Notan
agudamente los comentadores que la predicación apostólica variaba conforme a
los destinatarios, pues una era la que iba destinada a los judíos, otra a los
gentiles y, por último, diversa era la que recibían los catecúmenos y los ya
bautizados. Lo cual se puede apreciar no sólo en el contenido, sobre el cual
hablaremos en este artículo, sino también en el mismo nombre que cada una de
las predicaciones recibía en la antigüedad.
El P.
Buzy, en un hermoso librito sobre los Evangelios[1], comenta:
“La Buena Nueva se transmitía de dos maneras: proclamación
del Reino de Dios, enseñanza de lo que concierne al Señor Jesús. A los
no-creyentes, su anuncio exigía la conversión; a los catecúmenos, se proponía
más en detalle, aunque todavía en forma más elemental. La tradición
evangélica nació a partir de estas primeras formas de la predicación”.
Y
en nota al pie profundizaba:
“Los términos técnicos, calcados sobre el griego,
son kerigma y catequesis (…) sin tener en cuenta algunos detalles, se puede
retener ésto: el kerigma es la proclamación oficial de la salvación por
parte de Cristo a los no-cristianos; la catequesis desarrolla el mensaje a los
adeptos…”.
Tenemos
así dos prédicas diversas: una a los no-cristianos y otra a los que ya han
aceptado el Evangelio; como se verá, ambas serán importantes en nuestro estudio.
En
cuanto al primer grupo, no era lo mismo predicar a los judíos que a los
gentiles y la razón es obvia: unos tenían ya parte de la verdadera revelación
con sus profecías, mientras los otros carecían de ellas. A los primeros bastaba
mostrarles que se habían cumplido en Jesús, mientras que a los segundos había
que adoctrinarlos con algo previo.
Pero
empecemos por San Pablo, el gran predicador, el cual nos dará a conocer
el contenido de lo que le anunciaba a judíos y gentiles.
En
lo que respecta a los judíos indica:
I Cor. XV, 1-15: “Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué y que aceptasteis,
y en el cual perseveráis… Porque os trasmití ante todo lo que yo mismo recibí:
que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que
fue sepultado; y que fue resucitado al tercer día, conforme a las
Escrituras; y que se apareció a Cefas… Sea, pues, yo, o sean ellos (los apóstoles), así predicamos, y así
creísteis”.
Simón-Prado comentan[2]:
“La predicación de los Apóstoles a los
judíos[3]
constaba de dos elementos, a saber, la exposición de la vida de Cristo y su
mesianidad demostrada por el testimonio de la S. Escritura...”.
Y luego citan Hech. XVII, 2-3:
“Pablo, según su costumbre, entró a
ellos, y por tres sábados disputaba con ellos según las Escrituras, explicando
y haciendo ver cómo era preciso que el Cristo padeciese y resucitase de entre
los muertos, y que este Jesús a quien (dijo)
yo os predico, es el Cristo”.
Pero lo cierto es que San Pablo no hizo nada nuevo,
pues solamente siguió aquí a San Pedro el cual, el día de Pentecostés,
ya había predicado a los judíos en los siguientes términos:
Hech. II, 22-36: “Varones de Israel, escuchad estas palabras: A Jesús de Nazaret, hombre
acreditado por Dios ante vosotros mediante obras poderosas, milagros y señales
que Dios hizo por medio de Él entre vosotros, como vosotros mismos sabéis; a
Éste, entregado según el designio determinado y la presciencia de Dios,
vosotros, por manos de inicuos, lo hicisteis morir, crucificándolo. Pero
Dios lo ha resucitado anulando los dolores de la muerte, puesto que era
imposible que Él fuese dominado por ella. Porque David dice respecto a Él: “Yo
tenía siempre al Señor ante mis ojos, pues está a mi derecha para que yo no
vacile. Por tanto, se llenó de alegría mi corazón, y exultó mi lengua; y aun mi
carne reposará en esperanza. Porque no dejarás mi alma en el infierno, ni
permitirás que tu Santo vea corrupción. Me hiciste conocer las sendas de la vida,
y me colmarás de gozo con tu Rostro”.
“Varones, hermanos, permitidme hablaros con
libertad acerca del patriarca David, que murió y fue sepultado, y su sepulcro
se conserva en medio de nosotros hasta el día de hoy. Siendo profeta y sabiendo
que Dios le había prometido con juramento que uno de sus descendientes se había
de sentar sobre su trono, habló proféticamente de la resurrección de
Cristo diciendo: que Él ni fue dejado en el infierno ni su carne vio
corrupción. A este Jesús Dios le ha resucitado, de lo cual todos
nosotros somos testigos. Elevado, pues, a la diestra de Dios, y habiendo
recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, Él ha derramado a Éste a
quien vosotros estáis viendo y oyendo. Porque David no subió a los cielos;
antes él mismo dice: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta
que ponga Yo a tus enemigos por tarima de tus pies”. Por lo cual sepa toda la
casa de Israel con certeza que Dios ha constituido Señor y Cristo a este
mismo Jesús que vosotros clavasteis en la cruz”.
En otras palabras, San Pedro predica a los judíos
que Jesús, a quien ellos mataron, resucitó y reina glorioso en el cielo a la
diestra del Padre, y todo secundum
Scripturas.
Parecido discurso vemos en San Pablo a los judíos
de Antioquía de Pisidia:
Hech. XIII, 26-39: “Varones, hermanos, hijos del linaje de Abrahán, y los que entre
vosotros son temerosos de Dios, a vosotros ha sido enviada la palabra de esta
salvación. Pues los habitantes de Jerusalén y sus jefes, desconociendo a Él y
las palabras de los profetas que se leen todos los sábados, les dieron
cumplimiento, condenándolo; y aunque no encontraron causa de muerte, pidieron
a Pilato que se le quitase la vida. Y después de haber cumplido todo lo que
de Él estaba escrito, descolgáronle del madero y le pusieron en un sepulcro.
Mas Dios le resucitó de entre los muertos, y se apareció durante muchos
días a aquellos que con Él habían subido de Galilea a Jerusalén. Los cuales
ahora son sus testigos ante el pueblo. Nosotros os anunciamos la promesa dada a
los padres, ésta es la que ha cumplido Dios con nosotros, los hijos de ellos, resucitando
a Jesús según está escrito también en el Salmo segundo: “Tú eres mi Hijo,
hoy te he engendrado”. Y que lo resucitó de entre los muertos para nunca más
volver a la corrupción, esto lo anunció así: “Os cumpliré las promesas santas y
fieles dadas a David”. Y en otro lugar dice: “No permitirás que tu Santo vea la
corrupción”. Porque David después de haber servido en su tiempo al designio de
Dios, murió y fue agregado a sus padres, y vio la corrupción. Aquel, empero,
a quien Dios resucitó, no vio corrupción alguna. Sabed, pues, varones,
hermanos, que por medio de Éste se os anuncia remisión de los pecados; y
de todo cuanto no habéis podido ser justificados en la Ley de Moisés, en Él es
justificado todo aquel que tiene fe”.
Vemos aquí el mismo esquema: muerte y
resurrección de Jesús según las Escrituras.
Pero si pasamos a los gentiles, entonces la
cosa cambia.
A los Tesalonicenses, San Pablo les recordará
los efectos que la predicación produjo en ellos, haciéndonos conocer así,
indirectamente, el contenido de la prédica:
I Tes. I, 8-10: “Así es que desde vosotros ha repercutido la Palabra del Señor, no sólo
por Macedonia y Acaya, sino que en todo lugar la fe vuestra, que es para con
Dios, se ha divulgado de tal manera que nosotros no tenemos necesidad de decir
palabra. Pues ellos mismos cuentan de nosotros cuál fue nuestra llegada a
vosotros, y cómo os volvisteis de los ídolos a Dios para servir al Dios vivo
y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, a quien Él resucitó de entre
los muertos: Jesús, el que nos libra de la ira venidera”.
Como se ve, la muerte y resurrección de Nuestro
Señor va precedida del abandono a los ídolos y se le agrega la segunda Venida.
Fillion resume muy bien la predicación en estos
términos:
“La conversión al cristianismo es resumida en tres
puntos concretos: el abandono del culto de los ídolos, la
adhesión al Dios único, que es llamado vivo y verdadero por oposición a las
divinidades sin vida y sin realidad del paganismo, y la espera de la segunda
venida de Jesucristo, juez futuro de los vivos y de los muertos”.
Después de haber hecho un milagro en Iconio, las
turbas quisieron adorar a San Pablo y a su compañero, San Bernabé, pero el gran
Apóstol se contentó con predicarles los dos primeros elementos de los arriba
mencionados:
Hech. XIV, 15-17: “Hombres, ¿qué es lo que hacéis? También nosotros somos hombres, de la
misma naturaleza que vosotros. Os predicamos para que dejando estas
vanidades os convirtáis al Dios vivo, que ha creado el cielo, la tierra, el mar
y todo cuanto en ellos se contiene, el cual en las generaciones pasadas
permitió que todas las naciones siguiesen sus propios caminos; mas no dejó de
dar testimonio de Sí mismo, haciendo beneficios, enviando lluvias desde el
cielo y tiempos fructíferos y llenando vuestros corazones de alimento y
alegría”.
Pero en el Areópago vuelven a aparecer los tres aspectos:
Hech. XVII, 22-31: “De pie en medio del Areópago, Pablo dijo: “Varones atenienses, en
todas las cosas veo que sois extremadamente religiosos; porque al pasar y
contemplar vuestras imágenes sagradas, halle también un altar en que está
escrito: A un dios desconocido. Eso que vosotros adoráis sin conocerlo, es lo
que yo os anuncio: El Dios que hizo el mundo y todo cuanto en él se contiene,
éste siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos de mano;
ni es servido de manos humanas, como si necesitase de algo, siendo Él quien da
a todos vida, aliento y todo. Él hizo de uno solo todo el linaje de los
hombres para que habitasen sobre toda la faz de la tierra, habiendo fijado
tiempos determinados, y los límites de su habitación, para que buscasen a Dios,
tratando a tientas de hallarlo, porque no está lejos de ninguno de nosotros;
pues en Él vivimos y nos movemos y existimos, como algunos de vuestros poetas
han dicho: “Porque somos linaje suyo”. Siendo así linaje de Dios, no debemos
pensar que la divinidad sea semejante a oro o a plata o a piedra, esculturas
del arte y del ingenio humano. Pasando, pues, por alto los tiempos de la
ignorancia, Dios anuncia ahora a los hombres que todos en todas partes se
arrepientan; por cuanto Él ha fijado un día en que ha de juzgar al orbe en
justicia por medio de un Hombre que Él ha constituido, dando certeza a todos
con haberle resucitado de entre los muertos”.
[1] L`Évangile et les Évangiles, Nouvelle édition revue et augmentée par
X. Léon-Dufour, S.J. Colec. Verbum
Salutis, Beauchesne (1944), pag. Pag. 11.
[2] Praelectiones Biblicae N.T., II, Marietti, (1948), num. 29.
[3] No está claro por qué estos autores reducen todo
a los judíos cuando claramente indica
San Pablo que eso le había predicado también a los de Corinto.