrificio de Cristo. El carácter sacramental faculta al hombre a actuar, de una u otra forma, como instrumento de este sacrificio. Aquel que posee este carácter como miembro de la Iglesia es el instrumento. El sacrificio Eucarístico, el verdadero sacrificio de la Misa, en el cual el católico participa según su rango en el Cuerpo Místico es la actividad propia de la Iglesia como instrumento, y la operación propia del católico como tal. El culto de Dios, en el Cuerpo Místico, se resume y expresa en un acto determinado: el sacrificio Eucarístico.

La causa principal y el instrumento tienen un acto, y producen un efecto. El acto de la causa principal es el acto del instrumento. En el sacrificio Eucarístico el Cuerpo Místico actúa como el instrumento de la pasión de Cristo, y en esta obra sacrificial hace de la pasión de Cristo el acto de la Iglesia. El sacrificio de la Misa es, pues, en sentido especial y metafísico, el acto del Cuerpo Místico, la extraordinaria función instrumental a la que el bautizado está facultado para participar. Para definirla por su función propia e inmediata, la Iglesia Católica, el Cuerpo Místico de Cristo, es la organización que existe para ofrecer el sacrificio de la Misa. El cristiano o bautizado está marcado como distinto de los demás en cuanto que está facultado para participar en la actividad esencialmente corporativa del sacrificio Eucarístico.

La Iglesia no obra como una unidad amorfa en el desempeño del sacrificio Eucarístico. La Iglesia está constituida como una sociedad ordenada, jerárquica. Puesto que el acto de una cosa es proporcionado a lo que es, el acto propio de la Iglesia Católica, el sacrificio de la Misa, es un acto jerárquico ordenado. En esta operación propia del Cuerpo Místico de Cristo hay algunos que están constituidos y facultados para cumplir una función activa con relación a los otros miembros. Son los hombres marcados con el carácter del Orden. Los que tienen la plenitud del carácter sacerdotal están facultados para confeccionar el sacramento de la Santa Eucaristía, y así cumplir el oficio sacerdotal de sacrificio. Los demás están facultados para participar en la función corporativa activamente según la perfección de su orden.



[1] Rom. VI, 3-4.11

[2] Summa Theologica, III, q. 62, art. 5.

[3] Ibid. III, q. 63, art. 2 y q. 62, art. 5.