12. Los montes de Edom y los
de Israel.
A
propósito de la destrucción de Edom (Ez. XXXV) nota discretamente el autor del
comentario:
“Como se notó sobre Tiro (c. XXVI, principio y
apéndice), también sobre Edom el castigo se realizará poco a poco. Actualmente
la Idumea no es más que un desierto” (pág. 263, col 1º).
Está
bien, mas ¿por qué no admitir un proceso parecido, aunque inverso, en el
restablecimiento de Israel, de que habla el capítulo siguiente? (Ez. XXXVI).
Como a Edom las amenazas, así a Israel las promesas cumpliránsele poco a poco,
hasta su definitiva conversión en que todas aquellas desembocan y en que han de
quedar logrados hasta sus últimos detalles. Como actualmente la Idumea es un
desierto en cumplimiento literal de la profecía sobre los montes de Seir, así
la Judea será algún día un vergel, material y socialmente, en cumplimiento
literal de la profecía sobre los montes de Israel. El argumento a pari no tiene vuelta de hoja. ¿A
qué, pues, andar ronceando sobre esta venturosa perspectiva, seguro solaz de
las almas pías (I Mac. XII, 9), que si se realizó al retorno de Babel, que si
al tiempo de los macabeos, que si en la promulgación del Evangelio? Hasta la
fecha, la suerte de los montes de Israel difiere bien poco de la de los montes
de Seir. ¿Dónde está, pues, el contraste intencionado entre unos y otros? ¿Ya
se cumplieron para Israel las magníficas promesas que ahí y en otras partes se
le hacen? Sería el caso de repetir el parturient
montes del poeta, o lo otro de la broma pesada.
No,
Israel no ha conseguido todavía lo que se le ha prometido de mil modos y que él
espera (Rom. XI, 7), pero lo conseguirá algún día (Rom. XI, 26). Entonces
Israel en masa— es decir, como pueblo-, será restaurado, en esa restauración
reparará con creces sus ruinas seculares, las materiales y las espirituales,
mientras Edom siendo un desierto. Literalmente se cumplió la profecía en los
montes de Seir; literalmente se ha de cumplir en los montes de Israel. Eso pide
la ley del contraste. No exige más, ni con menos se contenta. El alegorismo
alejandrino no tiene más que hacer aquí que allí.
En
cambio, la teoría antioquena, aquí como en tantas otras profecías similares,
presta excelentes servicios: las restauraciones históricas, tan precarias, no son
más que un ensayo, a través del cual, no como en causa, sino como en imagen, en
figura, columbra el vidente la cabal restauración escatológica, a la que mira
última y principalmente, y en la que tendrá su pleno cumplimiento cuanto dice.
Oigamos
en términos la ley fundamental de Zacarías, a que hemos aludido tantas veces:
“¡Oye
oh Jesús, Sumo Sacerdote, tú y tus compañeros que se sientan en tu presencia!
pues son varones de presagio” (Zac. III, 8).
La
restauración histórica no es más que un presagio de la escatológica (cf. Ag.
III, 24); a ambas, pues, se dirige la mirada del vidente, más preferentemente a
la segunda.
Y
con esto pueden ya apreciar por sí mismos mis lectores el juicio que nos
merecen las siguientes afirmaciones del autor, dichas absolutamente del nuevo Israel
en el cuadro de la restauración histórica:
“Volverán las
gentes de Israel—sin mezcla de otras razas—, y toda entera, no un núcleo representativo” (pág. 266, col. 2º).
¿Dónde,
cuándo, y en cuál de las repatriaciones históricas? Y ¿qué se ha hecho del
“resto” de otras veces?
“La prolificencia y la prosperidad—efecto y signo de
la bendición celeste—superarán a las de los períodos más felices del pasado
Israel” (lb., fin de pág.)
— ¿Dónde,
cuándo y en cuál de las repatriaciones históricas? ¿También el templo del
Zorobabel histórico superará el esplendor del de Salomón? (cf. Esd. III, 12;
Ag. II, 4).
“Mudado el espíritu en el culto del Señor, los
nuevos moradores no sufrirán más aquellos terribles castigos que los herían en
el corazón... La Palestina era una tierra maldita que devoraba a sus habitantes (cf. Lev. XVIII, 28; Núm. XIII, 32), mas
en el nuevo Israel esto no tendrá ya lugar. Es el Señor quien lo asegura
solemnemente” (pág. 267, col 1º).
El Señor así lo asegura, pero
el exégeta no lo verifica en el cuadro de la restauración histórica: a los
caldeos sucedieron los persas no siempre equitativos, y a éstos los griegos y
los romanos, y a todos, los mahometanos.
Es
lo que decía pintorescamente Joel: Lo que dejó la (langosta) gazam, lo devoró la arbeh, y lo que dejó la arbeh, lo
devoró la yélek, y lo que dejó la yélek, lo devoró la chasil (Jl. I, 4)— donde muchos
alegoristas no aciertan a ver la alegoría (¡!)—; y sólo después de estas plagas
sucesivas y seculares brilla plena e indefectible la misericordia de Dios sobre
su pueblo (Jl II, 18 ss.). No enmendemos la plana a los profetas, que son
hombres, de muy larga vista (cf. Ecco. XLVIII, 27 s.).
13. La visión de los huesos
áridos.
A
tenor de los puntos de vista, tantas veces expuestos, fácilmente echarán de ver
mis lectores que es empequeñecer la visión de los huesos áridos y dispersos que
se reintegran y reorganizan a la voz del profeta, y recobran vida al soplo del
espíritu (Ez. XXXVII, 1-14), el darle por horizonte profético el cautiverio
babilónico con la subsiguiente restauración zorobabélica.
Sin
negar del todo esta perspectiva histórica, harto esfumada, por cierto, la vista
del profeta no se limita a horizonte tan estrecho, y menos aquí que en otros
vaticinios. El propio autor al final de su exposición histórica añade como al
descuido:
“Luego se presenta sin más el Messías con su reino
(Ez. XXXVII, 24-28), que completará la era del renacimiento, apenas iniciada”
(pág. 271, col. 1º).
Pero del Messías sabemos que este es puesto para
ruina y para resurrección de muchos en Israel (Lc.
II, 34). Primero in ruinam, y ese es
el signo bajo el cual está todavía Israel. La resurrección de la multitud (multorum), de que hablan Ezequiel y Simeón, vendrá después, en
la restauración escatológica, y no antes. Y con esto volvemos a nuestra tesis
de siempre, que no es otra que la de San Pablo (Rom. XI).
Y, a propósito, ¿está seguro
el autor de que la purificación por el agua y el espíritu, que aquí y en otras
partes se promete al nuevo Israel, se cifra en ese visible mejoramiento
religioso que experimentó a raíz del cautiverio babilónico? (pág. 268, col. 1º
y 2º). El paralelismo con Jl. II, 28 ss. y otros profetas, nos persuade que ese
espíritu renovador (Ez. XXXVI, 26) y vivificador (Ez. XXXVII, 9 ss.), es la
sustancia misma de la nueva economía (Act. II, 17 ss.), de la que entrará a
formar parte Israel en su restauración definitiva y no antes (Rom. XI, 25 s.).
Es
empeño inútil el de concordar la profecía con la historia a tenor de la euforia
alegorística. Pierde la letra y no gana el espíritu. Y no es que neguemos
por tema la existencia de la alegoría: admitimos de buen grado la alegoría
retórica, que no es más que una metáfora continuada. Lo que rechazamos es la
alejandrina, y mejor, el alegorismo alejandrino, que busca alegorías por
doquier e interpreta las que halla sin sopesar los datos del texto y del
contexto.
Ni
es que nosotros queramos quitarle a nadie el derecho de opinar, pero vindicamos
para todos el derecho de disentir en este punto, y damos lealmente las razones
de un tal disentimiento.