I. - EL HOMBRE: CARÁCTER, ESPÍRITU
Atleta tanto en la altura
como en el pensamiento, lo que primero sorprendía del cardenal Billot, con su
elevada estatura, su poderosa cabeza, su magnífica y abierta frente, sus finos
labios, era la expresión del vigor intelectual, de la voluntad tranquila y auto-controlada,
en la vivacidad y serenidad de su fisonomía, en la suavidad y profundidad de su
mirada.
Su inteligencia luminosa,
hecha de amplitud y elevación, de vida y movimiento, es de las que llegan al
fondo de las cosas con un golpe de vista, que viven de la síntesis y de la
unidad y saben contemplar las realidades puras detrás de los velos visibles. Se
intuye que este hombre meditabundo es capaz de elevarse victoriosamente por
encima de las batallas doctrinales y ascender a las más altas cumbres de las
visiones del pensamiento.
Cuando se inclinaba hacia uno
con ese movimiento familiar, dejaba traslucir su bondad y afabilidad en la
benevolencia de su sonrisa, toda la riqueza de sus sentimientos, junto con la
sencillez y lealtad de su alma y la sinceridad de sus palabras.
Su carácter no mostraba
ninguna inclinación a la melancolía o al pesimismo. Era alegre, con
estallidos de alegría casi infantil, con un optimismo basado en la razón y la
fe, lleno de entusiasmo, buen humor y, cabría añadir, candor. Como se ha
dicho de su maestro, el Ángel de la Escuela, era cándido en su trato con los
hombres y con Dios. Massillon, hablando de Bossuet, atribuye a este genio la
misma cualidad, añadiendo "que caracteriza a las grandes almas y espíritus
de primer orden" (Oración fúnebre del Delfín).
Entre el cardenal Billot y el
cardenal Mercier se han observado verdaderas afinidades intelectuales. También
han sido presentado como impulsivos[1]. Quienes han abusado de
tales descripciones de estas dos mentes trascendentales no han apreciado la
frescura y juventud de sus almas que poseían en alto grado y que brotaba de su
entusiasmo por la verdad y el bien, de su indignación ante el error y el mal, y
de su valiente costumbre de poner sus palabras en consonancia con sus
pensamientos, lo que a algunos les parece una audacia anormal.
La piedad guió al cardenal Billot en la búsqueda de la ciencia; la ciencia le fortaleció en la piedad, y para comprenderle bien, no basta con mirarle desde el único punto de vista intelectual, metafísico o sólo humano, sin dar a la vida del alma ante Dios su mayor parte. Para conocerlo, es necesario considerarlo en la plenitud de los dones de la naturaleza y de los de la gracia, pues en él gustamos su armoniosa unión. Su virtud era la verdad vivida, el deber cumplido, el equilibrio perfecto en la tranquilidad del orden. Busca la verdad y la posee en la paz. Lo fija en la rectitud de pensamiento y la verdadera libertad, muy por encima de las opiniones cambiantes y los prejuicios mundanos. En palabras de Bossuet, "la verdad es una reina que habita en su propia luz".
Su vida interior es intensa,
ardiente, razonable y mística, en el amor apasionado a Cristo, a la Iglesia y a
las almas. Luce
intellettuale piena d'amore, luz intelectual llena de amor, podríamos decir
de él con Dante.
Amar la verdad por sí misma
es desear darla. La verdad, como el bien, es diffusivum sui. Sólo tenía una ambición: trabajar por Dios y las
almas.
La vida del cardenal Billot,
como la de la mayoría de los grandes maestros del pensamiento, carente de
acciones brillantes, tiene pocos acontecimientos exteriores. Reduciendo
voluntariamente su horizonte material, vivió en los esplendores del mundo
invisible. Contemplativo incluso en su cátedra, la especulación teológica
alimentaba su oración, y para él, la ciencia sagrada era el itinerario del alma
hacia la luz divina, no una fría abstracción. Así, en sus obras,
cantó al Creador como metafísico inspirado y apóstol de los misterios de la fe,
sin apartarse del rigor científico y alcanzando a menudo las cotas de la
elocuencia y la poesía, con un esplendor de imaginación que reflejaba
brillantemente las bellezas del mundo invisible. El universo material y social,
los acontecimientos en el espacio y el tiempo, los vio en Dios: En Él vivimos y nos movemos y somos (Hech.
XVII, 28).
La virtud de la modestia y
la humildad realzaban tantas cualidades. "La ciencia que
hincha", como decía San Pablo, no era la del ilustre teólogo. Había
abrazado demasiado los límites del conocimiento humano como para enorgullecerse
de ello. A menudo repetía las palabras de Pascal: "No conocemos el todo de
nada", y, de buena gana, habría dicho con Santo Tomás: "Todo lo que
he escrito me parece paja".
Se ha dicho que le faltaba
diplomacia. Ojalá tuviera a su servicio a menudo la profundidad y lucidez de
este espíritu. En la I Epístola a los Corintios (XII, 28), leemos: "Dios ha establecido diversos dones en la
Iglesia, repartidos por el Espíritu Santo entre los distintos miembros", y el texto enumera apóstoles, profetas y maestros. No se menciona
a los diplomáticos. Si se le hubiera preguntado por ellos, el cardenal habría
respondido sin duda, con Bossuet, que "la verdadera diplomacia y política
es la de la verdad"; y se habría mostrado poco entusiasmado con el
sacrificio de la sinceridad que Talleyrand llama "el arte de mostrar sólo
una parte de la propia vida, de los propios pensamientos, de los propios
sentimientos, de las propias impresiones" (Memorias del Príncipe de Talleyrand, vol. I). Era doctor. El
teólogo no es un hombre de combinaciones, de negociaciones, de acomodos; es un
hombre de principios. Uno no se imagina al cardenal Billot descendiendo en este
terreno de emboscadas, donde tender trampas se convierte en un arte, para desbaratar
las intrigas y moverse por los vericuetos de la política. Si no compartía el
gusto por los disfraces y sutilezas inútiles, si evitaba la flexibilidad y
artificio que son la ciencia, la ambición y el mérito de tantas almas vulgares,
tenía esa diplomacia inmortal que conduce a los hombres a su fin por los medios
más favorables. La verdad presidía todas sus acciones y palabras, y no era uno
de esos hombres impenetrables que siempre se cuidan de correr un velo sobre sus
obscuros pensamientos.
Es muy cierto que no usaba la
adulación para con nadie y que su noble franqueza, la elevación de su carácter,
lo mantenía alejado de toda adulación. También de él, como de Bossuet, Madame
de Maintenon podría haber dicho: "No tenía el espíritu de la corte".
No, no tenía ni el espíritu ni el alma de esos cortesanos que son la vergüenza
de las cortes y la perdición de los grandes. Admitido a la mesa de los reyes, a
modo de cumplidos protocolarios, podría haber gritado como Santo Tomás en la
mesa de San Luis: Invictum contra
Manichæos. Este es un argumento perentorio contra los maniqueos, -o contra
los modernistas.
¿Debemos aceptar que carecía
de contacto con los hechos, como si ya hubiera vivido fuera del espacio y del
tiempo? No desconocía ninguno de los hechos relacionados con su enseñanza al
servicio de Dios y de la Iglesia. Además, viviendo en el mundo de las ideas por
el poder de su pensamiento, y en la luz sobrenatural por el poder de la gracia,
mostraba un completo desprendimiento de las cosas de la tierra, cuando no veía
en ellas un interés por el cielo.
Deseoso de restringir
conversaciones, visitas y relaciones innecesarias en su vida exterior, permanecía
enclaustrado en su celda, y cardenal en su modestísimo piso, suprimiendo, en
cuanto a salidas y ceremonias, lo que no era de estricta obligación, y mirando
pasar con desprecio a las personas y acontecimientos.
El calumniador sólo habría
encontrado en él un silencio de indignación y severidad. Cualquiera que
pensara que podía hablar con él de curiosidades y trivialidades ociosas se
habría encontrado con una indiferencia que le habría desanimado rápidamente.
Durante sus visitas, no se
habría demorado en la casa de un viejo prelado francés de su tiempo, por lo
demás, hombre de espíritu, fijado en Roma en un despacho de la Curia y
aficionado a la diversión, pero en cuyo salón se recordaban anécdotas,
historias de carácter más bien libre, hasta el punto de que, durante sus viajes
a Roma, un obispo, sin duda de conciencia delicada, confiaba a su vicario
general al abandonar la residencia prelaticia: "Cada vez que salgo de
aquí, tengo ganas de confesarme". Cerca del Cardenal Billot, se hablaba
de la ciencia o de lo sobrenatural. No había nada tenso en sus
conversaciones familiares. Aparecía con el ceño fruncido y una sonrisa en los
labios. A menudo salía a relucir su clara risa francesa, indicio de salud de
alma y cuerpo. En sus palabras no había nada de indigencia del pensamiento,
llaneza de la expresión, impotencia del lenguaje. En todo, estaba enamorado de
la claridad y la certeza.
Se trata de una leyenda obscura
y engañosa la que intenta presentarlo como un intransigente feroz, absoluto en
sus ideas, fijo de una vez por todas, fulminando el anatema y siempre armado
para la guerra. Como teólogo, no se movía en el terreno de lo contingente, y en
el terreno de la verdad, su visión estaba irradiada de absolutos, sus
afirmaciones eran de un vigor incisivo; pero, como perfecto lógico, no desconocía
el arte de las distinciones y sabía, por lo tanto, poner lo relativo buscado en
sus juicios.
Lleno de indulgencia y
caridad hacia las personas, era irreductible a las falsas ideas, que agarraba
con las tenazas de su dialéctica, como el águila agarra a un débil halcón.
Poderoso iniciador y amigo del progreso en cuestiones teológicas, se apiadaba
de esas mentes encaprichadas consigo mismas, convencidas de haber dicho la
última palabra en la ciencia y en el método cuando declararon solemnemente
"que hay que estar al día".
En una palabra, bondad, franqueza, lealtad, afabilidad, rectitud, elevación y profundidad de pensamiento, modestia y humildad, amor a la verdad en la devoción a Dios y a la Iglesia, eso era el cardenal Billot.
"Necesitamos, escribía, el amor a la verdad por sí misma, a la verdad libre de todo compromiso con el error, en una palabra, a la verdad integral" (Elogio del cardenal Pie).
He aquí el testimonio del escritor de élite que lo conoció bien en Roma y que hizo una excepción en la prensa al hacerle justicia tras su renuncia al cardenalato y al día siguiente de su muerte:
"El
cardenal Billot vivía muy recluido, la gente acudía a él y no le importaba la
impresión que causaba. Ahora bien, la impresión era profunda, con su
cabeza inclinada, su rostro ascético, su sotana negra y sin la menor insignia
que evocara su dignidad, parecía un extraño a todo lo que es de la tierra;
sólo era espíritu y pensamiento. Los que lo trataron habrán conocido en su
plenitud al sacerdote de Jesucristo, piadoso, inmaterial, cándido: decimos
cándido, en el sentido de pureza, ingenuidad, blancura, toda su alma
revelándose a través de la frágil envoltura. Y cuando se pensaba, al
escucharle, que este hombre, tan humilde, tan sencillo, era una de las más
altas inteligencias de nuestro tiempo, uno se llenaba de admiración, veneración,
respeto. Sólo la fe, sólo la comunicación perpetua con Dios, puede elevar realmente
a la criatura humana, expuesta a tantas miserias y debilidades, a tales
alturas. A las personas que sólo admiten lo material, nos atreveríamos a darles
este consejo: mirad al cardenal Billot y decid si el alma no resplandece"
(R. Havard de la Montagne, Roma, 1 de febrero de 1932).
[1] Ver, para el cardenal Billot, varios artículos
necrológicos; para el cardenal Mercier, Le
grand Cardinal Belge, de Ramaekers.