La
Iglesia local de Roma, por Mons. Fenton
Nota del
Blog: El siguiente trabajo,
una verdadera joya, es obra de nuestro ya conocido Mons. Fenton y fue
publicado en The American Ecclesiastical Review, CXII (junio de 1950),
pag. 454-464.
El original puede consultarse AQUI.-
***
Según
la divina constitución del reino de Nuestro Señor sobre la tierra, la
pertenencia a ese reino, la Iglesia militante, normalmente comporta una
pertenencia en alguna sociedad local o individual dentro de la Iglesia
universal. Estas sociedades individuales dentro de la Iglesia católica son de
dos clases: primero están las diversas Iglesias locales, las asociaciones de
fieles en las diversas regiones de la tierra y luego están las religiones, asambleas de fieles
organizados unice et ex integro
(exclusiva y completamente) para la obtención de la perfección de
parte de quienes son admitidos a ellas. Según la Constitución Apostólica Provida
mater ecclesia,
“La disciplina canónica
del estado de perfección, en cuanto estado público, fue tan sabiamente ordenada
por la Iglesia que, cuando se trata de Religiones clericales, generalmente las
Religiones hacen el oficio de diócesis para todo aquello que se refiere a la
vida clerical de los religiosos y la adscripción a la Religión sustituye a la
incardinación clerical a una diócesis”[1].
Entre estas sociedades
individuales que viven dentro de la Iglesia universal de Dios sobre la tierra,
la Iglesia local de Roma ocupa manifiestamente una posición única. Los teólogos
de los días antiguos acentuaban estas prerrogativas de la Iglesia Romana con
bastante fuerza. Desafortunadamente, de todas formas, en nuestros tiempos los
manuales de teología, considerados como grupo, se preocupan casi exclusivamente
sobre la naturaleza y características de la Iglesia universal, sin explicar
mucho la enseñanza sobre la Iglesia local. De acuerdo con esta tendencia, decidieron
enseñar sobre el Santo Padre en relación a la Iglesia dispersa por todo el
mundo, y le han dado en comparación poca atención a su función precisamente
como cabeza de la Iglesia cristiana en la Ciudad Eterna.
Así, tanto nosotros como
aquellos a los cuales Dios nos encargó instruir, podemos tender a olvidar que es
precisamente por el hecho que preside sobre esta congregación local particular
que el Santo Padre es el sucesor de San Pedro y de esta forma la cabeza visible
de toda la Iglesia militante. La comunidad cristiana de Roma era y es la
Iglesia de Pedro. La persona que gobierna esa comunidad con poder apostólico en
nombre de Cristo es el sucesor de Pedro, y es de esta manera el vicario de
Nuestro Señor en el gobierno de la Iglesia universal.
Definitivamente
la enseñanza más común entre los teólogos escolásticos es que el oficio de la
cabeza visible de la Iglesia militante está inseparablemente unido al puesto
del Obispo de Roma y que esta unión absolutamente permanente existe en razón de
la constitución divina de la Iglesia. En otras palabras, una gran mayoría de
teólogos que han escrito sobre este tema particular, han manifestado la
convicción que ninguna voluntad humana, ni siquiera la del Santo Padre, puede
hacer del primado de jurisdicción sobre la Iglesia universal la prerrogativa de
alguna sede episcopal que no sea la de Roma o separar de alguna otra manera el
primado del oficio y las prerrogativas esenciales del Obispo de Roma. Según
esta enseñanza ampliamente aceptada, el sucesor de San Pedro, el vicario de
Cristo en la tierra, no puede ser otro más que el Obispo que preside sobre la
comunidad cristiana local de la Ciudad Eterna.
Incluso
durante las primeras etapas de su desarrollo, la eclesiología escolástica
enseñó explícitamente que cuando San Pedro se estableció como cabeza de la
comunidad cristiana local de Roma, lo hizo en conformidad con la instrucción de
Dios.
Así,
Álvaro Pelayo enseña que el Príncipe de los Apóstoles transfirió su
Sede desde Antioquía a Roma “iubente Domino” (por orden de Dios) y que la ubicación de la sede principal del
sacerdocio cristiano en la “caput et domina totius mundi” (cabeza y señora de todo el mundo) debía atribuirse a la Divina
Providencia[2].
Un
siglo más tarde, el cardenal Juan de Torquemada insistía en que un mandato
especial de Cristo había hecho a Roma la Sede primacial de la Iglesia
católica[3].
Torquemada argumentaba que esta acción de parte de Nuestro Señor hacía
imposible incluso que el mismo Soberano Pontífice separara el primado de la
propia Iglesia local de Pedro en la Ciudad Eterna.
Luego
Tomás de Vío Cardenal Cayetano enseñó que san Pedro había establecido
su Sede en Roma por un explícito mandato de Nuestro Señor[4].
Los
teólogos de la contrarreforma trataron este tema en forma mucho más detallada.
Domingo Soto defendió la enseñanza anteriormente atacada por
Torquemada, diciendo que la unión de la Sede primacial en Roma era atribuible
sólamente a San Pedro, en su capacidad de jefe de la Iglesia universal[5]. Con
lo cual Soto sostuvo que cualquier sucesor de San Pedro en el Pontificado Supremo
podía, si quería, transferir la Sede primacial a otra ciudad, exactamente de la
misma manera y con la misma autoridad que San Pedro había usado al traer el
primado de Antioquía a Roma.
La
solución de Soto a este tema nunca obtuvo considerable apoyo en la eclesiología
escolástica.
Su
contemporáneo, el siempre agresivo Melchor Cano, despachó la afirmación
de que, dado que no hay evidencia escrituraria a favor de ningún mandato
divino de que la Sede primacial debía ser establecida en Roma, la traslación de
San Pedro desde Antioquía a Roma debe ser atribuida exclusivamente a la
decisión de San Pedro[6].
Tomó ocasión de esta enseñanza para resaltar su propia enseñanza sobre la
importancia de la tradición como fuente de revelación y como locus theologicus (lugar teológico).
La
tesis tradicional que Roma es y será siempre la Sede primacial de la Iglesia
católica recibió su desarrollo más importante en las Controversias de San Roberto Belarmino. San Roberto le
dedicó el cuarto capítulo del cuarto libro de su tratado De Romano Pontifice a la cuestión de Romana ecclesia particulari (la
Iglesia Romana particular). Su tesis principal en este capítulo era
la afirmación que no sólo el Romano Pontífice, sino también la Iglesia
particular o local de la ciudad de Roma debe ser considerada como incapaz de
error en materia de fe[7].
En
el desarrollo de este capítulo San Roberto expuso como “doctrina piadosa y
más probable” la opinión que “la cathedra
de Pedro no puede ser sacada de Roma”[8] y que, por esta razón, la
Iglesia Romana individual debe ser considerada tanto infalible como
indefectible. En defensa de esta tesis que, dicho sea de paso,
consideraba como opinión y no como completamente cierta, San Roberto apelaba a
la doctrina de que “Dios mismo había ordenado que la Sede Apostólica de
Pedro estuviera fija en Roma”[9].
De ninguna manera San Roberto
cerró completamente las puertas a la tesis de Soto. Admite la posibilidad que
el mandato divino según el cual San Pedro tomó el mando de la Iglesia en Roma
pueda haber sido simplemente una especie de “inspiración” de parte de Dios, más
que una orden precisa y expresa emitida por Nuestro Señor. Insistiendo siempre
que su tesis no era de fe divina, repetía su afirmación de que era la más
probable y pie credendum (se cree
piadosamente) “que la Sede había sido establecida en Roma por un
precepto divino e inmutable”[10].
Sin
embargo, Gregorio de Valencia enseñó que la opinión de Soto sobre
este tema era singularis nec vero satis tuta (singular y en verdad no muy
prudente)[11].
Adán Tanner creía que la tesis que “la suprema autoridad
para gobernar la Iglesia ha sido unida inseparablemente a la Sede Romana por
una institución y ley directa y divina”, aunque no es una doctrina de
fe, aun así era algo que no puede ser negado absque temeritate (sin
temeridad)[12].
En
su Tractatus de fide, Suárez
enseñó que parecía más probable y “piadoso” decir que San Pedro había unido
el primado sobre la Iglesia militante a la Sede de Roma en razón del propio
precepto y voluntad de Nuestro Señor. Suárez creía, sin embargo, que San
Pedro no recibió esa orden de parte de Cristo antes de la Ascensión[13].
Los
destacados teólogos del siglo XVII Francisco Silvio y Juan Wigger
también suscribían a la opinión que el primado estaba unido permanentemente
a la Iglesia local de Roma en razón del mandato de Nuestro Señor[14].
El status de esta tesis avanzó un poco más
cuando el Papa Benedicto XIV la insertó en su De synodo diocesana[15].
El Papa Benedicto creía que San Pedro había elegido la Iglesia Romana sea
por orden de nuestro Señor, sea por su propia autoridad, obrando bajo divina
inspiración o guía.
Billuart enseñó que Roma fue elegida como resultado de
una orden directa de Nuestro Señor[16].
Juan Perrone enseñó que ninguna autoridad humana podría
transferir el primado sobre la Iglesia universal de la Sede de Roma[17].
[1] La Provida mater ecclesia fue
promulgada el 2 de Feb. de 1947.
Nota del Blog: La primera de las sociedades individuales son lo
que se conoce como “diócesis” y la segunda son las diversas órdenes religiosas.
[2] Cf. De statu et planctu
ecclesiae, I, a. 40, in Iung, Un Franciscain, théologien du
pouvoir pontifical au XIV' siècle: Alvaro Pelayo, Evêque et Pénitencier de Jean
XXII (París: Vrin, 1931), p. III.
[3] Cf. Summa de ecclesia, II, c. 40 (Venecia, 1561), p. 154.
[4] 4 Cf. Apologia de comparata auctoritate
papae et concilii, c. 13, en la edición de Cayetano hecha por Pollet, Scripta
theologica (Roma: Angelicum, 1935), 1, 299.
[5] Cf. Commentaria in IV Sent., d.
24.
[6] Cf. De locis theologicis, Lib.
VI, c. 8, en la Opera theologica (Roma: Filiziani, 1900), II,
44.
[7] Cf. De controversiis christianae
fidei adversus huius temporis haereticos (Colonia, 1620), I, col. 811.
[8] Cf. ibid., col. 812.
[9]Ibid., col. 813.
[10] Ibid., col. 814.
[11] Cf. Valencia,
Commentaria theologica (Ingolstadt, 1603), III, col. 276.
[12] Cf. Tanner,
Theologia scholastica (Ingolstadt, 1627), III, col. 240.
[13] Cf. Suarez, Opus de triplici
virtute theologica (Lyons, 1621), p. 197.
[14] Cf. Silvio, De
praecipuis fidei nostrae orthodoxae controversiis cum nostris haereticis, Lib.
IV, q. I, a. 6, en la edición de D'Elbecque de la Opera omnia de
Silvio (Antwerp, 1698), V, 297; Wigger,
Commentaria de virtutibus theologicis (Louvain, 1689), p. 63.
[15] Cf. De synodo diocesana, Lib. II, c. I, en el Theologiae
cursus completus de Migne (Paris, 1840), XXV, col. 825.
[16] Cf. Billuart, Tractatus
de regulis fidei, diss. 4, a. 4, en la Summa Sancti Thomae
hodiernis academiarum moribus accommodata sive cursus theologiae juxta mentem
Divi Thomae (París: LeCoffre, 1904), V, 171 sig.
[17] Cf. Perrone,
Tractatus de locis theologicis, pars I, c. 2, en su Praelectiones
theologicae in compendium redactae (París, 1861), 1, 135.