jueves, 7 de agosto de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. IX (I de II)

IX

IGLESIAS MONÁSTICAS

Constitución de las Iglesias monásticas.

Las Iglesias, astros del nuevo cielo, cuya admirable y ordenada disposición hemos descrito, son los focos ardientes de la vida sobrenatural.
Ahora bien, esta vida se desarrolla por los ardores de la caridad en las almas, con el doble socorro de los preceptos y de los consejos evangélicos. Y como la práctica de los consejos le da mayor intensidad, desde los orígenes hubo en el pueblo fiel un núcleo de vida cristiana en cierto modo más sustancioso, formado por almas que por una vocación especial y más alta, abrazando por estado la práctica de los consejos evangélicos, renuncian ya en esta vida a toda posesión en las cosas de este mundo y se unen a Jesucristo mediante un desasimiento más perfecto.
La vida religiosa apareció ya en los orígenes de la Iglesia. Lo afirmamos sin temor siguiendo toda la tradición, pues según la enseñanza de los doctores, la Iglesia comenzó precisamente por este género de vida en las personas mismas de los apóstoles y de sus primeros discípulos[1].
Pero sin entrar por ahora en la historia de los desarrollos que experimentó sucesivamente el estado religioso, de las misiones extraordinarias que Dios le confió y de las diversas formas que revistió, de momento nos limitarnos a considerarla en sus relaciones con la vida de las Iglesias particulares.
En efecto, ¿quién no ve que este don excelente, que esta gracia superior de la vida religiosa hecha a la Iglesia católica, debe extenderse por todas sus partes, y que las Iglesias particulares, todas las cuales son, en el misterio de su unidad, una esposa de Jesucristo, deben recibir este preciso ornamento y engalanarse con esta perla delicada de la caridad perfecta?
En los primeros tiempos, los cristianos que abrazaban la profesión religiosa, vivían en el seno de las Iglesias, bajo la dirección de los obispos, sin formar cuerpo distinto y sin tener entre ellos otro vínculo que el del gobierno eclesiástico, que les era común con el resto de los fieles.
Sin duda hubo ya entonces religiosos reunidos en pequeñas comunidades en cuanto lo permitían las circunstancias. La naturaleza de las cosas y hasta ciertos textos de la antigüedad nos autorizan a pensarlo. Sin embargo, aquellos ensayos y aquellos débiles comienzos no revestían todavía el carácter de institución pública.
Pero cuando se dio la paz a la Iglesia, la vida religiosa, usando de la libertad nuevamente adquirida, tomó enseguida el vuelo mediante la constitución de los monasterios.
Los religiosos, hasta entonces mezclados con el resto del pueblo cristiano, se reunieron y formaron comunidades regulares, abrigadas por moradas comunes, al mismo tiempo que otros, penetrando en los desiertos y movidos por el Espíritu a abrazar la vida solitaria, componían allí, bajo la dirección de los patriarcas de la soledad, vastas aglomeraciones de ermitas y de celdas[2].
Desde los orígenes debieron los obispos dar sacerdotes y pastores a aquel pueblo de ascetas, de monjes y de ermitaños.
Y así en las diócesis, al lado de las parroquias comunes, se estableció la parroquia de los perfectos, el monasterio, y además del título de las Iglesias del pueblo de la diócesis se formó el título del monasterio, título mencionado por el concilio de Calcedonia después de los títulos de la Iglesia episcopal y de la aldea o de la parroquia sin obispo[3].

En efecto, el monasterio nos aparece desde los orígenes como una verdadera Iglesia, en posesión de todas sus propiedades.
Esta Iglesia tiene su clero, primero un sacerdote y luego, según las exigencias de la vida monástica, un colegio más o menos numeroso, verdadero presbiterio asistido de diáconos y de ministros[4]; por debajo se halla el pueblo del monasterio, «la multitud de los laicos del monasterio», como habla un texto antiguo[5], es decir, la multitud de los religiosos que forman el elemento laico de tales Iglesias.
Desde el punto de vista de la jerarquía nada distingue a las Iglesias monásticas de las otras Iglesias de la diócesis; no están separadas sino por la profesión religiosa y la disciplina particular de los que las componen. Son ciertamente Iglesias en todo el rigor del término, pero Iglesias más santas y más avanzadas en la obra común a todos de la santificación de sus miembros.
Y lo que decimos de los monasterios de varones debe entenderse igualmente de los monasterios de mujeres, situados como los primeros baja la dirección de sacerdotes que son sus pastores inmediatos y que están asistidos, según las exigencias de su ministerio, por diáconos y clérigos.
Los monasterios así plenamente organizados dependían, por tanto, de una doble autoridad. Por una parte, los constituía en la condición de monasterios la autoridad doméstica de los maestros de la vida monástica y de los superiores religiosos; y por otra parte los constituía en la condición de Iglesias la autoridad jerárquica del gobierno eclesiástico. Esta última autoridad, puesta por su misma esencia por encima de la autoridad monástica y que tiene el encargo de aprobar a ésta, de dirigirla y de moderarla, era ejercida constantemente por los sacerdotes y el clero enviado por el obispo.
Sabemos por los monumentos de la historia y los estatutos de los padres del yermo cuán grande y respetada era esta autoridad de los sacerdotes puestos a la cabeza de las Iglesias de los monasterios de Nitria y de Escete, de los monasterios de Tabenna y de los primeros monasterios de Occidente[6].
Esta doble superioridad monástica y eclesiástica siguió ejerciéndose distintamente en los monasterios de mujeres sin poder jamás confundirse.
Pero la historia eclesiástica nos enseña que en los monasterios de varones no se tardó, por razones de conveniencia fáciles de comprender, en tomar del seno mismo de la comunidad los sacerdotes y los ministros de su Iglesia[7]. Por una especie de derecho de presentación, vinculado naturalmente a sus funciones, el abad, encargado de representar los intereses de todo el pueblo de la Iglesia monástica, y en quien se personificaba, por así decirlo, dicho pueblo, escogía ordinariamente los sujetos destinados a formar parte del clero y los presentaba al obispo[8]. Pronto los abades mismos fueron generalmente investidos del sacerdocio o por lo menos del orden del diaconado, con lo cual ellos mismos se convirtieron en cabeza eclesial de sus comunidades, reuniendo desde entonces cada misma persona la doble autoridad de la jurisdicción eclesiástica y de la superioridad monástica[9].
En estas condiciones viene a ser el abad, desde el punto de vista de la jerarquía, un verdadero arcipreste, cabeza de un colegio de sacerdotes o presbiterio y de una Iglesia más o menos numerosa. La Iglesia monástica se halla plenamente en posesión de sí misma con su  fisonomía particular; su clero es tomado de su seno; le pertenece por la profesión religiosa, que es el nacimiento monástico, como el clero de las otras Iglesias les pertenece generalmente por el bautismo y la educación clerical: de esta manera forma un todo más homogéneo.
Por lo demás, con el tiempo se fue acrecentando el número de sacerdotes y de clérigos de los monasterios; la santidad de vida que en ellos se profesaba y el culto asiduo que los monjes tributaban a Dios en las santas salmodias reclamaban, por decirlo así, para ellos una iniciación más general en las órdenes clericales, y nada fue más legítimo que el movimiento que en este sentido se produjo en la disciplina.
Pero, sea cual fuere la proporción, diferente según los tiempos, entre los laicos y los clérigos que habitan los monasterios, la situación jerárquica de estas santas Iglesias no deja por ello de ser conforme con todas las demás, pues tienen sus sacerdotes, sus ministros y sus fieles.
El tiempo y las necesidades de los pueblos no tardaron en reclamar de estas Iglesias nuevos servicios, lo cual dio origen a nuevos desarrollos. Los monjes sacerdotes y ministros debieron extender su acción más allá de los límites de sus claustros[10], poblaciones seculares evangelizadas por ellos fueron puestas bajo su jurisdicción eclesiástica y formaron en adelante con el monasterio un mismo cuerpo de Iglesia, cuyo clero eran los monjes y cuyo elemento laico estaba formado  por el pueblo cristiano.
En efecto, con respecto a éste los abades de las grandes comunidades y los priores de los monasterios menores estaban revestidos del cargo pastoral, cuya entera solicitud ejercían[11].
La historia nos informa de las inmensas tareas espirituales que fueron emprendidas por los monjes fundadores y pastores de las Iglesias. Por ellos fueron evangelizados los bárbaros y sometidos al yugo de la disciplina cristiana; por ellos se establecieron las Iglesias de un extremo a otro de Europa y aseguraron para siempre las conquistas de la predicación evangélica y el fruto de las tareas de los misioneros, introduciendo a los pueblos en el divino edificio de la jerarquía católica y procurándoles las ventajas de la misma.
Efectivamente, los monasterios entran en la jerarquía de las Iglesias y hacen entrar a su vez en ellas a los pueblos que les pertenecen.
Las Iglesias monásticas, semejantes a todas las demás en cuanto a su constitución esencial, son capaces de recibir un rango más o menos elevado en esta jerarquía. Algunos monasterios vienen a ser Iglesias episcopales o metropolitanas; otros, en rango secundario, son, sin embargo, Iglesias populosas y florecientes bajo la dirección de un abad, arcipreste en el verdadero sentido de la palabra y cabeza de un colegio de sacerdotes, y extienden su acción a su alrededor, y por los prioratos, que son como otros tantos títulos menores, se subdividen en parroquias de orden inferior.
Y mientras que los monasterios de la diócesis forman así Iglesias distintas y completas en sí mismas, los de la ciudad episcopal y de las grandes ciudades, cuando no constituyen Iglesias catedrales, vienen a acogerse en el hogar de éstas ocupando en ellas un puesto entre los títulos urbanos y suburbanos que forman su corona.
Así se ve cómo los monasterios fundados en el recinto y en las cercanías de las ciudades pertenecen a estas Iglesias y sin romper su unidad se asimilan, en cuanto a su situación canónica, a los títulos cardinales de estas mismas  Iglesias.
En virtud de esta asimilación el clero de aquellos monasterios se unía a los otros  cuerpos del clero de las ciudades episcopales en las estaciones y en las funciones sagradas que estaban presididas por los obispos[12], y tomaba parte en las elecciones y en todas los grandes actos de la vida eclesiástica de las ciudades.
 Tal era en Oriente la situación de los monasterios de Constantinopla; tal en Occidente la de los monasterios urbanos y suburbanos de Saint-Denis y de Saint-Martin-des-Champs en París, de los monasterios de Viena, de Besanzón y de las otras ciudades de las Galias.
Pero tal era sobre todo por encima de todas las Iglesias del mundo, la disciplina que observaba la Iglesia romana, dando la forma y el ejemplo a todas las otras.
Los monasterios encerrados en su seno formaban y servían varios títulos de la ciudad, y sus abades, que a veces tomaban el nombre de abad cardenal, pertenecían tan estrechamente a la Iglesia romana que tenían asiento en el senado de sus cardenales y, mezclados con su clero, participaban en todos los acontecimientos considerables de su vida interna[13].



[1] San Juan Crisóstomo, Homilía 7 sobre san Mateo: «¿Quieres, monje, ser mi discípulo?  Haz tú también lo que hizo Pedro, lo que hicieron Santiago y Juan». Id., Homilía 99 sobre san Mateo: «Los apóstoles realizaron lo que realizan ahora los monjes». San Agustín, Ciudad de Dios, l. 17, c. 4, n. 6; PL 41, 530: «Aquellos poderosos le habían dicho: "Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt. XIX, 27). Por cierto, una ofrenda que revela gran poder...". San Basilio, Constituciones monásticas, c. 22, n. 4; PG 31, 1407: «Porque Cristo escogió discípulos para dejar a los hombres cierta forma de esta manera de vivir, como antes se decía de nosotros.» San Jerónimo, Tratado de los varones ilustres 11: PL 23, 658: «En la primitiva Iglesia eran los fieles los que procuran y desean ser los monjes de hoy»; Casiano, Conferencias n. 18, c. 5; PL 49, 1094.1095: «La vida cenobítica tuvo origen en los tiempos de le predicación apostólica. La vemos, en efecto, aparecer en Jerusalén, en toda aquella multitud de fieles, cuyo cuadro nos traza el libro de los Hechos... Toda la Iglesia, lo repito, ofrecía entonces tal espectáculo, que hoy no se puede ver ya sino difícilmente y entre un número muy reducido, en las casas de cenobitas»; San Bernardo, Apología a Guillermo de Saint-Thierry 24; PL. 182, 912: «(El orden de los monjes o de los religiosos) que fue el primer orden en la Iglesia; más aún: por él comenzó la Iglesia...; los apóstoles fueron sus fundadores...».

[2] Concilio de Éfeso, c. 48; Labbe 3, 1216: "Esto se leyó en la iglesia de los monjes que vivían en los desiertos.»

[3] Concilio de Calcedonia (451), sesión 15, can. 6; Labbe 4, 757; Mansi 7, 416-417; Hefele 2, 788: «Nadie debe ser ordenado de manera absoluta, ni sacerdote, ni diácono, ni clérigo, si no se le asigna en particular una iglesia de ciudad o de aldea, o un martyrium o un monasterio.»

[4] San Jerónimo, Oración fúnebre de santa Paula (Carta 108) 14; PL 22, 890: «Tropas innumerables de monjes, muchos de los cuales estaban honrados con las órdenes del sacerdocio o del diaconado»; San Agustín, Carta 60, "al Papa Aurelio", obispo de Cartago: «En la santa milicia de la clerecía en la que no solemos admitir sino a los monjes más dignos y más probados».

[5] Concilio de Arles (455); Labbe 4, 1024; Mansi 7, 908; Hefele 2, 886-887.

[6] Vida de san Pacomio c. 24, en Vidas de los Padres, l. 1; PL 73, 245: «Hay, por tanto, que venerar con gran suavidad y pureza a los clérigos que están en comunión con las Iglesias de Cristo, porque esto es útil a los monjes.» Cf. San Benito de Arrimo (hacia 750-821), Reglas de los santos padres; PL 103, 447 ss; Regla de Serapión, de Macario...; PL 103, 435-442.

[7] San Cirilo de Alejandría, Carta a los obispos de Libia y de Pentápolis; PG 77, 316; Labbe 3, 1489. Casiano, Conferencias, n. 4, c. 1; PL 49, 584-585: «El mérito de su pureza y de su suavidad (del abad Daniel) lo destinó a la elección del bienaventurado Pafnucio, que era el sacerdote de aquella soledad, para elevarlo… al oficio de diácono... Todavía en vida lo promovió al honor del presbiterado».

[8] San Gregorio, libro 6, Carta 92, al obispo Víctor; PL 77, 830: «Urbicus, abad del monasterio de San Hermes, situado en Palermo, nos ha pedido instantemente con su comunidad que sea ordenado un sacerdote en ese mismo monasterio, para celebrar la santa misa (sacra missarum solemnia); y como no se debe dar largas a tal petición, hemos juzgado necesario exhortar por las presentes a tu fraternidad a que consagres a un miembro de esa comunidad, elegido para este ministerio y cuya vida, costumbres y conducta puedan convenir a tan gran ministerio».

[9] Las actas del concilio de Constantinopla (536) contienen diversas súplicas firmadas por varios centenares de superiores de monasterios; la mayoría de tales superiores poseen la calidad de presbíteros, algunos la de diáconos, un número muy reducido carecen de orden eclesiástico: Labbe 5, 31-250; Mansi 8, 905 ss; Hefele 2, 1146-1154. En Occidente, el sínodo de Auxerre (578), los concilios XV y XVI de Toledo (688 y 693), el concilio de Francfort (794) y la mayoría de los concilios posteriores ponen a los abades antes de los presbíteros, lo cual indica, observa Thomassin, que por consiguiente, los abades eran generalmente presbíteros; Thomassin, Ancienne et nouvelle Discipline de l'Église, p. 1, l. 3, cap. 15, n. 5, t. 2, p. 556. El concilio de Roma (826), can. 27, ordena incluso que no se escoja «como abades en los coenobia o, como se dice ahora, en los monasterios, sino a hombres capaces. Serán sacerdotes a fin de poder perdonar los pecados a los hermanos puestos bajo su jurisdicción", resumen de Hefele 4, 52.

[10] Ya en los primeros tiempos de la vida cenobítica hizo san Pacomio que sus monjes tuvieran a su cargo una iglesia nuevamente fundada; pero aquel ministerio era provisional, ya que en general los monjes no estaban todavía en posesión de las sagradas órdenes. Vidas de los padres, l. 1, Vida de san Pacomio, c. 26. PL 73, 246; Vida de san Pacomio, c. 11, n.° 86, en Acta Sanctorum, t. 16, p. 328; Sócrates, Historia eclesiástica, l. 8  c. 17; PG 67. 1559.

[11] A partir del siglo XI dictan los concilios gran número de cánones a propósito de las parroquias dependientes de las abadías. Por ejemplo, Concilio de Maguncia (847), can. 14; Labbe 8, 46; Mansi 14, 907: "Den cuenta los monjes al obispo o a su vicario de los propios títulos donde están colocados, sean convocados y acudan al sínodo".

[12] Cf. El Pastoral de la Iglesia de París, manuscrito del archivo nacional de allí.

[13] Sínodo de Roma (433), can. 5, según los apócrifos de Símaco, Gesta de Xysti Purgatione; Labbe, 3, 1268; Mansi 5, 1064: "El obispo Sixto rogó a los sacerdotes de la ciudad de Roma y al clero y, por otra parte, a los monasterios de los siervos de Dios, y se reunieron para discutir en la basílica de Santa Helena".