sábado, 1 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte La Iglesia Universal. Cap. III, III Parte

Unidad de cabeza.

Sin embargo, los enemigos de su prerrogativa han tratado de abusar contra ella de la ayuda que recibió de su hermano en el apostolado, san Pablo.
Han pretendido que los dos apóstoles habían sido a igual título fundadores de la Iglesia de Roma y que ambos habían sido simultáneamente sus obispos titulares, y ambas sus jefes jerárquicos.
De esta manera la sede de Roma no es ya la sede única de san Pedro, y sus prerrogativas, que le vienen de su doble origen, no son sencillamente el principado o primado que dio nuestro Señor a san Pedro y que él no podía dividir.
Pero la Iglesia de Roma estaba establecida cuando llegó a ella san Pablo para ser su eterno ornato con su doctrina y su martirio; él no fundó su sede. Deseoso de visitar aquella Iglesia “cuya fe se publicaba por el mundo entero” (Rom I, 8), como la fe principal de que debían participar todas las Iglesias, anuncia en la epístola a los Romanos su designio de ir a edificarlos y a edificarse él mismo antes de seguir más adelante. Hace constar incluso que Dios no le ha llamado a ser el pastor permanente de un rebaño, sino a sembrar el Evangelio a través del mundo: «Cristo no me envió a bautizar, sino a anunciar el Evangelio» (I Cor I, 17), y por esto no halla ya lugar para sí en las regiones que ha recorrido ya y donde están establecidas las Iglesias (cf. Rom XV, 20-23).
Así la Iglesia de Roma no le deberá la existencia, puesto que ya está constituida. Él no ocupará su cátedra, porque esta cátedra no está vacante. Pero la santificará con su presencia, con sus trabajos, con su cautividad, su confesión, su tumba.
Entra en los designios de Dios que el más considerable de los predicadores venga a aportar a la cátedra principal la autoridad que le da el Espíritu Santo, y que ninguna otra Iglesia sino la Iglesia romana pueda honrarse de haber heredado su gloria.
Era también prerrogativa de san Pablo que, sirviendo de manera tan espléndida a la Iglesia universal, no perteneciera — por el vínculo del empleo más especial y último de los trabajos de su vida y por el vínculo sagrado del martirio— a ninguna otra Iglesia particular, sino a la Iglesia reina y señora de todas las otras[1].
Así san Pedro tiene un sucesor en el obispo de Roma. Este obispo es no solamente la cabeza de esta Iglesia particular, sino que en esta Iglesia particular halla la herencia del primer pastor que la ocupó, es decir, el cargo perpetuo de ser el vicario de Jesu-cristo. Así tiene san Pedro sucesores en los que revive incesantemente.



[1] La doctrina de las «dos cabezas» fue sostenida por Marco Antonio de Dominis, Richer, Barcos y algunos otros. Los Romanos Pontífices la condenaron repetidas veces. Inocencio X la notó de herejía: decreto de 1647, Dz. 1999: «El sumo pontífice... censuró y declaró herética la siguiente proposición: "San Pedro y san Pablo son dos príncipes de la Iglesia que constituyen uno solo", o “son dos corifeos y guías supremos de la Iglesia católica, unidos entre sí por suma unidad", o "son la doble cabeza de la Iglesia, que divinísimamente se fundieron en una sola", o "son los dos sumos pastores y presidentes de la Iglesia, que constituyen una cabeza única", explicada de modo que ponga omnímoda igualdad entre san Pedro y san Pablo, sin subordinación ni sumisión de san Pablo a san Pedro, en la potestad suprema y régimen de la Iglesia universal”.