V
LES ABRIO LA INTELIGENCIA
PARA QUE COMPRENDIERAN LAS ESCRITURAS
Lc. XXIV, 45
Delante de mi propia
indiferencia y de la de numerosos cristianos, con respecto a la segunda venida
de Cristo, iba yo verificando cómo nuestro individualismo interpone obscuridad
entre los misterios divinos, recónditos, y nuestro espíritu limitado y racionalista.
Hay en nosotros ausencia
de adaptación. El sentido del misterio se nos escapa a causa de la pobreza de
nuestra fe y de la impureza de nuestras vidas.
Creados a la imagen de Dios y regenerados por Jesucristo, deberíamos estar
en la luz; y somos "tinieblas". La lámpara que nos alumbra no es más
que una pobre luciérnaga, la luciérnaga del "yo". Sólo viene a
proyectar claridad sobre los misterios futuros cuando se trata de nuestra
muerte individual y del juicio particular que a cada cual espera, pero la
gloria magnífica de nuestro Salvador, de nuestro Dios, que será manifestada
después de su Aparición, queda en la sombra. La luciérnaga del "yo"
es impotente.
¿Pero dónde encontrar esta
fuente de luz? ¿Este reflector sobre nuestra ruta?
"Antorcha para mis pies es tu palabra, y luz para mi senda. Tu palabra
es una antorcha que precede mis pasos y una luz sobre mi sendero" (Sal,
CXVII, 105).
¿No es ésta la respuesta?
Y todavía: "la palabra profética, a
la cual bien hacéis en ateneros –como a una lámpara que alumbra en un lugar
oscuro hasta que amanezca el día y el astro de la mañana se levante en vuestros
corazones–" (II Ped. I, 19)[1].
Si estamos, pues, en tinieblas, es porque no leemos la
Biblia y descuidamos las profecías. No alimentamos nuestra vida espiritual en esta fuente; nos morimos de
hambre cerca de este maná; nos marchitamos por falta de luz. Y nuestros ojos
permanecen velados porque no saboreamos esa miel de la profecía (I
Rey. XIV, 29).
Hace largo tiempo que
conozco toda la revelación espiritual y personal que se extrae al contacto de
nuestros Santos libros: conozco la alegría del “consuelo de las Escrituras" (Rom. XV, 4).
He comprendido entonces, que
el cristiano que quiere sondear "las profundidades de Dios" (I Cor.
II, 10) y penetrar en el "Misterio de Cristo" y en el plan divino,
debe alumbrar su camino con una lectura asidua de la Biblia, y es de suma
necesidad que esta lectura se despoje del "yo", y que nosotros tengamos
"los ojos fijos sobre Cristo, autor y consumador de la fe" (Hebr.
XII, 2).
Si nuestra inteligencia
queda cerrada, cerrados los ojos de nuestras almas — cuando leemos la Biblia —
y ¿qué decir de los que no la leen? — es porque nosotros buscamos en ella lo
que ella no contiene.
Queremos hacer del Libro un libro humano; de un libro eterno, un libro
del tiempo, de un libro misterioso, un libro racional; de un libro universal,
un libro personal.
Reducimos las Escrituras a nuestra medida de hombres, a nuestras perspectivas
limitadas de europeos civilizados del siglo XX, a nuestros conocimientos
científicos, históricos, artísticos, de los cuales hacemos tanto caso.
Reducimos las Escrituras a la crítica del razonamiento; las pasamos por
el cedazo de nuestra substancia cerebral.
Ahora bien, la Biblia no
es ni un libro de historia, ni un libro de ciencia, ni un libro de arte, ni un
libro antiguo, ni un libro moderno.
Hay, en la Biblia,
historia, ciencia, razonamiento, pero la Biblia es por encima de todo "la Palabra de Dios viva
y permanente" (I Ped. I, 23).
Palabra actual para todos
los tiempos, para todos los países y para todos los hombres. Palabra eterna, el Verbo, Jesucristo, que
viene a nosotros bajo las apariencias de la palabra escrita. De ahí, que
sólo elevándonos por encima de lo humano y de lo contingente, sólo tomando
impulso hacia las alturas de Dios por la fe, la esperanza y el amor, sólo
penetrando en las esferas de lo invisible, podremos abordar el estudio sobrenatural
del plan de Dios, desde la creación angélica hasta la Jerusalén celestial.
La vuelta de Cristo es, en
efecto, para nuestra generación, la piedra angular de ese edificio espiritual.
El Espíritu Santo ha sido enviado
para introducirnos en esa magna construcción; para guiarnos por el dédalo de
los textos; para descubrirnos "la insondable riqueza de Cristo" (Ef. III, 9).
"Os anunciará las cosas por venir. Él me
glorificará, porque tomará de lo mío, y os (lo)
declarará" (Jn. XVI, 13-14).
Por último, en la liturgia
de la Iglesia, que canta admirablemente la Vuelta de Jesús en numerosos textos,
se encuentra siempre el mismo pensamiento.
El Adviento y el tiempo de Navidad están claramente orientados hacia el
segundo advenimiento, sin dejar por eso de recordar el primero, así como los
grandes anuncios de los profetas.
Casi todos los Evangelios del común de las fiestas han sido escogidos entre
los textos escatológicos de los evangelistas Mateo y Lucas: Vírgenes prudentes y Vírgenes necias,
parábola que es el prototipo de la Venida
del Esposo; Servidores que velan; Rey que distribuye los talentos y vuelve,
para tomar cuentas; Parábolas llamadas
del "Reino de Dios", etc., etc... Leemos estos textos cada día,
pero ¿pensamos por esto en vivir de expectación?
Si recorremos la liturgia de los difuntos, el pensamiento de la Venida
de Cristo es ahí primordial. La idea de su realeza aparece expresada en la liturgia
de Todos los Santos, del Sagrado Corazón, de Cristo Rey, de la Transfiguración[2].
Meditando sobre estas
nuevas perspectivas que me ofrecía la Biblia y la liturgia, mis antiguos conocimientos
iconográficos se me vinieron a la memoria y de repente, delante de mis ojos
—abiertos esta vez- surgieron dos obras
pictóricas que yo conocía mucho y que hasta ese momento nada me habían sugerido
acerca de la Vuelta de Jesús y de su reinado, así como nada me habían sugerido
hasta entonces la Escritura y la Liturgia. Eran éstas dos pinturas del mosaico
de Santa Sofía de Salónica y el Juicio final de Torcello, cerca de Venecia.
El mosaico de Salónica representa la Ascensión.
Los ángeles se inclinan hacia los discípulos; las palabras que pronuncian
entonces, y que el libro de los Hechos nos han conservado, están escritas en
griego: "Hombres de Galilea... Este Jesús, que separándose de vosotros se
ha subido al cielo, vendrá de la misma
manera que le acabáis de ver subir allá". Uno de los ángeles pone su
dedo sobre las palabras: "DE LA MISMA MANERA".
¡Qué significación, qué
enseñanza por la imagen! El deseo del ordenador del magnífico y sorprendente
mosaico no puede haberse expresado en forma más explícita: "Vendrá de la misma manera".
El juicio final de Torcello es una de las obras
notables que nos ha dejado el arte bizantino implantado en Italia.
Juicio Final (Fuente) |
Trabajo gigantesco,
elaboración difícil, para dar al que pasa una imagen de las escenas trágicas y
prodigiosas de "el día del Señor".
Al centro del mosaico dé Torcello, bajo el Cristo, que vuelve glorioso
con sus santos, está un trono vacío. Dos personajes esperan postrados al que va
a ocuparlo. Sus figuras son fáciles de reconocer: Adán y Eva. Ellos han perdido
el reino, y esperan la vuelta del segundo Adán, Jesucristo.
Actualmente Jesús comparte el trono de su Padre, desde la Ascensión:
"Siéntate a mi diestra" (Sal.
CX), pero El debe volver para ocupar el trono, destinado primitivamente a Adán.
El arte bizantino llama a esta escena la Hetimasia o "Preparación del trono", pues ¡El
reinará![3]
¡Volverá! ¡Reinará!
***
Estaba profundamente
emocionada considerando la maravillosa síntesis que se ofrecía a los ojos que
se abren y ven, al corazón que se dilata y comprende.
La Sagrada Escritura, la
liturgia y el arte están diciendo a una, a la fe del cristiano:
¡VOLVERA! ¡REINARA!
[1] Este día que aparecerá es el de
la vuelta del Señor Jesús. En el Apocalipsis (XXII, 16) Jesús es llamado la brillante
estrella matutina.
[2] Ver el apéndice: "El segundo advenimiento
y reinado de Cristo en la Liturgia". Se dan allí numerosos detalles
litúrgicos.
[3] Ver Apéndice: "Cristo Rey y Hombre en el
arte".