9. Los malos y los buenos
Pastores.
A
propósito de Ez. XXXIV, cumple declarar que en el estilo profético los pastores
son preferentemente reyes (Cf. Is. XLIV, 28; Jer. X, 21; XII, 10; XXII, 22; L,
6; Zac. X, 2 s.; XI, 3.5.8, etc.), con distinción de los sacerdotes y profetas
(Jer. II, 8). Aun el paso de Jer. III, 15 (Y os daré pastores según mi
corazón) se refiere a los reyes en esa
alusión al tipo de todos ellos: David (I Sam. XIII, 14), el pastor ideal a
quien el Señor escogió detrás de las que amamantaban (Sal.
LXXVII, 70, ss.; cf. II Sam. V, 2).
Jeremías
habla en dos lugares de los malos pastores (reyes), diciendo en el primero de
su sustitución por otros buenos, bajo la égida del tsémah (Jer. XXIII, 1-8; cf. XXXIII, 14 ss.) y en el segundo de su
fatal ruina (Jer. XXV, 24-38). De estos dos pasajes de Jeremías, el de Ez.
XXXIV (cf. XXXVII, 15 ss), es un comentario del primero, y el de Zac. X y XI,
del segundo.
Por
esto y por estar extinguida la dinastía davídica (Ez. XXXIV, 5.8) los pastores
de Israel en el destierro (Ez. XXXIV, 12-14), no pueden ser los arriba señalados
(Ez. XXII, 23-31), reyes, príncipes
sacerdotes, falsos profetas y grandes propietarios de la propia nación
israelítica, como quiere el autor del comentario (pág. 255, col. 2º), sino los
amos extranjeros, que durante el cautiverio los dominan, como se queja el pueblo
por boca de Isaías: “hemos tenido otros señores fuera de Ti” (Is.
XXVI, 13). Los príncipes propios de la nación vienen significados por los carneros
y machos de cabrío (Ez. XXXIV, 17), que no se comportan con la grey mucho mejor
que los extraños.
A
unos y otros se sustituirá el verdadero y único pastor (cf. Is. XL, 11; Jer. XXXI,
10), que es el Señor mismo, en la persona de su lugarteniente el tsémah, retoño de la dinastía davídica
que ya conocemos, y que el profeta llama David eponímicamente. Y henos aquí de
nuevo trasladados del cautiverio histórico al secular (Os. III) y de la
restauración histórica a la escatológica, vista ésta a través de aquélla. Es
otra flamante aplicación de la teoría antioquena en contra del acomodaticio
alegorismo, a cuyo cargo hemos de poner la serie de juegos malabáricos, que el
autor ejecuta aquí en la exposición de todo este pasaje en torno al
cristianismo en general.
Vayan
algunos ejemplos:
Registra la reprobación de
los judíos, donde la profecía les trae la bendición; e interpreta reino de los
cielos (Ev.) donde la profecía lee de la tierra; y omnímoda paz messiana, donde
el Evangelio pone guerra sin cuartel (Mt. X, 34 y par.) y paz y seguridad
interna, donde la profecía habla de externa, y ve en las promesas de bienes
temporales, no el complemento (Touzard), sino el mero símbolo (alegoría), de
los espirituales, etc., etc. (págs. 259
y ss.).
Para
no citar otros pormenores, véase el comentario a Ez. XXXIV, 28 s. donde estampa
sin pestañear estas afirmaciones:
“Paz y prosperidad no tendrán fin, después que
fueren liberados del yugo de los caldeos, en la sede del nuevo Israel, dotada
de una fertilidad prodigiosa; sin tener ya que soportar en adelante el desprecio
y el ridículo de los enemigos”.
Ahí tienen mis ilustrados
lectores un auténtico espécimen del alegorismo alejandrino en exégesis, que
venimos denunciando de hace años. Apenas cabe mayor desdén de la letra, ni mayor
despreocupación de la historia. No sólo los judíos literalistas (II Cor. III,
14 s.), también los cristianos alegoristas parecen tener un velo ante los ojos
en la lectura del sagrado texto.
Ni
literalistas, ni alegoristas a ultranza. Si a tenor de la teoría antioquena
aplazamos a su debido tiempo el pleno cumplimiento de las grandes profecías
sobre el reino, salvaremos el espíritu y la letra.
10. El cambio de guardia.
A
ese cambio alude San Pablo, cuando nos habla de la futura evacuación de todo
otro poder humano o diabólico, para dar lugar al de Cristo rey; cuando haya destruido todo principado y toda
potestad y toda virtud. Es necesario, en efecto (así el griego), que Él reine”
(I Cor. XV, 24-25).
Y es así, que Cristo era y es
rey en sentido propio (Pío XI), pero se inhibió de reinar en favor del derecho
natural del César (Mt. XXII, 21, y par.; cf. Mt. XX, 28; Mc. X, 45; Jn. III,
17; VI, 15; XVIII, 36, etc.), y contra la mentalidad judaica de las turbas y de
sus propios discípulos, declara repetidas veces, que no vino a gobernar (reinar,
juzgar) sino a servir: que no vino a traer la paz social sino la guerra. Y es
en consecuencia inútil que tantos exégetas de la escuela alejandrina, alegorizando
sobre el sacerdocio cristiano, se empeñen en hacerle reinar a la fuerza y traer
la paz a la tierra contra su protesta formal (Mt. X, 34 y par.). Siguen en esto
la mentalidad judaica, que dicen combatir, sacando verdadera la sentencia vulgar
de que los extremos se tocan[1].
Así como con la institución
del sacerdocio de derecho positivo cristiano
quedó evacuado todo otro poder sacerdotal de derecho positivo o natural, así quedará
evacuada, anulada, aniquilada la realeza de derecho natural, que ahora usufructúa
el César, con la restauración de la realeza davídica — volverá el antiguo poderío, la realeza de la hija de
Jerusalén (Miq.
IV, 8) - que se convertirá automáticamente en realeza de derecho positivo cristiano cuando el pueblo de Dios se convierta al cristianismo. Y
a eso miran casi todos los antiguos vaticinios, tan exuberantes en la dimensión
de la realeza como parcos en la del sacerdocio.
Recogiendo
San Juan, según su costumbre, estos vaticinios, consigna el evento futuro como
un triunfo del hijo varón (vir masculus
= tsémah) contra el dragón rojo de
siete cabezas y diez cuernos, captando el eco de una voz celeste que dice: Ahora hecha ha sido la salud y el poder y el
reino de nuestro Dios y la autoridad de su Cristo (Apoc. XII, 10 = Dn. XII,
1). El Señor vendrá o intervendrá más tarde (Ap. XI, 15 ss.; XVII, 14; XIX, 11
ss.), para salvaguardar el cambio hecho (Hab. III, 13).
11. Necesidad del cambio de
guardia.
La
recapitulación de todas las cosas en Cristo (Ef. I, 10), la restauración final
de todas las cosas que predijeron todos los profetas (Act. III, 21; Mt. XVII,
11, y par.), y de que será sólo una parte la restauración de Israel (Is. XLIX,
6), entonces será una realidad palpable, cuando al ejercicio del sacerdocio
cristiano se una el de la realeza messiana, como expresión adecuada de la
omnímoda potestad de Cristo (Mt. XXVIII, 28), la espiritual y la temporal,
encarnada en sendos vicarios del Messías (Zac. VI, 13).
Lo confiesa implícitamente el autor, cuando concluye:
“La bontá senza la forte giustizia non é atta al
governo” (pág. 257, col. 2º);
Y poco
más abajo, cuando afirma:
“II Signore avrá una cura speciale per i devoli,
che non verranno piú mortificati (¡?) e conserveranno, beati, il loro posto
nell ovile” (pág. 258, col. 1º);
Y
más abajo todavía, cuando escribe:
“Tolte le iperboli che fan parte dello stile
vivace ed immaginoso degli scrittori orientali, rimane sempre questa promessa
di pace sovrana, di tranquilitá da ogni minaccia” (pág. 260 sig.).
Es
lo que nosotros venimos repitiendo con menos eufemismo de palabras: por más
sordina que se ponga a los vaticinios messianos, flota siempre en ellos el
anuncio incoercible de la paz social más venturosa, paz que no vino a traer Cristo
en su primera venida (Mt. X, 34, y par.), pero que habrá de traer algún día con
la actuación de la realeza messiana. Sostener todavía otra cosa nos parece una
oficiosidad impertinente y un mirar la realidad punzante con los ojos de la
euforia alegorista.
Véase
la expresión más deliciosa de esa euforia en estas palabras del comentario:
“La spiegazione é stata data ed é esauriente; se
gli uomini applicassero nella loro vita individuale e collettiva i dettami del
Vangelo nel mondo cessarebbe per incanto ogni lotta, si avrebbe la pace ed ogni
prosperitá. Togliete l'egoismo e avrete la gioia. In altri termini, il Vangelo
offre a tutti la possibilitá di recever questi beni: é una mensa appareochiata,
basta avvicinarsi per participarvi. In oltre nella propria conscienza, ogni uomo,
anche nel chaos esterno, trova in N. S. serenitá e gioia; mentre le stesse
sofferenze sono amate come strumento, che ci eleva e ci purifica. Per tutti i
usti queste profezie si adempiono letteralemente (¡?)” (página 261, col. 1º).
Son
los consabidos tópicos de la euforia alegorista, con que se echa agua en el
vino de las promesas messianas.
Medítese de nuevo el
cap. 11 de la epístola a los Romanos: altro
che profezie condizionate. ¿Qué valor tendría en ese supuesto el tan
repetido No por vosotros hago esto? (Ez. XXXVI,
22.32). Si los judíos chocaron con la realidad por apegarse demasiado a la
letra (pág. 261, col. 1º), estos alegoristas chocan a la vez con la realidad y
con la letra, al poner entre ambos extremos un paralelismo forzado e
insubsistente.
Ni qué decir tiene que, en
este plan divino, así como la institución del sacerdocio cristiano no implica
la presencia visible de Cristo en la Iglesia, así tampoco el ejercicio de la
realeza messiana, que nos traerá la paz tantas veces prometida, implicará la
presencia visible de Cristo con sus santos en el reino subceleste, que es la
misma Iglesia dotada del pleno ejercicio de la soberanía (Dan. VII, 26)[2].
A este tenor creemos con el
común que el buen pastor de Ezequiel, bajo el nombre simbólico de David (Is.,
Jer. Ez.) es verdaderamente el Messías, pero no el Messías en persona, sino en su
regio representante, el tsémah de la
dinastía davídica, visto por Zacarías en pie de igualdad con el representante
sacerdotal del mismo Messías (Zac. VI, 13). En su dimensión personal, como ya
notamos arriba, el Messías no puede tener parejo.
[1] Es picante a este propósito el caso del célebre
Orígenes el gran fautor del alegorismo bíblico, quien desdeñando sobremanera la
letra del sagrado texto, solamente hacía tesoro del que él llamaba sentido
espiritual y este sentido buscaba y hallaba por doquier, sólo no acertó a verlo
allí donde es en el texto del Evangelio: Sunt
eunuchi qui seipsos castraverunt propter regnum caelorum (Mt. XIX, 12) y
entendiéndolo a la letra.
Nota del Blog: En realidad, las razones del alegorismo en
Orígenes parecieron ser nobles, aunque, puestos los (malos) principios de su
exégesis, se siguieron no pocos despropósitos.
El P. Pirot, en su libro L'Œuvre Exégétique de Theodore de Mopsueste,
Romae, 1913, comenta (pp. 9-10):
“… diversas razones apologéticas
pusieron a Orígenes en Alejandría en la vía del alegorismo: los gnósticos
explicaban la Biblia con un literalismo a menudo grosero, y por este motivo,
rechazaban el Antiguo Testamento como inspirado por el Creador; los judíos
demandaban la realización literal de las metáforas a fin de adorar a Cristo; en
fin, entre los mismos ortodoxos comenzaban a deslizarse ciertos errores
antropomórficos a los cuales era urgente poner remedio.
Orígenes puso resueltamente manos a la obra en la esperanza de convertir a los paganos, ganar a los judíos
y defender las Sagradas Escrituras…”.
[2] Nota del Blog: Ni hace falta que digamos una vez más que
coincidimos con estas palabras por completo y que van en línea con el famoso
decreto del `44.