La conversión de San Pablo, G. Dore |
LA
CONVERSION DE SAN PABLO
En general, la Iglesia
celebra la fiesta de un santo el día del aniversario de su muerte, que es el
aniversario de su nacimiento en la Iglesia. De San Juan Bautista celebra, sin embargo,
el nacimiento real, porque San Juan nació santificado. Pero raras veces conmemora
un episodio de la vida de los Santos; porque también es muy raro que un
episodio sea tan decisivo que merezca una consagración anual y solemne.
La Iglesia celebra la
conversión de San Pablo, porque este suceso presenta caracteres especiales. La
conversión de San Pablo es súbita, total, definitiva, magnífica.
Rápida como el rayo e
inmortal como la alegría de los elegidos tiene el encanto de la duración.
El alma humana siente la
necesidad, el amor, la pasión de los cambios bruscos. La instantaneidad
es uno de nuestros deseos más profundos.
Imaginemos un hombre que
obtenga poco a poco, lentamente, unas después de otras, todas las cualidades,
todas las virtudes, todas las gracias espirituales y temporales que ha deseado;
este hombre no ha obtenido lo que más deseaba: la rapidez.
Y es que uno de los más
grandes deseos del hombre que pide es el deseo de ver la mano que da; y la
rapidez deja ver esa mano.
El hombre que desea una
gracia cualquiera, desea esta gracia por ella misma, y desea al mismo tiempo
sentir el acto del don y ver la mano que da. La lentitud oculta esta mano y
este acto; la rapidez los descubre. Y el principal deseo del hombre que desea
no es conseguir el don, sino recibirlo de manos del rayo.
San Pablo, consagrado en
medio de su furor, derribado de a caballo, cegado por la luz y admirado para
siempre; San Pablo cambiado en otro hombre, y cambiado en un momento, responde
a uno de los más profundos clamores de nuestra alma. Es cambiado en un instante,
y cambiado para siempre; y esta última es otra de las cualidades que nosotros
queremos ver en un cambio. Deseamos que sea instantáneo, y que sea inmortal;
queremos que el súbito estallido del rayo continúe perenne; y todavía queremos
más: con la rapidez de la causa queremos la plenitud del efecto; y que el
cambio de la persona o de la cosa cambiada sea tan completo como rápido, tan
duradero como súbito.
En San Pablo, que ofrece
estos caracteres, admiramos el proceder que Dios usó con él; le agradecemos el
que no nos haga languidecer en cosas a medias. Por esto el
camino de Damasco ha quedado en la memoria de los hombres, no sólo como un
lugar histórico, sino también como una locución proverbial: y esto indica
mucho. Encontrar su camino de Damasco quiere decir ser herido, avisado, aterrado,
convertido. Y cuando un hecho se apodera del lenguaje humano en forma de
proverbio, es porque responde a alguna de los más íntimos deseos humanos.
Muy cerca de Damasco, a
diez minutos de la puerta del Mediodía, vense aún una docena de fragmentos de columnas
caídas en una misma dirección: el terreno, que es un poco elevado, parece un
montículo de escombros: allí fué derribado San Pablo; y todos los años, el 25
de enero, los cristianos van en procesión a aquel lugar. Desde él dirigióse San
Pablo a la ciudad tomando la que se llama calle Derecha. La puerta antigua
puede todavía reconocerse, según dice Monseñor Mislin; tiene tres arcos que descansaban
en gruesos pilares, y encima de ellos se alzaba una torre.
Al ir camino de Damasco,
San Pablo se hallaba, al parecer, en las peores disposiciones para ser
convertido; respiraba muerte y amenaza, estaba sediento de sangre de los cristianos.
Tenía ya sobre sí la sangre de San Esteban, de aquel inocente joven incapaz de
inspirar antipatía a nadie, que había sido su compañero de infancia, pariente
suyo, y que, sin embargo, fué lapidado ante sus ojos con su consentimiento, con
su ayuda. Pablo guardaba los vestidos de los verdugos. ¿Quién sabe si la envidia,
la abominable envidia no había armado su crueldad?; quién sabe si el despecho
de no haber sabido qué contestar a San Esteban en la discusión que habían
sostenido, no contó por algo en el odio de Pablo? Pablo era fariseo, y los
fariseos, ¿de qué no son capaces?
Pablo pertenecía a la
secta maldita contra la cual se alzó la indignación directa y especial de
Jesucristo. Cuando los verdugos de San Esteban dejaron sus vestidos a los
pies de Pablo, quisieron dar público testimonio de que él, como representante
del consejo, les autorizaba para apedrear al mártir; echaron sobre Pablo la
responsabilidad solemne y oficial de la ejecución.
Según una tradición
comunicada por San Jerónimo, en aquella misma comarca fué donde Caín mató a su
hermano: el primer hombre que fué muerto por otro hombre, y el primer mártir
cristiano que fué muerto por un judío, perecieron en una misma tierra. Esta
coincidencia comunica a la muerte de San Esteban singular carácter, y la evocación
de Caín acaba de hacer más sombría la figura de Pablo.
El corazón de Pablo,
además del odio, encerraba el orgullo, ¡y qué orgullo! el orgullo farisaico,
que se opone tan directa y especialmente a la gracia; el orgullo que podría
llamarse enemigo personal de la luz.
Apenas instruido en la
Escritura San Pablo entró espontáneamente en la secta de los fariseos. Desde su
juventud, el orgullo había penetrado en la médula de sus huesos; y con el
orgullo y el odio llevaba encima la blasfemia; era blasfemo, instigador de blasfemias
y perseguidor de la verdad. Todas estas cosas eran en él mantenidas y exacerbadas
por un hálito de furor ardiente, feroz, implacable. No era el furor que se
satisface vociferando; era un furor sanguinario que había bebido sangre y que
quería beber más; era la rabia inexorable del soberbio, instruido y feroz a la
vez, en quien el viento de las pasiones humanas que le excitan, aviva un
fanatismo que no conoce perdón.
Y éste fué el hombre
escogido.
¿Hemos de admirarnos de ello?
De ningún modo. Dios rechaza a los tibios; y San Pablo no era tibio. Aquella
naturaleza ardiente e impetuosa era riquísima presa para quien se apoderara de
ella. Al través de las realidades feroces y repugnantes, el ojo de Dios
descubrió en Pablo, las posibilidades que dormían y que podrían
despertar. Dios, con la misma mirada con que veía la culpa de Pablo, veía de
cuánto Pablo era capaz. Las naturalezas grandes poseen recursos grandes, y
cambian según son; son enteras, y cambian enteramente. La gracia que se injerta
en ellas se apodera de sus cualidades nativas, y la acción sobrenatural, como he
dicho antes, toma siempre la semejanza de la naturaleza a que se aplica.
El carácter del rayo que
le hirió revela el carácter de San Pablo. San Agustín no fué herido del mismo
modo: San Agustín no era San Pablo. La debilidad y la fuerza no han de ser
tratadas de igual manera. El rayo no dice a San Pablo: "Toma y lee";
lo derriba y lo ciega. La nota dominante de cuanto concierne a San Pablo es: de
pronto. San Agustín es atraído por un libro; los Magos por una estrella;
San Pablo por un rayo. El sol acababa de ocultarse cuando un sueño
profundo y un horror tenebroso invadieron a Abraham: la voz del cielo le habló
en la noche. San Pablo es sobrecogido en pleno día, en pleno mediodía, y no
sólo, sino ante testigos. El hombre eminentemente activo y público es dominado
en una acción, en un viaje, rodeado de sus amigos. El hombre del brazo diríase
que es consagrado por el brazo. Nada de largos discursos, nada de vacilaciones.
La voz de lo alto empieza con un reproche breve y severo:
—Pablo, Pablo, ¿por qué me
persigues?
— ¿Quién sois, Señor? — pregunta
Pablo, fijando los ojos en la gloriosa aparición, pues Jesucristo se le
apareció en su majestad.
— Yo soy Jesús de Nazareth
a quien tú persigues.
— Señor, ¿qué queréis que
haga?
¡Qué bien se ve aquí al
hombre de acción! Dominado, sorprendido, derribado, deslumbrado, herido por el
rayo, no pierde un segundo ni para reflexionar, ni para meditar, ni para
contemplar siquiera lo que pasa en su interior. En caso semejante, San Juan tal
vez tampoco hubiera perdido un minuto, pero probablemente su actividad se
habría detenido un momento en el dominio del espíritu. Pero San Pablo es de tal
modo hombre de acción, hombre de todas las acciones, que en seguida, hic et
nunc (aquí y ahora), reclama una vocación práctica, exterior. No
perseguirá más a Jesús de Nazareth; pero entonces, ¿qué hará? Esta
pregunta se le impone inmediatamente; no tarda en formularla ni el tiempo
siquiera que dura su deslumbramiento: va directamente al hecho exterior; si
deja de perseguir, es menester que haga otra cosa, e inmediatamente quiere
saber cuál.
Ha quedado ciego, y no
deja tiempo a sus ojos para abrirse, sino que desde el momento quiere saber su
nuevo camino. Sus compañeros de viaje habían visto un resplandor, pero no
habían visto a Jesucristo. Saulo, convertido en Pablo, fué el único que tuvo la
visión, el único que comprendió la palabra pronunciada en lengua sirio caldea.
Sus compañeros eran judíos helenistas.
Cuando Pablo se levantó
estaba ciego. Hubo que tomarle de la mano y conducirle. Así llegó a Damasco de
modo bien distinto del que imaginara. Estuvo ciego tres días, y pasó estos tres
días de obscuridad en oración profunda.
Entretanto Ananías recibió
la orden de ir a devolver la vista a Pablo.
— ¡Cómo!—exclamó —, ¿a
Pablo, que tanto mal ha hecho a vuestros santos? ¿A aquel que tiene el poder de
encadenar a cuantos pronuncian vuestro nombre?
— Él es para mí un vaso de
elección: él llevará mi Nombre a las naciones, y a los reyes y a los hijos de
Israel.
¡Vaso de elección! Estas
son las palabras. Pablo reconoce en sí mismo el efecto de la predestinación
antes de comprender los terribles secretos que más tarde conocerá al ser
arrebatado hasta el tercer cielo para oír las palabras secretas que no es
permitido al hombre repetir. Entonces será cuando exclame: "¡Oh
profundidad!".
Pero estamos todavía en
Damasco, y he aquí que Ananías viene por la calle Derecha, y llama a la puerta
de un judío cuyo nombre era Judas y en cuya casa Saulo se alojaba.
- Saulo, hermano mío -dijo
al entrar—, el Señor Jesús que se te apareció en el camino, me envía a tí para
devolverte la vista y entregarte al Espíritu Santo.
Y Ananías impuso las manos
sobre Saulo y la ceguera cayó de sus ojos. Y Saulo se levantó y recibió el
bautismo.
La narración es sencilla:
la grandeza del asunto dispensa del trabajo de la palabra. En ella se encuentra
como en la resurrección de Lázaro, la parte de Dios y la parte del hombre. — Apartad
la piedra —había dicho Jesucristo antes de resucitar al muerto; y un instante
después: — desatadle—; por las vendas que aún tenía puestas.
Jesucristo hace lo que
sólo Él puede hacer, y deja que los hombres trabajen en lo que está en manos de
ellos ejecutar. Jesucristo, después de haber aterrado a Pablo, hubiera podido
decírselo todo por sí mismo; pero quiso enviar a Ananías. Y Ananías será quien
responda a aquella inmediata pregunta: "Señor, ¿qué queréis que haga?
Jesucristo había cegado
por sí mismo a Pablo: pero para devolverle la vista se sirve de las manos de
Ananías. Comparado con lo primero, lo segundo, aunque milagroso, puede ser cosa
humana. Recibir la luz debió parecer a Pablo algo muy humano, comparando
aquella luz con la obscuridad de los tres días. El sol debió parecerle muy pálido
comparado con aquella grandiosa tiniebla. Jesucristo se había reservado el don
de la obscuridad para darlo sin intermediario; pero para el don de la luz se
sirvió de un hombre.
En Damasco, las calles
guardan sus nombres por largo tiempo. La calle Derecha se llama hoy calle
Derecha como en tiempo de San Pablo. La casa de Ananías ha sido reemplazada por
un santuario; pero la de Judas por una mezquita.
Desde aquel día, todo
estuvo hecho. Si converso ha habido que al empuñar el nuevo arado no haya
vuelto ni una sola vez la vista atrás, este converso ha sido San Pablo. Su
conversión fué radical en el sentido etimológico de la palabra: se entregó por
completo. Su corazón, que era fariseo, dejó absolutamente de serlo. Todas las
ideas, todos los sentimientos, todos los actos interiores y exteriores fueron
desarraigados del antiguo suelo y plantados en la tierra nueva. Aquel hombre
que había perseguido, desafió solemnemente a todos los perseguidores. Declaró
que nada le separaría de Jesucristo, y mantuvo su palabra. Todas las tempestades
de la creación se desencadenaron a la vez en contra suya. Su conversión fué la
señal para el universal furor de los hombres y de las cosas.
Apenas vuelto a la luz del
día por manos de Ananías, vió a sus antiguos amigos, cambiados en enemigos
mortales, prepararle el cautiverio y la muerte. Pusiéronse guardias a las
puertas de la ciudad para privarle la salida; y los fieles de Damasco le
bajaron en una cesta por la muralla durante la noche.
Retírase a Arabia, y
después de una plegaria, profunda como la obscuridad de aquellos tres días,
después de un retiro digno de su misión, lánzase a aquella guerra pacífica en
la que debía vencer y morir a la vez. El mundo fariseo, el mundo romano, el infierno
y la naturaleza se conjuraron contra él realizando las palabras de Jesucristo a
Ananías "Yo le enseñaré qué sufrimientos habrá de soportar en mi
nombre". Diez años antes de su muerte, Pablo había sido flagelado ya
cinco veces por los judíos; fué azotado tres veces a pesar de su título de
ciudadano romano. En Listra, el pueblo, que primero quiso adorarle, de pronto
volvióse contra él y le apedreó dejándole por muerto. En sus viajes a través
del mundo naufragó tres veces, y llegó a pasar un día y una noche en el mar,
agarrado a los restos del barco que le llevaba. Durante veinticuatro horas
estuvo a merced de las olas. Fué encadenado, y encarcelado siete veces. Y en
medio de las mayores angustias físicas y morales, el cuidado de todas las Iglesias
pesaba sobre su cabeza. Escribía, sostenía, consolaba, fortificaba, nutría
animaba e inflamaba a los Romanos, a los Corintios, a los Efesios, a los
Gálatas, a los Hebreos. Aquel hombre tuvo verdaderamente derecho a decir que
había combatido en buen combate; y el momento en que su cabeza cayó bajo la
cuchilla de Nerón, debió ser un momento solemne en la tierra y en los cielos.