martes, 5 de agosto de 2014

La conversión de San Pablo, por E. Hello.

Nota del Blog: Tomado de "Fisonomía de Santos".

La conversión de San Pablo, G. Dore

LA CONVERSION DE SAN PABLO

En general, la Iglesia celebra la fiesta de un santo el día del aniversario de su muerte, que es el aniversario de su nacimiento en la Iglesia. De San Juan Bautista celebra, sin embargo, el nacimiento real, porque San Juan nació santificado. Pero raras veces conmemora un episodio de la vida de los Santos; porque también es muy raro que un episodio sea tan decisivo que merezca una consagración anual y solemne.
La Iglesia celebra la conversión de San Pablo, porque este suceso presenta caracteres especiales. La conversión de San Pablo es súbita, total, definitiva, magnífica.
Rápida como el rayo e inmortal como la alegría de los elegidos tiene el encanto de la duración.
El alma humana siente la necesidad, el amor, la pasión de los cambios bruscos. La instantaneidad es uno de nuestros deseos más profundos.
Imaginemos un hombre que obtenga poco a poco, lentamente, unas después de otras, todas las cualidades, todas las virtudes, todas las gracias espirituales y temporales que ha deseado; este hombre no ha obtenido lo que más deseaba: la rapidez.
Y es que uno de los más grandes deseos del hombre que pide es el deseo de ver la mano que da; y la rapidez deja ver esa mano.
El hombre que desea una gracia cualquiera, desea esta gracia por ella misma, y desea al mismo tiempo sentir el acto del don y ver la mano que da. La lentitud oculta esta mano y este acto; la rapidez los descubre. Y el principal deseo del hombre que desea no es conseguir el don, sino recibirlo de manos del rayo.
San Pablo, consagrado en medio de su furor, derribado de a caballo, cegado por la luz y admirado para siempre; San Pablo cambiado en otro hombre, y cambiado en un momento, responde a uno de los más profundos clamores de nuestra alma. Es cambiado en un instante, y cambiado para siempre; y esta última es otra de las cualidades que nosotros queremos ver en un cambio. Deseamos que sea instantáneo, y que sea inmortal; queremos que el súbito estallido del rayo continúe perenne; y todavía queremos más: con la rapidez de la causa queremos la plenitud del efecto; y que el cambio de la persona o de la cosa cambiada sea tan completo como rápido, tan duradero como súbito.
En San Pablo, que ofrece estos caracteres, admiramos el proceder que Dios usó con él; le agradecemos el que no nos haga languidecer en cosas a medias. Por esto el camino de Damasco ha quedado en la memoria de los hombres, no sólo como un lugar histórico, sino también como una locución proverbial: y esto indica mucho. Encontrar su camino de Damasco quiere decir ser herido, avisado, aterrado, convertido. Y cuando un hecho se apodera del lenguaje humano en forma de proverbio, es porque responde a alguna de los más íntimos deseos humanos.

Muy cerca de Damasco, a diez minutos de la puerta del Mediodía, vense aún una docena de fragmentos de columnas caídas en una misma dirección: el terreno, que es un poco elevado, parece un montículo de escombros: allí fué derribado San Pablo; y todos los años, el 25 de enero, los cristianos van en procesión a aquel lugar. Desde él dirigióse San Pablo a la ciudad tomando la que se llama calle Derecha. La puerta antigua puede todavía reconocerse, según dice Monseñor Mislin; tiene tres arcos que descansaban en gruesos pilares, y encima de ellos se alzaba una torre.
Al ir camino de Damasco, San Pablo se hallaba, al parecer, en las peores disposiciones para ser convertido; respiraba muerte y amenaza, estaba sediento de sangre de los cristianos. Tenía ya sobre sí la sangre de San Esteban, de aquel inocente joven incapaz de inspirar antipatía a nadie, que había sido su compañero de infancia, pariente suyo, y que, sin embargo, fué lapidado ante sus ojos con su consentimiento, con su ayuda. Pablo guardaba los vestidos de los verdugos. ¿Quién sabe si la envidia, la abominable envidia no había armado su crueldad?; quién sabe si el despecho de no haber sabido qué contestar a San Esteban en la discusión que habían sostenido, no contó por algo en el odio de Pablo? Pablo era fariseo, y los fariseos, ¿de qué no son capaces?
Pablo pertenecía a la secta maldita contra la cual se alzó la indignación directa y especial de Jesucristo. Cuando los verdugos de San Esteban dejaron sus vestidos a los pies de Pablo, quisieron dar público testimonio de que él, como representante del consejo, les autorizaba para apedrear al mártir; echaron sobre Pablo la responsabilidad solemne y oficial de la ejecución.
Según una tradición comunicada por San Jerónimo, en aquella misma comarca fué donde Caín mató a su hermano: el primer hombre que fué muerto por otro hombre, y el primer mártir cristiano que fué muerto por un judío, perecieron en una misma tierra. Esta coincidencia comunica a la muerte de San Esteban singular carácter, y la evocación de Caín acaba de hacer más sombría la figura de Pablo.
El corazón de Pablo, además del odio, encerraba el orgullo, ¡y qué orgullo! el orgullo farisaico, que se opone tan directa y especialmente a la gracia; el orgullo que podría llamarse enemigo personal de la luz.
Apenas instruido en la Escritura San Pablo entró espontáneamente en la secta de los fariseos. Desde su juventud, el orgullo había penetrado en la médula de sus huesos; y con el orgullo y el odio llevaba encima la blasfemia; era blasfemo, instigador de blasfemias y perseguidor de la verdad. Todas estas cosas eran en él mantenidas y exacerbadas por un hálito de furor ardiente, feroz, implacable. No era el furor que se satisface vociferando; era un furor sanguinario que había bebido sangre y que quería beber más; era la rabia inexorable del soberbio, instruido y feroz a la vez, en quien el viento de las pasiones humanas que le excitan, aviva un fanatismo que no conoce perdón.
Y éste fué el hombre escogido.
¿Hemos de admirarnos de ello? De ningún modo. Dios rechaza a los tibios; y San Pablo no era tibio. Aquella naturaleza ardiente e impetuosa era riquísima presa para quien se apoderara de ella. Al través de las realidades feroces y repugnantes, el ojo de Dios descubrió en Pablo, las posibilidades que dormían y que podrían despertar. Dios, con la misma mirada con que veía la culpa de Pablo, veía de cuánto Pablo era capaz. Las naturalezas grandes poseen recursos grandes, y cambian según son; son enteras, y cambian enteramente. La gracia que se injerta en ellas se apodera de sus cualidades nativas, y la acción sobrenatural, como he dicho antes, toma siempre la semejanza de la naturaleza a que se aplica.
El carácter del rayo que le hirió revela el carácter de San Pablo. San Agustín no fué herido del mismo modo: San Agustín no era San Pablo. La debilidad y la fuerza no han de ser tratadas de igual manera. El rayo no dice a San Pablo: "Toma y lee"; lo derriba y lo ciega. La nota dominante de cuanto concierne a San Pablo es: de pronto. San Agustín es atraído por un libro; los Magos por una estrella; San Pablo por un rayo. El sol acababa de ocultarse cuando un sueño profundo y un horror tenebroso invadieron a Abraham: la voz del cielo le habló en la noche. San Pablo es sobrecogido en pleno día, en pleno mediodía, y no sólo, sino ante testigos. El hombre eminentemente activo y público es dominado en una acción, en un viaje, rodeado de sus amigos. El hombre del brazo diríase que es consagrado por el brazo. Nada de largos discursos, nada de vacilaciones. La voz de lo alto empieza con un reproche breve y severo:

—Pablo, Pablo, ¿por qué me persigues?

— ¿Quién sois, Señor? — pregunta Pablo, fijando los ojos en la gloriosa aparición, pues Jesucristo se le apareció en su majestad.

— Yo soy Jesús de Nazareth a quien tú persigues.

— Señor, ¿qué queréis que haga?

¡Qué bien se ve aquí al hombre de acción! Dominado, sorprendido, derribado, deslumbrado, herido por el rayo, no pierde un segundo ni para reflexionar, ni para meditar, ni para contemplar siquiera lo que pasa en su interior. En caso semejante, San Juan tal vez tampoco hubiera perdido un minuto, pero probablemente su actividad se habría detenido un momento en el dominio del espíritu. Pero San Pablo es de tal modo hombre de acción, hombre de todas las acciones, que en seguida, hic et nunc (aquí y ahora), reclama una vocación práctica, exterior. No perseguirá más a Jesús de Nazareth; pero entonces, ¿qué hará? Esta pregunta se le impone inmediatamente; no tarda en formularla ni el tiempo siquiera que dura su deslumbramiento: va directamente al hecho exterior; si deja de perseguir, es menester que haga otra cosa, e inmediatamente quiere saber cuál.
Ha quedado ciego, y no deja tiempo a sus ojos para abrirse, sino que desde el momento quiere saber su nuevo camino. Sus compañeros de viaje habían visto un resplandor, pero no habían visto a Jesucristo. Saulo, convertido en Pablo, fué el único que tuvo la visión, el único que comprendió la palabra pronunciada en lengua sirio caldea. Sus compañeros eran judíos helenistas.
Cuando Pablo se levantó estaba ciego. Hubo que tomarle de la mano y conducirle. Así llegó a Damasco de modo bien distinto del que imaginara. Estuvo ciego tres días, y pasó estos tres días de obscuridad en oración profunda.
Entretanto Ananías recibió la orden de ir a devolver la vista a Pablo.

— ¡Cómo!—exclamó —, ¿a Pablo, que tanto mal ha hecho a vuestros santos? ¿A aquel que tiene el poder de encadenar a cuantos pronuncian vuestro nombre?

— Él es para mí un vaso de elección: él llevará mi Nombre a las naciones, y a los reyes y a los hijos de Israel.

¡Vaso de elección! Estas son las palabras. Pablo reconoce en sí mismo el efecto de la predestinación antes de comprender los terribles secretos que más tarde conocerá al ser arrebatado hasta el tercer cielo para oír las palabras secretas que no es permitido al hombre repetir. Entonces será cuando exclame: "¡Oh profundidad!".
Pero estamos todavía en Damasco, y he aquí que Ananías viene por la calle Derecha, y llama a la puerta de un judío cuyo nombre era Judas y en cuya casa Saulo se alojaba.

- Saulo, hermano mío -dijo al entrar—, el Señor Jesús que se te apareció en el camino, me envía a tí para devolverte la vista y entregarte al Espíritu Santo.

Y Ananías impuso las manos sobre Saulo y la ceguera cayó de sus ojos. Y Saulo se levantó y recibió el bautismo.
La narración es sencilla: la grandeza del asunto dispensa del trabajo de la palabra. En ella se encuentra como en la resurrección de Lázaro, la parte de Dios y la parte del hombre. — Apartad la piedra —había dicho Jesucristo antes de resucitar al muerto; y un instante después: — desatadle—; por las vendas que aún tenía puestas.
Jesucristo hace lo que sólo Él puede hacer, y deja que los hombres trabajen en lo que está en manos de ellos ejecutar. Jesucristo, después de haber aterrado a Pablo, hubiera podido decírselo todo por sí mismo; pero quiso enviar a Ananías. Y Ananías será quien responda a aquella inmediata pregunta: "Señor, ¿qué queréis que haga?
Jesucristo había cegado por sí mismo a Pablo: pero para devolverle la vista se sirve de las manos de Ananías. Comparado con lo primero, lo segundo, aunque milagroso, puede ser cosa humana. Recibir la luz debió parecer a Pablo algo muy humano, comparando aquella luz con la obscuridad de los tres días. El sol debió parecerle muy pálido comparado con aquella grandiosa tiniebla. Jesucristo se había reservado el don de la obscuridad para darlo sin intermediario; pero para el don de la luz se sirvió de un hombre.
En Damasco, las calles guardan sus nombres por largo tiempo. La calle Derecha se llama hoy calle Derecha como en tiempo de San Pablo. La casa de Ananías ha sido reemplazada por un santuario; pero la de Judas por una mezquita.
Desde aquel día, todo estuvo hecho. Si converso ha habido que al empuñar el nuevo arado no haya vuelto ni una sola vez la vista atrás, este converso ha sido San Pablo. Su conversión fué radical en el sentido etimológico de la palabra: se entregó por completo. Su corazón, que era fariseo, dejó absolutamente de serlo. Todas las ideas, todos los sentimientos, todos los actos interiores y exteriores fueron desarraigados del antiguo suelo y plantados en la tierra nueva. Aquel hombre que había perseguido, desafió solemnemente a todos los perseguidores. Declaró que nada le separaría de Jesucristo, y mantuvo su palabra. Todas las tempestades de la creación se desencadenaron a la vez en contra suya. Su conversión fué la señal para el universal furor de los hombres y de las cosas.
Apenas vuelto a la luz del día por manos de Ananías, vió a sus antiguos amigos, cambiados en enemigos mortales, prepararle el cautiverio y la muerte. Pusiéronse guardias a las puertas de la ciudad para privarle la salida; y los fieles de Damasco le bajaron en una cesta por la muralla durante la noche.

Retírase a Arabia, y después de una plegaria, profunda como la obscuridad de aquellos tres días, después de un retiro digno de su misión, lánzase a aquella guerra pacífica en la que debía vencer y morir a la vez. El mundo fariseo, el mundo romano, el infierno y la naturaleza se conjuraron contra él realizando las palabras de Jesucristo a Ananías "Yo le enseñaré qué sufrimientos habrá de soportar en mi nombre". Diez años antes de su muerte, Pablo había sido flagelado ya cinco veces por los judíos; fué azotado tres veces a pesar de su título de ciudadano romano. En Listra, el pueblo, que primero quiso adorarle, de pronto volvióse contra él y le apedreó dejándole por muerto. En sus viajes a través del mundo naufragó tres veces, y llegó a pasar un día y una noche en el mar, agarrado a los restos del barco que le llevaba. Durante veinticuatro horas estuvo a merced de las olas. Fué encadenado, y encarcelado siete veces. Y en medio de las mayores angustias físicas y morales, el cuidado de todas las Iglesias pesaba sobre su cabeza. Escribía, sostenía, consolaba, fortificaba, nutría animaba e inflamaba a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios, a los Gálatas, a los Hebreos. Aquel hombre tuvo verdaderamente derecho a decir que había combatido en buen combate; y el momento en que su cabeza cayó bajo la cuchilla de Nerón, debió ser un momento solemne en la tierra y en los cielos.