viernes, 5 de octubre de 2018

El contenido de la predicación de Elías (I de IV)


Notan agudamente los comentadores que la predicación apostólica variaba conforme a los destinatarios, pues una era la que iba destinada a los judíos, otra a los gentiles y, por último, diversa era la que recibían los catecúmenos y los ya bautizados. Lo cual se puede apreciar no sólo en el contenido, sobre el cual hablaremos en este artículo, sino también en el mismo nombre que cada una de las predicaciones recibía en la antigüedad.

El P. Buzy, en un hermoso librito sobre los Evangelios[1], comenta:

“La Buena Nueva se transmitía de dos maneras: proclamación del Reino de Dios, enseñanza de lo que concierne al Señor Jesús. A los no-creyentes, su anuncio exigía la conversión; a los catecúmenos, se proponía más en detalle, aunque todavía en forma más elemental. La tradición evangélica nació a partir de estas primeras formas de la predicación”.

Y en nota al pie profundizaba:

“Los términos técnicos, calcados sobre el griego, son kerigma y catequesis (…) sin tener en cuenta algunos detalles, se puede retener ésto: el kerigma es la proclamación oficial de la salvación por parte de Cristo a los no-cristianos; la catequesis desarrolla el mensaje a los adeptos…”.

Tenemos así dos prédicas diversas: una a los no-cristianos y otra a los que ya han aceptado el Evangelio; como se verá, ambas serán importantes en nuestro estudio.

En cuanto al primer grupo, no era lo mismo predicar a los judíos que a los gentiles y la razón es obvia: unos tenían ya parte de la verdadera revelación con sus profecías, mientras los otros carecían de ellas. A los primeros bastaba mostrarles que se habían cumplido en Jesús, mientras que a los segundos había que adoctrinarlos con algo previo.

Pero empecemos por San Pablo, el gran predicador, el cual nos dará a conocer el contenido de lo que le anunciaba a judíos y gentiles.


En lo que respecta a los judíos indica:

I Cor. XV, 1-15: “Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué y que aceptasteis, y en el cual perseveráis… Porque os trasmití ante todo lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado; y que fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras; y que se apareció a Cefas… Sea, pues, yo, o sean ellos (los apóstoles), así predicamos, y así creísteis”.

Simón-Prado comentan[2]:

“La predicación de los Apóstoles a los judíos[3] constaba de dos elementos, a saber, la exposición de la vida de Cristo y su mesianidad demostrada por el testimonio de la S. Escritura...”.

Y luego citan Hech. XVII, 2-3:

“Pablo, según su costumbre, entró a ellos, y por tres sábados disputaba con ellos según las Escrituras, explicando y haciendo ver cómo era preciso que el Cristo padeciese y resucitase de entre los muertos, y que este Jesús a quien (dijo) yo os predico, es el Cristo”.

Pero lo cierto es que San Pablo no hizo nada nuevo, pues solamente siguió aquí a San Pedro el cual, el día de Pentecostés, ya había predicado a los judíos en los siguientes términos:

Hech. II, 22-36: “Varones de Israel, escuchad estas palabras: A Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios ante vosotros mediante obras poderosas, milagros y señales que Dios hizo por medio de Él entre vosotros, como vosotros mismos sabéis; a Éste, entregado según el designio determinado y la presciencia de Dios, vosotros, por manos de inicuos, lo hicisteis morir, crucificándolo. Pero Dios lo ha resucitado anulando los dolores de la muerte, puesto que era imposible que Él fuese dominado por ella. Porque David dice respecto a Él: “Yo tenía siempre al Señor ante mis ojos, pues está a mi derecha para que yo no vacile. Por tanto, se llenó de alegría mi corazón, y exultó mi lengua; y aun mi carne reposará en esperanza. Porque no dejarás mi alma en el infierno, ni permitirás que tu Santo vea corrupción. Me hiciste conocer las sendas de la vida, y me colmarás de gozo con tu Rostro”.
“Varones, hermanos, permitidme hablaros con libertad acerca del patriarca David, que murió y fue sepultado, y su sepulcro se conserva en medio de nosotros hasta el día de hoy. Siendo profeta y sabiendo que Dios le había prometido con juramento que uno de sus descendientes se había de sentar sobre su trono, habló proféticamente de la resurrección de Cristo diciendo: que Él ni fue dejado en el infierno ni su carne vio corrupción. A este Jesús Dios le ha resucitado, de lo cual todos nosotros somos testigos. Elevado, pues, a la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, Él ha derramado a Éste a quien vosotros estáis viendo y oyendo. Porque David no subió a los cielos; antes él mismo dice: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga Yo a tus enemigos por tarima de tus pies”. Por lo cual sepa toda la casa de Israel con certeza que Dios ha constituido Señor y Cristo a este mismo Jesús que vosotros clavasteis en la cruz”.

En otras palabras, San Pedro predica a los judíos que Jesús, a quien ellos mataron, resucitó y reina glorioso en el cielo a la diestra del Padre, y todo secundum Scripturas.

Parecido discurso vemos en San Pablo a los judíos de Antioquía de Pisidia:

Hech. XIII, 26-39: “Varones, hermanos, hijos del linaje de Abrahán, y los que entre vosotros son temerosos de Dios, a vosotros ha sido enviada la palabra de esta salvación. Pues los habitantes de Jerusalén y sus jefes, desconociendo a Él y las palabras de los profetas que se leen todos los sábados, les dieron cumplimiento, condenándolo; y aunque no encontraron causa de muerte, pidieron a Pilato que se le quitase la vida. Y después de haber cumplido todo lo que de Él estaba escrito, descolgáronle del madero y le pusieron en un sepulcro. Mas Dios le resucitó de entre los muertos, y se apareció durante muchos días a aquellos que con Él habían subido de Galilea a Jerusalén. Los cuales ahora son sus testigos ante el pueblo. Nosotros os anunciamos la promesa dada a los padres, ésta es la que ha cumplido Dios con nosotros, los hijos de ellos, resucitando a Jesús según está escrito también en el Salmo segundo: “Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado”. Y que lo resucitó de entre los muertos para nunca más volver a la corrupción, esto lo anunció así: “Os cumpliré las promesas santas y fieles dadas a David”. Y en otro lugar dice: “No permitirás que tu Santo vea la corrupción”. Porque David después de haber servido en su tiempo al designio de Dios, murió y fue agregado a sus padres, y vio la corrupción. Aquel, empero, a quien Dios resucitó, no vio corrupción alguna. Sabed, pues, varones, hermanos, que por medio de Éste se os anuncia remisión de los pecados; y de todo cuanto no habéis podido ser justificados en la Ley de Moisés, en Él es justificado todo aquel que tiene fe”.

Vemos aquí el mismo esquema: muerte y resurrección de Jesús según las Escrituras.

Pero si pasamos a los gentiles, entonces la cosa cambia.

A los Tesalonicenses, San Pablo les recordará los efectos que la predicación produjo en ellos, haciéndonos conocer así, indirectamente, el contenido de la prédica:

I Tes. I, 8-10: “Así es que desde vosotros ha repercutido la Palabra del Señor, no sólo por Macedonia y Acaya, sino que en todo lugar la fe vuestra, que es para con Dios, se ha divulgado de tal manera que nosotros no tenemos necesidad de decir palabra. Pues ellos mismos cuentan de nosotros cuál fue nuestra llegada a vosotros, y cómo os volvisteis de los ídolos a Dios para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, a quien Él resucitó de entre los muertos: Jesús, el que nos libra de la ira venidera”.

Como se ve, la muerte y resurrección de Nuestro Señor va precedida del abandono a los ídolos y se le agrega la segunda Venida.

Fillion resume muy bien la predicación en estos términos:

“La conversión al cristianismo es resumida en tres puntos concretos: el abandono del culto de los ídolos, la adhesión al Dios único, que es llamado vivo y verdadero por oposición a las divinidades sin vida y sin realidad del paganismo, y la espera de la segunda venida de Jesucristo, juez futuro de los vivos y de los muertos”.

Después de haber hecho un milagro en Iconio, las turbas quisieron adorar a San Pablo y a su compañero, San Bernabé, pero el gran Apóstol se contentó con predicarles los dos primeros elementos de los arriba mencionados:

Hech. XIV, 15-17: “Hombres, ¿qué es lo que hacéis? También nosotros somos hombres, de la misma naturaleza que vosotros. Os predicamos para que dejando estas vanidades os convirtáis al Dios vivo, que ha creado el cielo, la tierra, el mar y todo cuanto en ellos se contiene, el cual en las generaciones pasadas permitió que todas las naciones siguiesen sus propios caminos; mas no dejó de dar testimonio de Sí mismo, haciendo beneficios, enviando lluvias desde el cielo y tiempos fructíferos y llenando vuestros corazones de alimento y alegría”.

Pero en el Areópago vuelven a aparecer los tres aspectos:

Hech. XVII, 22-31: “De pie en medio del Areópago, Pablo dijo: “Varones atenienses, en todas las cosas veo que sois extremadamente religiosos; porque al pasar y contemplar vuestras imágenes sagradas, halle también un altar en que está escrito: A un dios desconocido. Eso que vosotros adoráis sin conocerlo, es lo que yo os anuncio: El Dios que hizo el mundo y todo cuanto en él se contiene, éste siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos de mano; ni es servido de manos humanas, como si necesitase de algo, siendo Él quien da a todos vida, aliento y todo. Él hizo de uno solo todo el linaje de los hombres para que habitasen sobre toda la faz de la tierra, habiendo fijado tiempos determinados, y los límites de su habitación, para que buscasen a Dios, tratando a tientas de hallarlo, porque no está lejos de ninguno de nosotros; pues en Él vivimos y nos movemos y existimos, como algunos de vuestros poetas han dicho: “Porque somos linaje suyo”. Siendo así linaje de Dios, no debemos pensar que la divinidad sea semejante a oro o a plata o a piedra, esculturas del arte y del ingenio humano. Pasando, pues, por alto los tiempos de la ignorancia, Dios anuncia ahora a los hombres que todos en todas partes se arrepientan; por cuanto Él ha fijado un día en que ha de juzgar al orbe en justicia por medio de un Hombre que Él ha constituido, dando certeza a todos con haberle resucitado de entre los muertos”.





[1] L`Évangile et les Évangiles, Nouvelle édition revue et augmentée par X. Léon-Dufour, S.J. Colec. Verbum Salutis, Beauchesne (1944), pag. Pag. 11.

[2] Praelectiones Biblicae N.T., II, Marietti, (1948), num. 29.

[3] No está claro por qué estos autores reducen todo a los judíos cuando claramente indica San Pablo que eso le había predicado también a los de Corinto.