II. - EL TEÓLOGO
La Providencia había
preparado al P. Billot para la enseñanza del dogma en la Universidad
Gregoriana, hogar secular de la alta ciencia eclesiástica en Roma, centro de la
fe y unidad donde las corrientes de la vida y del pensamiento religioso vienen
de todas las direcciones. Le precedieron en esta cátedra dogmática eminentes
profesores, como el P. Perrone y el Cardenal Franzelin. Los superó a todos.
Anteriormente había enseñado las ciencias sagradas en las casas de su Orden y
en la Universidad Católica de Angers. En Roma comenzó su enseñanza poco después
de que la encíclica Æterni Patris diera a la teología un fuerte impulso
hacia la doctrina y el método de Santo Tomás.
Una deplorable interrupción
había roto la gran tradición. La teología de Santo Tomás, al no poder
liberarse, había quedado confinada en un coto cerrado que la había debilitado.
En cuanto a la filosofía, la revolución cartesiana la había separado del Doctor
Angélico. La gran voz de León XIII colocó de nuevo a la filosofía cristiana en
su verdadera dirección.
Tanto para la filosofía como
para la teología, el P. Billot fue a la vez discípulo e imitador de Santo Tomás;
su discípulo al apropiarse su doctrina y su método, su imitador al reproducir,
sin perderlo nunca de vista y sin rendirle culto servil, sus esfuerzos hacia
una claridad cada vez mayor, hacia una ciencia cada vez más completa.
Durante un cuarto de siglo, trabajó así en la renovación de la enseñanza
doctrinal: Vetera novis augere atque
perficere [aumentar y perfeccionar
las cosas antiguas con cosas nuevas],
según la consigna de la encíclica.
El mérito fundamental del
cardenal Billot es haber redescubierto, repensado, ampliado y renovado la
doctrina del Ángel de la Escuela, haberla enseñado en su pureza con un acento
personal y una maestría incomparable. En el mismo plano, fue, en el campo de la
fe, en momentos críticos, especialmente durante la formidable crisis del
modernismo, el invencible defensor de los derechos de la Iglesia.
La obra doctrinal de Santo
Tomás desaparecía bajo pesados comentarios sin vida, bajo largas elucubraciones
verbales sin metafísica. El P. Billot quiso liberarla de este peso muerto; se
propuso despejar el imponente edificio de las construcciones adventicias que lo
desfiguraban y hacerlo visible en sus maravillosas proporciones.
Su característica como teólogo fue ir directamente, a través de las escuelas y sistemas, de la decadencia escolástica y las glosas inútiles, a la fuente más pura de la ciencia sagrada, a la gran escuela del siglo XIII, de ese siglo, uno de los más eminentes de la historia, que nos dio no sólo la visión armoniosa y mesurada de lo bello en sus catedrales, sino también, y, sobre todo, la visión de lo verdadero en la síntesis más sublime de la teología.
A través de un enorme trabajo
de asimilación e interpretación, el P. Billot se convirtió en el continuador y
renovador de la enseñanza tomista. Explica, comenta, se compromete en una
verdadera obra de restauración, trayendo de nuevo los problemas teológicos a
sus fórmulas adecuadas, según la doctrina tradicional, inmutable en su base,
pero perfectible en sus desarrollos, y no de una apologética tan a menudo
arriesgada para con la verdad. Su mérito es haber liberado así a la ciencia
teológica del estrecho formalismo en el que a veces tendía a quedar atrapada,
salvándola al mismo tiempo del peligro de desviación.
Ante las dificultades que
paralizaban a los mejores maestros, mostró la verdadera solución en el retorno
a los principios establecidos por Santo Tomás y seguidos por sus más
autorizados comentadores. El hecho de ir decididamente a las fuentes da, más
que la ciencia adquirida, "el poder del descubrimiento en el
infinito", según la palabra de Lacordaire.
En asuntos de suma importancia,
los elementos de verdad carecían de cohesión por falta de principios rectores.
Los cimientos parecían carecer de amplitud y fuerza. El P. Billot estableció
la ciencia teológica sobre bases sólidas, tanto racionales como sobrenaturales.
Los principios rectores los extrajo del Maestro común, al igual que él, esclarecido
en su labor de coordinación por las Escrituras, la tradición de los Padres, las
definiciones de la Iglesia, por los mejores comentadores, por las luces del
sentido común y la recta razón, debiendo la inteligencia seguir sus propias
leyes y proceder lógicamente por principios y conclusiones.
La gran visión sintética del
mundo sobrenatural hace de su teología una espléndida unidad viva. No razona
sobre ideas puras, sino sobre realidades concretas que encajan en el orden
creado, natural y sobrenatural. Y la teología encuentra su poder y brillo en el
acuerdo fundamental de la razón y la fe: fides
quærens intellectum [la fe que
busca al intelecto].
Al revivir la gran
tradición, el P. Billot ha animado la teología con una savia nueva. En lugar de
fórmulas inertes, le dio vida. Creía, en efecto, que el verdadero tomismo no es
un conjunto de conceptos abstractos, sino una síntesis llena de vida, y que el
dogma, en su desarrollo científico, debe hacerse más preciso según la ley del
progreso. Para darse cuenta del valor de tal restauración, basta comparar los
tratados vivos del continuador de Santo Tomás con tal o cual manual de un
clasicismo superficial y árido, con tesis estrechas revestidas de una supuesta
librea escolástica.
Pero no sacó esta vida y este pensamiento de sí mismo. Su papel era comprender al Doctor Angélico en su pureza primitiva y hacerlo comprender. Suscribimos de buen grado la exclamación que en su día hizo un maestro de la Universidad Gregoriana, el P. Lazzarini, cuando dijo a sus alumnos:
"Sanctus Augustinus invenit, sanctus Thomas perfecit, -sin olvidar la obra de San Alberto Magno- cardinalis Billot explicavit [San Agustín encontró, santo Tomás perfeccionó y el cardenal Billot explicó].
A esta "explicación" la hizo según la letra y el espíritu, con su poderosa originalidad.
"El autor, escribe el P. A. Michel, pretende ser un comentador de Santo Tomás, comentador según la letra, donde el pensamiento del Maestro es claro, y en este caso, sabe ponerlo en relieve de forma contundente; comentador según el espíritu, donde este pensamiento deja lugar a la discusión" (Dictionnaire pratique des connaissances religieuses).
Así, ha restablecido un
tomismo vivo y generador.
Para gran confusión de los
eminentes religiosos, el Cardenal Parocchi, Cardenal Vicario del Papa León XIII
y uno de los más doctos miembros del Sagrado Colegio, hablando en una sesión
solemne, le llamó Vivens Thomas [Tomás viviente]. Ilustres profesores no han temido afirmar que, en algunas
de las tesis más importantes, fue fácilmente el primero después de Santo Tomás:
Post divum Thomam facile princeps.
El P. Billot era un teólogo, pero al mismo tiempo un filósofo, sin duda en función de teólogo, pero cuán claro y vigoroso. Siendo la filosofía la clave de la doctrina, las partes filosóficas adquieren un gran desarrollo en muchos de sus tratados, especialmente en sus prólogos, y se podría extraer de ellos la esencia de toda la doctrina filosófica de Santo Tomás. Uno de sus brillantes alumnos, profesor de una universidad católica, se expresa así sobre la obra de su antiguo maestro:
"El
P. Billot no se contentó con defender la enseñanza tradicional contra las
herejías modernas (del liberalismo en su magnífico tratado sobre la Iglesia o
del modernismo en casi todas sus otras obras), y no se juzgaría su obra con
exactitud si se limitara a eso. El P. Billot hizo algo más, y quizás el
mayor servicio que prestó a la teología dogmática es haberla liberado de toda
clase de onerosas hipótesis, invenciones facticias y verdaderos dii ex machina, con los que algunos de
los comentadores de Santo Tomás, a los que ahora se sigue demasiado, la habían
avergonzado tan torpemente. Estos últimos parecen haberse dejado distraer de su
verdadero propósito por la preocupación, por otra parte admirable, de no
dejarnos ignorar ninguna de las objeciones modernas. El P. Billot no discute
ciertamente el interés o utilidad de tal método, pero cree más bien que la
simple exposición de la teología ha sido siempre la mejor defensa que se puede
hacer de ella, y que, al relacionarla o reducirla demasiado a la apologética,
se corre el riesgo de debilitarla, de hacerla más débil y, finalmente, de
disminuirla. Por ello, se preocupa sobre todo por encontrar la verdad teológica
(en lo que le sirve maravillosamente una lógica implacable); luego, de
exponerla o afirmarla con la tranquila intransigencia de un hombre que la posee.
De
ahí una teología como renovada, hecha para resistir todas las pruebas, ante la
cual las objeciones caen por sí mismas (como mosquitos quemados por el fuego de
una lámpara), y para la cual las herejías modernas aparecen de inmediato como
monstruosidades"[1].