En
tiempos más recientes el interés en esta tesis particular se centró en el tema
de la manera en que Dios unió el primado al episcopado de la Iglesia local de
Roma.
Algunos,
como Domingo Palmieri, consideran probable que San Pedro recibió una
orden divinamente revelada para establecer su Sede permanentemente en Roma
antes que asumió el liderazgo de la Iglesia local de la Ciudad Eterna[1].
Otros,
como Reginaldo Schultes, creían que esa orden previa era muy
improbable, pero insistía que un mandato divino explícito se le dio
probablemente a San Pedro antes de su martirio[2].
Otros,
como el cardenal Franzelin y los Obispos Felder y D`Herbigny,
opinan que la decisión final de Roma hecha por San Pedro se debió a un
movimiento de la gracia o inspiración divina de tal naturaleza de descartar la
posibilidad de cualquier transferencia de la Sede primacial desde Roma en
cualquier momento posterior[3].
El Cardenal
Billot sostenía que Roma retenía su posición dispositione divina (por
divina disposición), y que esta tesis, aunque todavía no ha sido definida,
sin dudas puede serlo[4].
Es
interesante notar que Gerardo Paris escribió que era más probable que
el primado sobre la Iglesia universal fue unido al episcopado de Roma iure divino, saltem indirecto (por derecho divino, al menos indirecto)[5]. La posibilidad de ese mandato divino indirecto
generalmente no ha sido considerada en la eclesiología escolástica reciente.
Una gran mayoría de teólogos
desde el Concilio Vaticano ha sostenido la tesis que, de una u otra manera, el
primado está permanentemente unido a la Iglesia local de Roma iure divino (por derecho
divino). Dentro de esta mayoría encontramos eclesiologistas tan destacados
como el Cardenal Camilo Mazzella, Bonal, Tepe, Crosta, De Groot, Hurter,
Dorsch, Manzoni, Bainvel, Tanquerey, Herve, Michelitsch, Van Noort, y Lercher[6].
Sin
embargo, a pesar de la preponderancia de testimonios a favor de esta tesis, Saiz
Ruiz y Calcagno rechazan los argumentos teológicos generalmente aducidos en su
favor, mientras que Dieckmann se refiere a la cuestión como sujeta a
controversia[7]. Granderath puso en evidencia que el Concilio Vaticano no tuvo
ninguna intención en condenar la enseñanza de Domingo Soto en su constitución Pastor
aeternus[8].
Como consecuencia de esta unión inseparable del primado con el
episcopado de Roma, la teología escolástica señala la enseñanza común que la
Iglesia local de Roma, los fieles de la Ciudad Eterna presididos por su Obispo
rodeado por sus sacerdotes y otros clérigos, es una institución infalible e
indefectible.
Si, hasta el fin de los tiempos, el hombre que está a cargo de la
responsabilidad de presidir sobre la Iglesia militante como Vicario de Cristo
en la tierra es necesariamente la cabeza de la Iglesia local de Roma, entonces
se sigue con bastante obviedad, que la Iglesia local de la Ciudad Eterna debe
ser destinada por Dios para continuar viviendo tanto como la Iglesia militante.
Nadie puede ser el Obispo de Roma a menos que haya una determinada Iglesia
Romana sobre la que pueda gobernar por divina autoridad.
La tesis de la indefectibilidad de la Iglesia local
de Roma ha recibido un desarrollo más bien considerable en la literatura de la
eclesiología escolástica. Saiz Ruiz es de la opinión que, si la ciudad de Roma
fuera destruida, sería suficiente que los Romanos Pontífices retengan el título
del Obispo de Roma "sicut hodie episcopi in partibus”[9]. La terminología de la mayoría de los otros
teólogos modernos y clásicos que han tratado este tema implica, sin embargo, un
rechazo de esta afirmación. Los obispos in partibus infidelium, llamados
propiamente obispos titulares desde que León XIII decretó este cambio en la
terminología en su carta apostólica In supremo del 10 de junio de 1882,
no tiene jurisdicción alguna sobre los católicos de la localidad donde estaban
situadas sus antiguas iglesias. Nadie, según la enseñanza predominante de la
teología escolástica, puede ser el sucesor de San Pedro y por lo tanto la
cabeza visible de la Iglesia universal a menos que tenga autoridad episcopal
sobre los cristianos de la Ciudad Eterna.
Aunque
algunos teólogos, como Suárez y, en nuestros tiempos Mazzella y Manzoni,
sostienen como probable que la ciudad material de Roma va a ser protegida por
la providencia de Dios y que nunca va a ser completamente destruida[10], la mayoría de los demás afirman que esta
destrucción es una posibilidad[11]. Mantienen, de todas
formas, que la destrucción de los edificios e incluso la completa falta
de habitantes en la ciudad de ninguna manera implica la destrucción de la
Iglesia local de Roma. Autores antiguos como San Roberto Belarmino estaban
convencidos que hubo un momento en que la ciudad de Roma estuvo completamente
deshabitada, mientras que la Iglesia local, con su clero y obispo, seguía
existiendo[12].
De tiempo en tiempo los
herejes han señalado los capítulos XVII y XVIII del Apocalipsis como prueba de
que finalmente no va a haber seguidores de Cristo dentro de la ciudad de Roma.
San Roberto admitió esa posibilidad al fin del mundo, pero señaló que la
interpretación tradicional de esta sección del Apocalipsis, particularmente la
popularizada por San Agustín, no tiene nada que ver con la Iglesia Romana
durante el período que precede inmediatamente el juicio general[13]. Francisco Silvio demostró que cualquier
aplicación de esta sección del Apocalipsis a la Iglesia Romana era simplemente
fantasiosa[14]. Teólogos modernos, en particular Franzelin y
Crosta, han seguido este procedimiento[15].
Otra prerrogativa de la
Iglesia local Romana muy importante y a veces pasada por alto es su
infalibilidad. En razón de su peculiar lugar en la Iglesia universal, esta
congregación individual siempre ha estado y siempre estará protegida de herejía
en cuanto cuerpo debido al poder providencial de Dios. La Iglesia local de
Roma, con su presbyterium, su clero y
laicos va a existir hasta el fin de los tiempos segura en la pureza de su fe.
San Cipriano aludió a este carisma cuando habló de los católicos romanos como
aquellos “Ad quos perfidia
habere non potest accessum
(a los cuales no puede tener
acceso la perfidia)[16].
Esta
infalibilidad, no sólo del Romano Pontífice, sino también de la Iglesia local
de Roma, era un tema central en la eclesiología de algunos de los teólogos más
grandes de la Contrarreforma. El cardenal Hosio propuso esta tesis en su
polémica contra Brentius[17]. Juan Driedo la desarrolló magníficamente[18]. San Roberto explicó esta tesis
diciendo que el clero y el pueblo romanos, como una unidad corporativa, no
puede nunca defeccionar en la fe[19]. La Iglesia romana, como institución individual
local, no puede nunca defeccionar en la fe. Claramente, semejante garantía no
es dada a ninguna otra Iglesia local.
Es interesante notar
que durante la prolongada vacancia de la Sede Romana, los presbíteros y
diáconos de Roma escribieron a San Cipriano de tal forma que manifestaron su
convicción que la fe de su propia Iglesia local, incluso durante ese
interregno, constituía una norma a la cual debía conformarse la fe de las otras
Iglesias locales[20]. La
Iglesia Romana no puede ser aquella ala cual todas las demás congregaciones
locales de la cristiandad deben estar de acuerdo si no estuviera dotada con una
infalibilidad especial. Para que sea eficaz, esa infalibilidad debe ser
reconocida de manera práctica por las otras unidades locales de la Iglesia
militante esparcida a través de todo el mundo.
En realidad, la
infalibilidad de la Iglesia Romana es mucho más que una mera opinión teológica.
La proposición que “la Iglesia de la ciudad de Roma puede caer en error” es una
de las tesis de Pedro de Osma, condenada formalmente por el Papa Sixto IV como
errónea y que contiene herejía manifiesta[21].
Puesto
que es cierto que la Iglesia local de Roma es infalible en su fe, y que el
Santo Padre es el único maestro autoritativo de la Iglesia local de Roma, se
sigue que enseña infaliblemente cuando decide definitivamente una cuestión sobre
fe o costumbres de forma de fijar o determinar la creencia de esa Iglesia
local. Dado que la Iglesia de Roma es una norma efectiva para el resto de
las Iglesias locales, y para el reino universal de Dios sobre la tierra, en
materia de creencia, se debe creer que el Santo Padre se dirige a toda la
Iglesia militante, al menos indirectamente, cuando habla directa y
categóricamente a la congregación local de la Ciudad Eterna. Así, es
perfectamente posible tener una definición descripta por la Constitución Pastor aeternus del Concilio Vaticano,
una en la cual el Santo Padre habla ex
cathedra, “ejerciendo su cargo de pastor y doctor de todos los cristianos” donde
“define por su suprema autoridad apostólica que una doctrina sobre la fe y
costumbres debe ser sostenida por la Iglesia universal”[22],
precisamente cuando habla para determinar la fe de la Iglesia local de Roma.
Es un asunto de doctrina
católica que el episcopado de la Iglesia local de Roma y el primado visible de
jurisdicción sobre la Iglesia militante no son en realidad dos episcopados,
sino que constituyen sólamente una actividad episcopal. Hoy,
desafortunadamente, estamos inclinados a imaginar que la jefatura de la
comunidad cristiana en la ciudad del Tíber es apenas algo más que adicional al
Soberano Pontificado. Indicativo de esta
tendencia es la declaración de un libro reciente y bien escrito sobre el Año
Santo, una afirmación que dice que “uno de los títulos del Santo Padre es
Obispo de Roma”[23].
Tal
afirmación no es errónea, pero bien puede ser considerada como un poco confusa.
“Obispo de Roma” no es simplemente uno de los títulos del Santo Padre, en
realidad es el nombre del oficio que lo constituye como el sucesor de san Pedro
y como el Vicario de Cristo sobre la tierra. Y cuando el mismo libro habla
de “la vuelta de la Sede Apostólica a Roma”[24] con referencia al fin de la residencia de los Papas
en Aviñón, usa, definitivamente, mala terminología. La Sede Apostólica, la cathedra
Petri, nunca dejó la Ciudad
Eterna. Aquellos que gobernaron la Iglesia desde Aviñón fueron tan
verdaderamente Obispos de Roma como cualquier otro de los sucesores de San
Pedro. Es precisamente en razón de la residencia inseparable dentro de la Cathedra
Petri que la Iglesia local de Roma posee sus extraordinarios
privilegios y carismas dentro de la Iglesia Militante.
Joseph Clifford
Fenton
[1] Cf. Palmieri, Tractatus
de Romano Pontifice cum prolegomena de ecclesia (Prado, 1891), pp. 416
ss.
[2] Cf. Schultes, De
ecclesia catholica praelectiones apologeticae (París: Lethielleux,
1931), pp. 450 ss.
[3] Cf. Franzelin, Theses
de ecclesia Christi (Roma, 1887), pp. 210 ss.; Felder, Apologetica sive theologia fundamentalis (Paderborn:
Schoeningh, 1923), II, 120 sig.; y D'Herbigny,
Theologia de ecclesia (París: Beauchesne, 1927), II, 213 ss.
[4] Cf. Billot,
Tractatus de ecclesia Christi, 5º edición (Roma: Universidad Gregoriana,
1927), 1, 613 sig.
[5] Cf. Paris,
Tractatus de ecclesia Christi (Turín: Marietti, 1929), pp. 217 sig.
[6] Cf. Card.
Mazzella, De religione et ecclesia praelectiones scholastico-dogmaticae, 6ª
edición (Prado, 1905), pp. 731 ss.; Bonal,
Institutiones theologiae ad usum seminariorum, 16ª edición
(Toulouse, 1887), 1, 422 ss.; Tepe, Institutiones
theologicae in usum scholarum (Paris: Lethielleux, 1894), 1, 307 sig.;
Crosta, Theologia dogmatica in
usum scholarum, 3ª edición (Gallarate: Lazzati, 1932), 1, 309 ss.; De Groot, Summa apologetica de
ecclesia catholica, 3ª edición (Regensburg, 1906), pp. 575 ss.; Hurter, Theologiae dogmaticae compendium, 2ª
edición (Innsbruck, 1878), 1, 332; Dorsch,
Institutiones theologiae fundamentalis, 2ª edición (Innsbruck:
Rauch, 1928), II, 229; Manzoni, Compendium
theologiae dogmaticae, 4ª edición (Turín: Berruti, 1928), 1, 263; Bainvel, De ecclesia Christi (París:
Beauchesne, 1925), p. 201; Tanquerey,
Synopsis theologiae dogmaticae fundamentalis, 24ª edición (París:
Desclée, 1937), p. 492; Herve, Manuale
theologiae dogmaticae, 18ª edición (París: Berche et Pagis, 1934), 1,
401; Michelitsch, Elementa apologeticae
sive theologiae fundamentalis, 3ª edición (Viena: Styria, 1925), p.
378; Van Noort, Tractatus de
ecclesia Christi, 5ª edición (Hilversum, Holland: Brand, 1932), p.
188; y Lercher, Institutiones
theologiae dogmaticae, 2ª edición (Innsbruck: Rauch, 1934), 1, 378 ss.
[7] Cf. Saiz
Ruiz, Synthesis sive notae theologiae fundamentalis (Burgos,
1906), pp. 430 ss.; Calcagno, Theologia
fundamentalis (Nápoles: D'Auria, 1948), pp. 229 sig,; y Dieckmann, De ecclesia
tractatus historico-dogmatici (Freiburg-im-Breisgau: Herder, 1925), 1,
437 sig.
[8] Cf. Granderath, Constitutiones
dogmaticae sacrosancti oecumenici Concilli Vaticani ex ipsis eius actis
explicatae atque illustratae (Freiburg-im-Breisgau: Herder, 1892), pp.
137 ss. Aunque la enseñanza de Soto
no ha sido condenada, la doctrina según la cual el primado puede ser sacado de
Roma por medio de un concilio general o de la población como un todo fue
condenada por Pío IX en su Syllabus
de errores. Cf. DB 1735.
[9] Cf. Saiz Ruiz, op. cit., p.
433.
[10] Cf. Suarez, op.
cit., p. 198; Mazzella, op.
cit., p. 738; Manzoni, op. cit., p. 264.
[11] Nota del Blog: Tal posibilidad fue aceptada al menos como
hipótesis por Pío XII en un discurso pronunciado el 24 de enero de 1949 donde
decía:
“Si, por acaso un día -Nos lo decimos por pura hipótesis- la Roma material llegara a derrumbarse; si por acaso esta Basílica
Vaticana, símbolo de la única invencible y victoriosa Iglesia Católica, debiera
enterrar bajo sus ruinas sus tesoros históricos y las tumbas sagradas que
encierra, aún entonces la Iglesia no por eso estaría abatida ni fisurada. La promesa de Cristo a Pedro permanecería
siempre verdadera, el papado duraría siempre, como también la Iglesia, una e
indestructible, fundada sobre el Papa que viviera en ese momento”.
Como nota al
margen, es digno de resaltar la ausencia de Dom Gréa en medio de tantos teólogos. Que sepamos, Fenton no lo
citó nunca y es muy curioso porque al menos debió haberlo conocido a través de
Billot que lo cita en una oportunidad. Una pena realmente. El gran teólogo
francés tenía páginas hermosas sobre el tema de la Iglesia local de Roma que transcribimos en otra oportunidad. Ver
AQUI y también los siguientes enlaces: 1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6.
[12] Cf. S.
Roberto, op. cit., col. 813.
[13] Cf. ibid., col. 814.
[14] Cf. Silvio, op.
cit., q. I, a. 4,
conclusión 3, p. 291.
[15] Cf. Franzelin, op. cit., pp.
213 sig.; Crosta, op. cit., p.
312, cita a Franzelin en este tema. Es interesante notar que las doctrinas de
estos sabios coinciden con las enseñanzas del exégeta Allo. Cf. Saint Jean: L'Apocalypse, 3 edición
(París: Gabalda, 1933), pp. 264 ss.
Nota del Blog: Cuestión disputada, pero aun suponiendo que
Babilonia sea Roma (cosa que en lo personal no creemos) no se sigue en nada en
contra de la tesis principal de este artículo, como bien lo indica Pío XII en
la cita que dimos más arriba.
[16] Ep. 59, in CSEL, 3, 2, 683.
[17] Cf. Hosio, Confutatio
prolegomenon Brentii (Lión, 1564), pp. 170 ss.
[18] Cf. Driedo, De ecclesiasticis scripturis et dogmatibus (Lovaina,
1530), lib. 4, c. 3, pp. 549 ss.
[19] Cf. S.
Roberto, op. cit., col. 812.
[20] Esta carta es la num. 30 de san Cipriano.
[21] Cf. DB, 730.
[22] DB, 1839.
[23] Cf. Fenichell y Andrews, The Vatican and Holy
Year (New York: Halcyon House, 1950). p. 89.
[24] Ibid., p. 4.