XI
HISTORIA DE LAS IGLESIAS PARTICULARES
Después
de haber expuesto brevemente en este tratado la constitución de las Iglesias
particulares, vamos a seguir rápidamente su historia en el transcurso de los
siglos.
Mostraremos al lector cómo bajo las formas variables y los cambios producidos
con el tiempo, los principios divinos de la jerarquía, conservados
misteriosamente por la divina Providencia, han atravesado las revoluciones de
las sociedades humanas, y cómo el Espíritu Santo, animando todo el cuerpo de la
Iglesia, no ha cesado de inspirar a los Soberanos Pontífices y a los concilios
un cuidado celoso y una vigilante solicitud por su mantenimiento integral.
Hasta el concilio de Trento, que fue en el seno de la Iglesia universal la gran
manifestación legislativa y disciplinaria, y en espera de que se reemprendan
felizmente las tareas del concilio Vaticano[1], tal fue y tal seguirá siendo la ley
fundamental de la historia del derecho canónico.
La Iglesia, que quiere amoldarse a las cambiantes necesidades del género
humano y aplicarle en todos los tiempos los remedios saludables de la redención,
sabrá sin duda diversificar, por decirlo así, hasta el infinito las formas de
su acción y la disposición de sus órganos; pero en esta misma diversidad se
respetará siempre el fondo de las instituciones, y los cambios que sobrevengan
se detendrán en la superficie, dejando intacta la obra divina e inmutable que
constituye su sustancia.
En
la parte segunda hemos expuesto cómo el ejercicio legítimo de todos los poderes
confiados a la jerarquía podía ser modificado indefinidamente al arbitrio del
legislador o del superior, sin que la jerarquía misma se viera menoscabada.
Los
diversos ministros de la Iglesia pueden ser despojados, en todo o en parte, del
ejercicio actual de su jurisdicción mediante interdicciones y reservas, actos
legítimos del superior, como también pueden ser revestidos por él de mandatos y
de delegaciones que extiendan su acción y amplíen su poder.
El sacerdocio de la Iglesia católica, aun conservando así su inmutable
constitución, presenta a nuestros ojos una inagotable variedad en la distribución
de su actividad, dispuesto siempre a plegarse a todos los estados sociales y a
todas las necesidades de los tiempos.
Los mandatos y las reservas que alternativamente
retienen o extienden la acción de las personas eclesiásticas dimanan de tres
fuentes.
Primeramente, los superiores
eclesiásticos, es decir, el obispo en su diócesis y el Papa en el mundo entero,
pueden en todo momento y por medida de simple administración delegar alguna
parte de su autoridad o restringir en su ejercicio la de sus súbditos, sin que
tales mandatos o reservas tengan el carácter de un acto duradero del
legislador.
En
segundo lugar, estos mismos superiores, obrando como
legisladores, pueden poner reservas o procurarse mandatarios mediante
disposiciones estables y en forma de ley permanente.
Finalmente,
y en tercer lugar, la costumbre, es decir, todavía el legislador,
sancionando con un consentimiento tácito lo que podría establecer con un acto
explícito, puede ser la fuente de estos mandatos y de estas reservas, con el
carácter y la estabilidad de las instituciones de derecho.
Estas modificaciones del ejercicio del poder espiritual, consideradas
por parte de las personas eclesiásticas a las que afectan dichos mandatos y reservas,
son de das clases: unas se vinculan a la persona individual al arbitrio del
superior y para el tiempo o el objeto que él determine; otras se vinculan al
título y al oficio mismo, son transmisibles con el oficio y transforman más o
menos profundamente la función que le pertenece en la vida del cuerpo
jerárquico.
Así
el Papa puede investir a toda persona eclesiástica de un mandato apostólico determinado
y crearse legados o mandatarios cuya misión comienza y acaba por un acto
expreso de su voluntad, como puede también anexar a perpetuidad y en forma de
institución los poderes de legado o una jurisdicción emanada de la Santa Sede,
a una sede episcopal, a una abadía o a alguna otra dignidad eclesiástica.
Puede
suspender transitoriamente el ejercicio de la jurisdicción de un obispo, como
puede poner reservas a esta jurisdicción mediante una ley permanente.
Igualmente
el obispo puede elegirse vicarios y oficiales revocables a su arbitrio, revestir
de su autoridad a delegados y a visitadores cuya comisión sea personal y transitoria,
como también puede vincular, o dejar que se vincule por la costumbre, a manera
de institución permanente, una comunicación de los poderes episcopales a un
título o a un oficio eclesiástico; así fue como los archidiáconos, investidos
de la confianza de los obispos, vieron con el tiempo ligarse a su título y
transmitirse con él la cualidad de vicario episcopal.
Los recursos que la diversidad en cierto modo ilimitada de los mandatos
y de las reservas pone a disposición del Soberano Pontífice y de los obispos,
les ha permitido sacar de la simplicísima unidad de los órdenes jerárquicos -
sin menoscabar esta unidad — la innumerable variedad de empleos y de funciones
que han ido naciendo en el transcurso de los siglos, que han ido creciendo y a
veces se han extinguido, desapareciendo juntamente con las causas que los
habían hecho útiles o necesarios.
No
insistiremos más sobre estas indicaciones generales; pero antes de comenzar esta
rápida historia de la Iglesia particular, debemos hacer todavía una última
observación.
Los
cambios de aspecto que nos muestran las instituciones y las revoluciones que
habremos de narrar, no pueden fijarse en fechas tan precisas ni encerrarse en
épocas tan determinadas que numerosos hechos particulares no representen
excepciones de las visiones de conjunto que vamos a proponer al lector. Estas
visiones no son exactas sino en su generalidad, ya que la naturaleza de las
cosas implica que tales movimientos en el derecho y en sus aplicaciones prácticas
comiencen por algunas manifestaciones excepcionales en ciertos lugares antes de
extenderse a toda la cristiandad, como también los estados anteriores de la
disciplina dejan aquí y allá monumentos y testigos que son mantenidos por las
costumbres locales y dan fe de las antiguas condiciones de vida del cuerpo
eclesiástico.
[1] Nota del Blog, Concilio Vaticano "I", obviamente. El libro fue escrito en 1885.