Segunda
Parte
Identidad
del Desierto
En los autores Católicos se
encuentran, en líneas generales, lindas palabras aptas “ad aedificationem”. El
sentido literal brilla por su ausencia.
La excepción se da en algunos
autores protestantes, mientras que entre los Católicos hay que tener en cuenta,
una vez más, la opinión del mismísimo Lacunza.
La exégesis completa del gran
comentador chileno nos parece un tanto difícil de conciliar con todos los
textos que cita, pero como no es nuestra intención hacer la crítica detallada
de los autores sino sólo exponer, tomaremos de él lo que creemos ayuda a la
solución que damos aquí, sin dejar de hacer algunas observaciones generales
cuando lo creamos oportuno.
Lacunza,
con su habitual agudeza, ya había notado las similitudes o, para ser más
precisos, la tipología existente
entre los capítulos XII del Apocalipsis
y XIV del Éxodo. Nada mejor que
citarlo in extenso para luego hacer
algunas observaciones[1].
Artículo IV
Capítulo XII, versículo 6
Y la mujer
huyó al desierto[2],
en donde tenía un lugar aparejado de Dios, para que allí la alimentasen mil
doscientos y sesenta días:
Habiendo la mujer dado a luz, aunque con grandes angustias y dolores, lo
que encerraba dentro de sí; habiendo volado a Dios, y a su trono el fruto de su
vientre, que había de regir todas las gentes con vara de hierro;
mientras se obraban los misterios grandes y admirables que acabamos de
observar, y otros más que observaremos luego; fuera de otros infinitos que
al hombre no le es lícito hablar; dice el texto sagrado, que la mujer huyó
luego inmediatamente a la soledad, donde Dios le tenía preparado un lugar
cómodo y seguro para que allí viviese, y se le diese el sustento necesario y
conveniente por espacio de 1260 días, que son puntualmente 42 meses, y según el
calendario antiguo tres años y medio, tiempo necesario que debe durar la gran
tribulación del Anticristo entre las gentes, y en que debe pervertirlas casi
enteramente, como se dice en todo el capítulo siguiente y también en el
evangelio.
Parece moralmente imposible
comprender bien lo que aquí se nos dice, si no advertimos, o si hacemos poco
caso de la alusión tan clara y tan sensible que contienen estas pocas palabras.
Si no volvemos, digo, los ojos a los tiempos pasados, trayendo a la memoria
aquel célebre suceso de que se habla en el libro del Éxodo, al cual aluden también
frecuentemente los Profetas, cuando anuncian la vocación futura de Israel, como hemos observado, y todavía hemos de observar.
Cuando Dios determinó dar a su
pueblo aquella ley que llamamos escrita; cuando determinó entrar en
pacto y sociedad pública con este pueblo; cuando se dignó sublimarlo a la
dignidad de esposa, y celebrar solemnísimamente aquel contrato en que ambos
quedaron ligados y obligados perpetuamente; fue conveniente ante todas cosas
sacar de Egipto a este pueblo o a esta esposa; redimirla del cautiverio, esclavitud
y miseria en que entonces se hallaba; separarla enteramente del trato y
comunicación de aquella gente supersticiosa; y conducirla en primer lugar, aun
a costa de prodigios inauditos, al desierto y soledad del monte Sinaí. Fue
conveniente tenerla por algún tiempo en aquella soledad, sustentándola en
alma y cuerpo, con maná del cielo, para que allí, libre de toda ocupación,
desembarazada de todo otro cuidado, y lejos de toda distracción, pudiese oír
quietamente la voz de su Dios, y ser enseñada e instruida, así en el rito y
ceremonias del nuevo culto, como en todas las otras leyes que debía observar.
Del mismo modo podemos discurrir
y discurrimos confiadamente, según las Escrituras, que sucederá cuando
llegue aquel tiempo feliz
anunciado con tan magníficas expresiones por los Profetas de Dios; cuando llegue
aquel tiempo feliz de la vocación, conversión, congregación y asunción de las
reliquias preciosas de este pueblo, y de esta esposa, a quien todos miran como
repudiada y abandonada; cuando esta
antigua esposa de Dios, no repudiada, sino castigada, afligida y penitenciada
por su enorme ingratitud, conciba en espíritu, y dé a pública luz aquel mismo
Hijo infinitamente amable y apreciable, que en otros tiempos había parido, según
la carne, sin haber querido, hasta el presente, reconocerlo por lo que es,
ni distinguirlo del resto de los hombres.
Entonces, pues, sacará Dios segunda vez de Egipto, o de todas las
tierras a su antigua esposa (…)[3]
Y luego continúa[4]:
Artículo VII
Versículos 13 y 14
Y cuando el dragón vio que había sido derribado en tierra, persiguió a la mujer
que parió el hijo varón. Y fueron dadas a la mujer dos alas de grande águila,
para que volase al desierto a su lugar, en donde es guardada por un tiempo, y
dos tiempos, y la mitad de un tiempo, de la presencia de la serpiente.
(…) Bien pudiera Dios, sólo con quererlo,
defender a la mujer por otra vía más corta, de las máquinas del dragón, y hacer
inútiles todos sus conatos; así como pudo defender a su propio Hijo de las
asechanzas de Herodes, sin enviarlo desterrado a Egipto. Mas el altísimo y sumo
Dios, que no sólo es omnipotente, sino también sabio y prudente, con aquella su
infinita sabiduría que alcanza de fin a fin con fortaleza, y todo lo dispone
con suavidad, observará entonces con la mujer perseguida la misma conducta
suave y fuerte, que observó en otros tiempos con el perseguido infante: el
Rey de los judíos que ha nacido. Cuando Herodes, turbado con la gran
novedad, que llevaron los Magos a Jerusalén, diciendo: ¿Dónde está el Rey de
los judíos, que ha nacido? , determinó buscarlo y sofocarlo en
la cuna, dispuso su divino Padre que huyese a Egipto, y allí se estuviese
oculto hasta su tiempo, para cuya huida le dio dos alas como de águila grande,
proporcionadas al estado de infancia en que actualmente estaba; es a saber, a
su misma Madre santísima, y a San José. Estas dos alas lo condujeron en sumo
silencio, y con una suavidad admirable al lugar que Dios le tenía preparado, y
allí lo ocultaron de Herodes todo el tiempo que duró su destierro, hasta que
difunto Herodes, se les dio orden de volver a la tierra de Israel, donde ya no
había por entonces perseguidores: porque muertos son los que querían matar
al niño.
De
este modo mismo, cuando la mujer de que vamos hablando, en los días de su
mocedad (Os. II), se vio tan cruelmente perseguida del rey de Egipto, y
buscada de tantos modos para la muerte, dispuso y ordenó esta misma
prudentísima sabiduría, suave y fuerte, que la joven mujer saliese luego de
Egipto, y huyese a los desiertos de Arabia, para lo que le dio también dos alas
como de águila grande, esto es, dos grandes y célebres conductores, Moisés y
Aarón, que con prodigios inauditos la condujeron al desierto, y allí la
sustentaron con el pasto conveniente todo el tiempo de su peregrinación. Con
sola la memoria de este gran suceso se hace luego visible, y aun salta naturalmente
a los ojos la alusión del texto del Apocalipsis a la salida de Egipto, y
especialmente al capítulo XIX del Éxodo, versículo 4. Compárense entre sí ambos
lugares, y se hallará entre ellos una perfecta conformidad. Después de pasado el Mar
Rojo, y estando ya todo Israel en el desierto del monte Sinaí, les dice el
Señor estas palabras:
Texto del Éxodo
Vosotros mismos habéis visto lo que he hecho a los Egipcios, de qué manera
os he llevado sobre alas de águilas (o como lee la paráfrasis caldea, como sobre
alas de águila) y tomado para mí.
Texto del Apocalipsis
Y fueron dadas a la mujer dos alas de grande águila, para que volase al desierto
a su lugar.
De
manera que así como en otros tiempos remotísimos, cuando se dignó Dios mismo de
sublimar a esta joven a la dignidad de esposa suya, la sacó primero de la
esclavitud de Egipto, con mano robusta (y fuerte) y la condujo sobre
alas de águilas (o como sobre alas de águila), a la soledad del monte
Sinaí, donde se celebraron solemnísimamente los desposorios; así sucederá a
proporción en otros tiempos todavía futuros de que tanto hablan las Escrituras,
cuando el mismo misericordioso Dios, compadecido de sus trabajos, y aplacado
con tantos siglos de durísima penitencia, se digne de llamarla segunda vez, como
a mujer desamparada y angustiada de espíritu, y como a mujer que es repudiada
desde a la juventud (Is.
LIV, 6); aunque bajo otro testamento, u otro pacto nuevo y sempiterno. Entonces
renovará el Señor aquellos antiguos prodigios, y obrará otros mayores para
sacarla de la opresión y servidumbre (…) y para que salga de su actual servidumbre,
y pueda huir con más facilidad, le dará también otras dos alas como de águila
grande con que pueda volar otra vez a la soledad, le dará otros dos conductores
muy semejantes a Moisés y Aarón, y proporcionados al nuevo ministerio (…).
Artículo VIII
Versículos 15 y 16
Y la serpiente lanzó de su boca en pos de la mujer agua como un río, con el
fin de que fuese arrebatada de la corriente. Mas la tierra ayudó a la mujer; y
abrió la tierra su boca, y sorbió el río que había lanzado el dragón de su
boca.
Estas
cuatro palabras como la corriente de un gran río, nos llevan naturalmente, sin
poder resistirlo, al paso del mar Rojo. Si se lee con esta advertencia el
capítulo XIV del Éxodo, en él se halla la explicación de todo lo que aquí
nos dice San Juan, en él se entienden al punto las dos metáforas de que usa.
Primera: el agua como río que sale con violencia de la boca del dragón para
alcanzar a la mujer que huye, para detenerla y hacerla volver atrás.
Segunda: la boca que abre la tierra en favor de la mujer fugitiva, tragándose
todo el gran río de agua que va contra ella.
Leído
este capítulo del Éxodo, no necesitamos de más explicación; todo el enigma
queda disuelto.
Cuando
la mujer misma de que hablamos, en los días de su juventud, viéndose tan
perseguida y afligida en Egipto, voló hacia el desierto sobre las dos alas como
de águila que se le dieron, ¿qué hizo Faraón? Yo voy, señor, a referir este
gran suceso con la misma metáfora, y con las mismas expresiones y palabras de
que usa San Juan, sin otra alteración que poner Faraón, donde dice Dragón,
y mar donde tierra. Ved si podéis dejar de entenderme.
Viendo Faraón que los hijos de Israel huían
efectivamente de Egipto, y se encaminaban para el desierto, ayudados y
conducidos por aquellas dos alas que Dios les había dado, lleno de un nuevo
furor o indignación, arrojó de su boca una gran copia de agua, como un gran
río, para alcanzar por este medio a los fugitivos, y hacerlos volver a su
servicio: y Faraón lanzó de su boca agua como un río, con el fin de que
fuesen arrebatados de la corriente. Pero el mar ayudó a los hijos de
Israel, porque abriendo su boca, se tragó toda el agua que Faraón había echado
de la suya. ¿No lo entendéis? Confrontad ahora esta metáfora con el texto mismo
del Éxodo, y veréis toda la propiedad. Dice Moisés que luego que Faraón supo de cierto que huía todo Israel hacia el desierto,
se inmutó su corazón y con él toda su corte: mudose el corazón de Faraón
y el de sus siervos; y sin perder tiempo dio luego orden a sus capitanes
que juntasen todos sus ejércitos, y él mismo montando en su carro hizo que le siguiesen
seiscientos carros escogidos: y todos los carros que se hallaron en Egipto,
y los capitanes de todo el ejército. ¿Para
qué todo este aparato? Para seguir a Israel que huye, y hacerlo volver a su
servicio: con el fin de que fuese arrebatado de la corriente. Veis aquí,
pues, el gran río de agua que Faraón
arrojó de su boca, esto es, por orden y mandato suyo, exprimido con su
palabra. Si acaso extrañáis que los ejércitos de Faraón se expliquen con la
metáfora de un río de agua, podéis traer a la memoria que en Isaías (VIII, 7) se usa de la misma metáfora
para anunciar la venida de los ejércitos del rey de Asiria contra todo Israel: Por
esto he aquí que el Señor traerá sobre ellos aguas del río fuertes y
abundantes, al rey de los Asirios, y todo su poder; y subirá sobre todos sus
arroyos, y correrá sobre todas sus riberas.
Dice más Moisés, que estando las tropas de
Faraón, o el río que había salido de su boca, a vista de Israel, que estaba
acampado en las orillas del mar Rojo, el mismo mar lo ayudó en aquel terrible
conflicto; porque abriendo su boca, o dividiéndose en dos partes, dio paso
franco a los fugitivos, y cuando éstos llegaron a la otra parte, cerró su boca
sobre los enemigos que los seguían: los envolvió el Señor en medio de las
olas. Y se volvieron las aguas, y cubrieron los carros y la caballería de todo
el ejército de Faraón, que habían entrado en la mar en su seguimiento; ni uno
sólo quedó de ellos. Comparad ahora este texto con aquel otro: Mas la
tierra ayudó a la mujer; y abrió la tierra su boca, y sorbió el río que había
lanzado el dragón de su boca; y me parece que no podréis menos que reconocer dos misterios del mismo Israel, uno ya
pasado y otro todavía futuro, cuando el mismo Dios saque segunda vez su
mano omnipotente para poseer las reliquias de Israel (…).
Hasta
aquí Lacunza.
Antes
de continuar, será bueno detenernos dos segundos y procurar describir algunas similitudes
entre ambas narraciones.
En la salida de Egipto tenemos estas
características:
1.- Egipto – Persecución
Interna – Signación (Dinteles de las casas)[5]
– Castigo (muerte de los primogénitos) –
Salida – Persecución Externa – Destrucción de los ejércitos enemigos –
Desierto.
Mientras que en el capítulo XII del Apocalipsis encontramos los mismos elementos:
2.- Babilonia –
Persecución Interna – Signación (sexto Sello) – Castigo (Primeras cinco
Trompetas) – Salida – Persecución Externa – Destrucción de los ejércitos enemigos
– Desierto.
De aquí
podemos sacar, contra Lacunza, la
siguiente conclusión:
Puesto
que en el Éxodo de Egipto el desierto
era un lugar literal y diferente de la tierra de Israel,
entonces lo mismo cabría esperar del desierto del Apocalipsis.
[1] La Venida, Fenómeno
VIII, pag. 151-154.
[2] Notemos la imprecisión de la Vulgata cuando traduce “solitudinem” en
lugar de desierto.
[3] Creemos que Lacunza confunde aquí la restauración parcial con la total,
pero el punto principal, es decir, la relación entre ambas huídas, nos parece
acertadísima.
[4] La Venida, Fenómeno
VIII, pag. 184 ss.
[5] ¿Tendrá ésto algo que ver con el título que
recibe la Mujer del capítulo XII del
Apocalipsis?
Y ellos lo vencieron a causa de la sangre del Cordero y a causa de la palabra de su testimonio y
no amaron sus almas hasta la muerte (v.
11).