jueves, 24 de diciembre de 2015

Y la Mujer huyó al desierto… (Apoc. XII, 6) (V de X)

Segunda Parte

Identidad del Desierto

En los autores Católicos se encuentran, en líneas generales, lindas palabras aptas “ad aedificationem”. El sentido literal brilla por su ausencia.

La excepción se da en algunos autores protestantes, mientras que entre los Católicos hay que tener en cuenta, una vez más, la opinión del mismísimo Lacunza.

La exégesis completa del gran comentador chileno nos parece un tanto difícil de conciliar con todos los textos que cita, pero como no es nuestra intención hacer la crítica detallada de los autores sino sólo exponer, tomaremos de él lo que creemos ayuda a la solución que damos aquí, sin dejar de hacer algunas observaciones generales cuando lo creamos oportuno.

Lacunza, con su habitual agudeza, ya había notado las similitudes o, para ser más precisos, la tipología existente entre los capítulos XII del Apocalipsis y XIV del Éxodo. Nada mejor que citarlo in extenso para luego hacer algunas observaciones[1].

Artículo IV

Capítulo XII, versículo 6

Y la mujer huyó al desierto[2], en donde tenía un lugar aparejado de Dios, para que allí la alimentasen mil doscientos y sesenta días:

Habiendo la mujer dado a luz, aunque con grandes angustias y dolores, lo que encerraba dentro de sí; habiendo volado a Dios, y a su trono el fruto de su vientre, que había de regir todas las gentes con vara de hierro; mientras se obraban los misterios grandes y admirables que acabamos de observar, y otros más que observaremos luego; fuera de otros infinitos que al hombre no le es lícito hablar; dice el texto sagrado, que la mujer huyó luego inmediatamente a la soledad, donde Dios le tenía preparado un lugar cómodo y seguro para que allí viviese, y se le diese el sustento necesario y conveniente por espacio de 1260 días, que son puntualmente 42 meses, y según el calendario antiguo tres años y medio, tiempo necesario que debe durar la gran tribulación del Anticristo entre las gentes, y en que debe pervertirlas casi enteramente, como se dice en todo el capítulo siguiente y también en el evangelio.
Parece moralmente imposible comprender bien lo que aquí se nos dice, si no advertimos, o si hacemos poco caso de la alusión tan clara y tan sensible que contienen estas pocas palabras. Si no volvemos, digo, los ojos a los tiempos pasados, trayendo a la memoria aquel célebre suceso de que se habla en el libro del Éxodo, al cual aluden también frecuentemente los Profetas, cuando anuncian la vocación futura de Israel, como hemos observado, y todavía hemos de observar.
Cuando Dios determinó dar a su pueblo aquella ley que llamamos escrita; cuando determinó entrar en pacto y sociedad pública con este pueblo; cuando se dignó sublimarlo a la dignidad de esposa, y celebrar solemnísimamente aquel contrato en que ambos quedaron ligados y obligados perpetuamente; fue conveniente ante todas cosas sacar de Egipto a este pueblo o a esta esposa; redimirla del cautiverio, esclavitud y miseria en que entonces se hallaba; separarla enteramente del trato y comunicación de aquella gente supersticiosa; y conducirla en primer lugar, aun a costa de prodigios inauditos, al desierto y soledad del monte Sinaí. Fue conveniente tenerla por algún tiempo en aquella soledad, sustentándola en alma y cuerpo, con maná del cielo, para que allí, libre de toda ocupación, desembarazada de todo otro cuidado, y lejos de toda distracción, pudiese oír quietamente la voz de su Dios, y ser enseñada e instruida, así en el rito y ceremonias del nuevo culto, como en todas las otras leyes que debía observar.
Del mismo modo podemos discurrir y discurrimos confiadamente, según las Escrituras, que sucederá cuando llegue aquel tiempo feliz anunciado con tan magníficas expresiones por los Profetas de Dios; cuando llegue aquel tiempo feliz de la vocación, conversión, congregación y asunción de las reliquias preciosas de este pueblo, y de esta esposa, a quien todos miran como repudiada y abandonada; cuando esta antigua esposa de Dios, no repudiada, sino castigada, afligida y penitenciada por su enorme ingratitud, conciba en espíritu, y dé a pública luz aquel mismo Hijo infinitamente amable y apreciable, que en otros tiempos había parido, según la carne, sin haber querido, hasta el presente, reconocerlo por lo que es, ni distinguirlo del resto de los hombres.
Entonces, pues, sacará Dios segunda vez de Egipto, o de todas las tierras a su antigua esposa (…)[3]

Y luego continúa[4]:


Artículo VII

Versículos 13 y 14

Y cuando el dragón vio que había sido derribado en tierra, persiguió a la mujer que parió el hijo varón. Y fueron dadas a la mujer dos alas de grande águila, para que volase al desierto a su lugar, en donde es guardada por un tiempo, y dos tiempos, y la mitad de un tiempo, de la presencia de la serpiente.
(…) Bien pudiera Dios, sólo con quererlo, defender a la mujer por otra vía más corta, de las máquinas del dragón, y hacer inútiles todos sus conatos; así como pudo defender a su propio Hijo de las asechanzas de Herodes, sin enviarlo desterrado a Egipto. Mas el altísimo y sumo Dios, que no sólo es omnipotente, sino también sabio y prudente, con aquella su infinita sabiduría que alcanza de fin a fin con fortaleza, y todo lo dispone con suavidad, observará entonces con la mujer perseguida la misma conducta suave y fuerte, que observó en otros tiempos con el perseguido infante: el Rey de los judíos que ha nacido. Cuando Herodes, turbado con la gran novedad, que llevaron los Magos a Jerusalén, diciendo: ¿Dónde está el Rey de los judíos, que ha nacido? , determinó buscarlo y sofocarlo en la cuna, dispuso su divino Padre que huyese a Egipto, y allí se estuviese oculto hasta su tiempo, para cuya huida le dio dos alas como de águila grande, proporcionadas al estado de infancia en que actualmente estaba; es a saber, a su misma Madre santísima, y a San José. Estas dos alas lo condujeron en sumo silencio, y con una suavidad admirable al lugar que Dios le tenía preparado, y allí lo ocultaron de Herodes todo el tiempo que duró su destierro, hasta que difunto Herodes, se les dio orden de volver a la tierra de Israel, donde ya no había por entonces perseguidores: porque muertos son los que querían matar al niño.
De este modo mismo, cuando la mujer de que vamos hablando, en los días de su mocedad (Os. II), se vio tan cruelmente perseguida del rey de Egipto, y buscada de tantos modos para la muerte, dispuso y ordenó esta misma prudentísima sabiduría, suave y fuerte, que la joven mujer saliese luego de Egipto, y huyese a los desiertos de Arabia, para lo que le dio también dos alas como de águila grande, esto es, dos grandes y célebres conductores, Moisés y Aarón, que con prodigios inauditos la condujeron al desierto, y allí la sustentaron con el pasto conveniente todo el tiempo de su peregrinación. Con sola la memoria de este gran suceso se hace luego visible, y aun salta naturalmente a los ojos la alusión del texto del Apocalipsis a la salida de Egipto, y especialmente al capítulo XIX del Éxodo, versículo 4. Compárense entre sí ambos lugares, y se hallará entre ellos una perfecta conformidad. Después de pasado el Mar Rojo, y estando ya todo Israel en el desierto del monte Sinaí, les dice el Señor estas palabras:

Texto del Éxodo

Vosotros mismos habéis visto lo que he hecho a los Egipcios, de qué manera os he llevado sobre alas de águilas (o como lee la paráfrasis caldea, como sobre alas de águila) y tomado para mí.

Texto del Apocalipsis

Y fueron dadas a la mujer dos alas de grande águila, para que volase al desierto a su lugar.

De manera que así como en otros tiempos remotísimos, cuando se dignó Dios mismo de sublimar a esta joven a la dignidad de esposa suya, la sacó primero de la esclavitud de Egipto, con mano robusta (y fuerte) y la condujo sobre alas de águilas (o como sobre alas de águila), a la soledad del monte Sinaí, donde se celebraron solemnísimamente los desposorios; así sucederá a proporción en otros tiempos todavía futuros de que tanto hablan las Escrituras, cuando el mismo misericordioso Dios, compadecido de sus trabajos, y aplacado con tantos siglos de durísima penitencia, se digne de llamarla segunda vez, como a mujer desamparada y angustiada de espíritu, y como a mujer que es repudiada desde a la juventud  (Is. LIV, 6); aunque bajo otro testamento, u otro pacto nuevo y sempiterno. Entonces renovará el Señor aquellos antiguos prodigios, y obrará otros mayores para sacarla de la opresión y servidumbre (…) y para que salga de su actual servidumbre, y pueda huir con más facilidad, le dará también otras dos alas como de águila grande con que pueda volar otra vez a la soledad, le dará otros dos conductores muy semejantes a Moisés y Aarón, y proporcionados al nuevo ministerio (…).

Artículo VIII

Versículos 15 y 16

Y la serpiente lanzó de su boca en pos de la mujer agua como un río, con el fin de que fuese arrebatada de la corriente. Mas la tierra ayudó a la mujer; y abrió la tierra su boca, y sorbió el río que había lanzado el dragón de su boca.

Estas cuatro palabras como la corriente de un gran río, nos llevan naturalmente, sin poder resistirlo, al paso del mar Rojo. Si se lee con esta advertencia el capítulo XIV del Éxodo, en él se halla la explicación de todo lo que aquí nos dice San Juan, en él se entienden al punto las dos metáforas de que usa.
Primera: el agua como río que sale con violencia de la boca del dragón para alcanzar a la mujer que huye, para detenerla y hacerla volver atrás.
Segunda: la boca que abre la tierra en favor de la mujer fugitiva, tragándose todo el gran río de agua que va contra ella.
Leído este capítulo del Éxodo, no necesitamos de más explicación; todo el enigma queda disuelto.
Cuando la mujer misma de que hablamos, en los días de su juventud, viéndose tan perseguida y afligida en Egipto, voló hacia el desierto sobre las dos alas como de águila que se le dieron, ¿qué hizo Faraón? Yo voy, señor, a referir este gran suceso con la misma metáfora, y con las mismas expresiones y palabras de que usa San Juan, sin otra alteración que poner Faraón, donde dice Dragón, y mar donde tierra. Ved si podéis dejar de entenderme.
Viendo Faraón que los hijos de Israel huían efectivamente de Egipto, y se encaminaban para el desierto, ayudados y conducidos por aquellas dos alas que Dios les había dado, lleno de un nuevo furor o indignación, arrojó de su boca una gran copia de agua, como un gran río, para alcanzar por este medio a los fugitivos, y hacerlos volver a su servicio: y Faraón lanzó de su boca agua como un río, con el fin de que fuesen arrebatados de la corriente. Pero el mar ayudó a los hijos de Israel, porque abriendo su boca, se tragó toda el agua que Faraón había echado de la suya. ¿No lo entendéis? Confrontad ahora esta metáfora con el texto mismo del Éxodo, y veréis toda la propiedad. Dice Moisés que luego que Faraón supo de cierto que huía todo Israel hacia el desierto, se inmutó su corazón y con él toda su corte: mudose el corazón de Faraón y el de sus siervos; y sin perder tiempo dio luego orden a sus capitanes que juntasen todos sus ejércitos, y él mismo montando en su carro hizo que le siguiesen seiscientos carros escogidos: y todos los carros que se hallaron en Egipto, y los capitanes de todo el ejército. ¿Para qué todo este aparato? Para seguir a Israel que huye, y hacerlo volver a su servicio: con el fin de que fuese arrebatado de la corriente. Veis aquí, pues, el gran río de agua que Faraón arrojó de su boca, esto es, por orden y mandato suyo, exprimido con su palabra. Si acaso extrañáis que los ejércitos de Faraón se expliquen con la metáfora de un río de agua, podéis traer a la memoria que en Isaías (VIII, 7) se usa de la misma metáfora para anunciar la venida de los ejércitos del rey de Asiria contra todo Israel: Por esto he aquí que el Señor traerá sobre ellos aguas del río fuertes y abundantes, al rey de los Asirios, y todo su poder; y subirá sobre todos sus arroyos, y correrá sobre todas sus riberas.
Dice más Moisés, que estando las tropas de Faraón, o el río que había salido de su boca, a vista de Israel, que estaba acampado en las orillas del mar Rojo, el mismo mar lo ayudó en aquel terrible conflicto; porque abriendo su boca, o dividiéndose en dos partes, dio paso franco a los fugitivos, y cuando éstos llegaron a la otra parte, cerró su boca sobre los enemigos que los seguían: los envolvió el Señor en medio de las olas. Y se volvieron las aguas, y cubrieron los carros y la caballería de todo el ejército de Faraón, que habían entrado en la mar en su seguimiento; ni uno sólo quedó de ellos. Comparad ahora este texto con aquel otro: Mas la tierra ayudó a la mujer; y abrió la tierra su boca, y sorbió el río que había lanzado el dragón de su boca; y me parece que no podréis menos que reconocer dos misterios del mismo Israel, uno ya pasado y otro todavía futuro, cuando el mismo Dios saque segunda vez su mano omnipotente para poseer las reliquias de Israel (…).

Hasta aquí Lacunza.

Antes de continuar, será bueno detenernos dos segundos y procurar describir algunas similitudes entre ambas narraciones.

En la salida de Egipto tenemos estas características:

1.- Egipto – Persecución Interna – Signación (Dinteles de las casas)[5] – Castigo (muerte de los primogénitos) –  Salida – Persecución Externa – Destrucción de los ejércitos enemigos – Desierto.

Mientras que en el capítulo XII del Apocalipsis encontramos los mismos elementos:

2.- Babilonia – Persecución Interna – Signación (sexto Sello) – Castigo (Primeras cinco Trompetas) – Salida – Persecución Externa – Destrucción de los ejércitos enemigos – Desierto.

De aquí podemos sacar, contra Lacunza, la siguiente conclusión:

Puesto que en el Éxodo de Egipto el desierto era un lugar literal y diferente de la tierra de Israel, entonces lo mismo cabría esperar del desierto del Apocalipsis.




[1] La Venida, Fenómeno VIII, pag. 151-154.

[2] Notemos la imprecisión de la Vulgata cuando traduce “solitudinem” en lugar de desierto.

[3] Creemos que Lacunza confunde aquí la restauración parcial con la total, pero el punto principal, es decir, la relación entre ambas huídas, nos parece acertadísima.

[4] La Venida, Fenómeno VIII, pag. 184 ss.

[5] ¿Tendrá ésto algo que ver con el título que recibe la Mujer del capítulo XII del Apocalipsis?

Y ellos lo vencieron a causa de la sangre del Cordero y a causa de la palabra de su testimonio y no amaron sus almas hasta la muerte (v. 11).