domingo, 24 de agosto de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. X (I Parte)

XI

HISTORIA DE LAS IGLESIAS PARTICULARES

Después de haber expuesto brevemente en este tratado la constitución de las Iglesias particulares, vamos a seguir rápidamente su historia en el transcurso de los siglos.
Mostraremos al lector cómo bajo las formas variables y los cambios producidos con el tiempo, los principios divinos de la jerarquía, conservados misteriosamente por la divina Providencia, han atravesado las revoluciones de las sociedades humanas, y cómo el Espíritu Santo, animando todo el cuerpo de la Iglesia, no ha cesado de inspirar a los Soberanos Pontífices y a los concilios un cuidado celoso y una vigilante solicitud por su mantenimiento integral. Hasta el concilio de Trento, que fue en el seno de la Iglesia universal la gran manifestación legislativa y disciplinaria, y en espera de que se reemprendan felizmente las tareas del concilio Vaticano[1], tal fue y tal seguirá siendo la ley fundamental de la historia del derecho canónico.
La Iglesia, que quiere amoldarse a las cambiantes necesidades del género humano y aplicarle en todos los tiempos los remedios saludables de la redención, sabrá sin duda diversificar, por decirlo así, hasta el infinito las formas de su acción y la disposición de sus órganos; pero en esta misma diversidad se respetará siempre el fondo de las instituciones, y los cambios que sobrevengan se detendrán en la superficie, dejando intacta la obra divina e inmutable que constituye su sustancia.
En la parte segunda hemos expuesto cómo el ejercicio legítimo de todos los poderes confiados a la jerarquía podía ser modificado indefinidamente al arbitrio del legislador o del superior, sin que la jerarquía misma se viera menoscabada.
Los diversos ministros de la Iglesia pueden ser despojados, en todo o en parte, del ejercicio actual de su jurisdicción mediante interdicciones y reservas, actos legítimos del superior, como también pueden ser revestidos por él de mandatos y de delegaciones que extiendan su acción y amplíen su poder.

El sacerdocio de la Iglesia católica, aun conservando así su inmutable constitución, presenta a nuestros ojos una inagotable variedad en la distribución de su actividad, dispuesto siempre a plegarse a todos los estados sociales y a todas las necesidades de los tiempos.
Los  mandatos y las reservas que alternativamente retienen o extienden la acción de las personas eclesiásticas dimanan de tres fuentes.
Primeramente, los superiores eclesiásticos, es decir, el obispo en su diócesis y el Papa en el mundo entero, pueden en todo momento y por medida de simple administración delegar alguna parte de su autoridad o restringir en su ejercicio la de sus súbditos, sin que tales mandatos o reservas tengan el carácter de un acto duradero del legislador.
En segundo lugar, estos mismos superiores, obrando como legisladores, pueden poner reservas o procurarse mandatarios mediante disposiciones estables y en forma de ley permanente.
Finalmente, y en tercer lugar, la costumbre, es decir, todavía el legislador, sancionando con un consentimiento tácito lo que podría establecer con un acto explícito, puede ser la fuente de estos mandatos y de estas reservas, con el carácter y la estabilidad de las instituciones de derecho.
Estas modificaciones del ejercicio del poder espiritual, consideradas por parte de las personas eclesiásticas a las que afectan dichos mandatos y reservas, son de das clases: unas se vinculan a la persona individual al arbitrio del superior y para el tiempo o el objeto que él determine; otras se vinculan al título y al oficio mismo, son transmisibles con el oficio y transforman más o menos profundamente la función que le pertenece en la vida del cuerpo jerárquico.
Así el Papa puede investir a toda persona eclesiástica de un mandato apostólico determinado y crearse legados o mandatarios cuya misión comienza y acaba por un acto expreso de su voluntad, como puede también anexar a perpetuidad y en forma de institución los poderes de legado o una jurisdicción emanada de la Santa Sede, a una sede episcopal, a una abadía o a alguna otra dignidad eclesiástica.
Puede suspender transitoriamente el ejercicio de la jurisdicción de un obispo, como puede poner reservas a esta jurisdicción mediante una ley permanente.
Igualmente el obispo puede elegirse vicarios y oficiales revocables a su arbitrio, revestir de su autoridad a delegados y a visitadores cuya comisión sea personal y transitoria, como también puede vincular, o dejar que se vincule por la costumbre, a manera de institución permanente, una comunicación de los poderes episcopales a un título o a un oficio eclesiástico; así fue como los archidiáconos, investidos de la confianza de los obispos, vieron con el tiempo ligarse a su título y transmitirse con él la cualidad de vicario episcopal.
Los recursos que la diversidad en cierto modo ilimitada de los mandatos y de las reservas pone a disposición del Soberano Pontífice y de los obispos, les ha permitido sacar de la simplicísima unidad de los órdenes jerárquicos - sin menoscabar esta unidad — la innumerable variedad de empleos y de funciones que han ido naciendo en el transcurso de los siglos, que han ido creciendo y a veces se han extinguido, desapareciendo juntamente con las causas que los habían hecho útiles o necesarios.
No insistiremos más sobre estas indicaciones generales; pero antes de comenzar esta rápida historia de la Iglesia particular, debemos hacer todavía una última observación.
Los cambios de aspecto que nos muestran las instituciones y las revoluciones que habremos de narrar, no pueden fijarse en fechas tan precisas ni encerrarse en épocas tan determinadas que numerosos hechos particulares no representen excepciones de las visiones de conjunto que vamos a proponer al lector. Estas visiones no son exactas sino en su generalidad, ya que la naturaleza de las cosas implica que tales movimientos en el derecho y en sus aplicaciones prácticas comiencen por algunas manifestaciones excepcionales en ciertos lugares antes de extenderse a toda la cristiandad, como también los estados anteriores de la disciplina dejan aquí y allá monumentos y testigos que son mantenidos por las costumbres locales y dan fe de las antiguas condiciones de vida del cuerpo eclesiástico.



[1] Nota del Blog, Concilio Vaticano "I", obviamente. El libro fue escrito en 1885.