jueves, 27 de febrero de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Tercera Parte (Sección segunda) La Iglesia Universal. Cap. II (I Parte)

II

LOS CONCILIOS PARTICULARES

El presidente del concilio.

La acción conciliar de los obispos no tiene lugar únicamente en los concilios tenidos o confirmados por el Soberano Pontífice y cuya autoridad se extiende a la Iglesia universal.
Pero como el principado de san Pedro reproducido y representado en cada una de las regiones del universo por la institución de los patriarcas y de los metropolitanos, imprime al gobierno de las partes de la Iglesia, con la «forma de Pedro», el tipo y la semejanza del cuerpo entero, así el misterio de la cabeza y de los miembros, reproducido en sus circunscripciones, se expresa también en ellas por las asambleas conciliares. Y porque, en la Iglesia universal, la unión de la cabeza y de los miembros se declara solemnemente y en toda su plenitud en el concilio ecuménico, es preciso que este misterio de vida, guardando las debidas proporciones que convienen a colegios restringidos, se muestre análogamente en la celebración de los concilios particulares.
Pero importa grandemente no perder de vista la naturaleza de la institución de las sedes particulares. Esta institución y todo el orden de las circunscripciones inferiores que de ella dependen tuvo su origen en la autoridad del vicario de Jesucristo y depende enteramente de su poder; esto nos induce a hacer aquí dos observaciones dignas de consideración.
La primera es que el patriarca o el metropolitano no preside el colegio parcial de los obispos de su dependencia sino en nombre y, por decirlo así, en la persona de san Pedro, cuyo lugar ocupa, y por la pura institución del cabeza de los pontífices, único que puede reproducir por debajo de sí mismo imágenes de su soberanía.
El episcopado conserva así su prerrogativa esencial, que consiste en no reconocer superioridad alguna que no sea la de Jesucristo y de su vicario, o que no emane de ésta y la represente. Por esta razón, cuando falta el patriarca o el metropolitano, el concilio particular se halla privado de su cabeza natural. No obstante, podrá todavía reunirse, pero habrá que recurrir a la célebre ley de la jerarquía de que hemos hablado en la segunda parte, según la cual, en ausencia de la cabeza, el colegio entero está llamado a suplir su falta por la virtud misma de la secreta y profunda comunidad de vida que se mantiene entre ellos.
Todos los obispos que componen este colegio particular recogen, pues, en común el cargo de suplir a su cabeza, cargo que ejercerán por el orden establecido por el derecho de devolución.
El primero de entre ellos, que comúnmente será el más antiguo de ordenación, presidirá la asamblea.
Sin embargo, no aparecerá a su cabeza como verdadero jefe y en calidad de verdadero superior y de príncipe del episcopado, sino como el primogénito de esta asamblea de hermanos, privada de la presencia del padre de familia.

Esto es ciertamente efecto de esa gran ley que hemos evocado y cuya aplicación volveremos a hallar con frecuencia. De resultas de la unión íntima y viva que existe entre la cabeza y los miembros, el cuerpo entero no cesa de obrar en la participación de vida que se derrama sobre él de la cabeza, aun cuando el signo exterior de esta comunicación, es decir, la presencia manifestada de dicha cabeza, le sea sustraído accidentalmente por algún tiempo.
En su lugar veremos que, por una disposición semejante, el presbiterio de la Iglesia particular suple al obispo ausente o difunto y ejerce la autoridad mientras está vacante la sede.
Por aplicación de la misma ley, en una jerarquía superior, el episcopado de un colegio particular suple la falta de su cabeza.
Los ejemplos  son comunes y antiguos. En África se reproducían sin cesar, debido a su dependencia de un único metropolitano, el obispo de Cartago. En efecto, como este metropolitano tenía bajo su dependencia hasta seis provincias, los obispos de cada una de ellas se reunían con frecuencia separadamente en concilio provincial, y no teniendo en medio de ellos a su metropolitano, eran presididos por el primero o el más antiguo de ellos, llamado primado[1] según uso de aquellas regiones.
Eran como concilios siempre imperfectos, y en los que el colegio debía suplir a perpetuidad a su cabeza ausente. Llamaban concilio plenario al concilio de todas las provincias africanas reunido y presidido por el único metropolitano de Cartago. Este concilio plenario no era en el fondo sino un perfecto concilio provincial en el sentido propio del término; en efecto, las diversas provincias allí reunidas no formaban sino una sola provincia eclesiástica en todo el rigor de los términos, la cual dependía de un mismo metropolitano, como también todos los obispos de África estaban reunidos en un solo colegio por el vínculo de su único metropolitano, única verdadera cabeza del episcopado de aquellas regiones, mientras que las asambleas tenidas bajo la presidencia de los primados no eran sino fracciones de aquel colegio y como desmembramientos de aquel concilio.
Según esta doctrina, que explica suficientemente la práctica de las Iglesias, se puede, pues, ver al primer obispo de un colegio, llamado decano, prototrono o primado, según el uso de los lugares, presidir el concilio de dicho colegio en ausencia o a falta de su metropolitano.
Pero importa tener presente que aun en este caso no es la verdadera cabeza, por lo cual tampoco aparece a la cabeza del concilio con la autoridad propia, que corresponde a tal cabeza; hay que saber que hay siempre una diferencia profunda e insalvable entre el poder que despliega el metropolitano y la prerrogativa del primer obispo en esta asamblea.
Sólo el metropolitano ocupa el lugar de Pedro y representa la cabeza del orden episcopal. Sólo en él, como en la persona de la cabeza, centro y principio de la unidad y de la vida del cuerpo, se verifica el coronamiento de la jerarquía.
Así, hasta el estilo de los concilios particulares guarda esta impronta, y así como el Papa, cuando preside en persona el concilio universal, para significar más solemnemente el misterio de su autoridad, que desciende sobre todo el colegio y lo asocia a su acción, hace decretos en su propio nombre, sacro approbante concilio, así también los metropolitanos, en los concilios particulares que presiden, toman frecuentemente decisiones en su nombre, approbante concilio, como otros san Pedro; con esta fórmula asocian a sus sufragáneos y con su cooperación dan a los decretos conciliares el carácter de actos propios de la autoridad metropolitana[2]. Éste carácter permanece estable, y así se vio a san Carlos, modelo de los metropolitanos y el eran legislador de los concilios provinciales, reservarse la interpretación de los decretos, como decretos verdaderamente suyos[3].
En el fondo, estos decretos son obra común de los obispos -de todos ellos a igual título-, pero son también obra del metropolitano a título singular que él solo posee como cabeza de los obispos y vínculo de su colegio, sin compartirlo con ellos.
Así, mientras que el metropolitano puede dictar sus decretos en su propio nombre, approbante concilio, vemos en ello un estilo que el primer obispo, presidiendo en su ausencia, no puede usar ni usó jamás, un poder que éste no puede en manera alguna desplegar. No  puede dar sus decretos como emanados principalmente, y a título especial, de su autoridad particular. Aunque preside la asamblea, no es en el fondo más que uno de los miembros del colegio y no le corresponde manifestar con su intervención el influjo jerárquico de la cabeza sobre los miembros. Todo su poder le viene de los obispos: es uno de ellos y no tiene autoridad en la asamblea sino en su nombre. Pero nunca repetiremos demasiado que el poder del metropolitano tiene un origen muy distinto, pues emana de la Santa Sede apostólica; y el que está revestido de tal poder, verdadero superior de los obispos, extiende sobre ellos una autoridad que no viniendo de ellos se eleva por encima de ellos por su misma naturaleza y por su origen.
A propósito de los concilios particulares existe una segunda verdad que importa hacer resaltar de la naturaleza misma de las circunscripciones eclesiásticas a que pertenecen y de la institución de los patriarcas y metropolitanos que los reúnen.
Como esta institución deriva originariamente de san Pedro y de la Santa Sede apostólica, depende enteramente del Soberano Pontífice. Los colegios particulares de estas circunscripciones no forman, a su vez, un cuerpo distinto sino por el establecimiento de su metrópoli. Y así, por la esencia misma de las cosas, toda la constitución de las provincias y toda la autoridad que en ellas pueden ejercer los metropolitanos dependen entera y absolutamente del Sumo Pontífice, que puede, a su arbitrio, moderar o extender las atribuciones de las cabezas como de los colegios.
Aquí no se trata solamente de esas puras limitaciones de ejercicio que el superior puede poner, en forma de reserva, a la jurisdicción de las personas eclesiásticas sin afectar al fondo de esta jurisdicción: aquí se trata de la sustancia, porque la institución de las metrópolis depende enteramente y en su sustancia misma, del vicario de Jesucristo, único que le dio su forma y su origen.



[1] Este nombre significa en Africa el primer obispo y es sinónimo de los títulos de prototrono o de decano en otras provincias o en otros países. No hay, en modo alguno, que confundir a los primados de Africa con los primados de las otras regiones occidentales, cabezas de las grandes circunscripciones eclesiásticas y al frente de varios metropolitanos, de los que se ha hablado antes. El primado era comúnmente en Africa el obispo más antiguo de ordenación. Sólo en la provincia de Numidia estaba ligado al rango de primado a una sede determinada, la de Cima o Constantina. sin cambiar por ello de carácter y sin que tal sede fuera una verdadera metrópoli. En otras regiones del mundo cristiano hemos visto análogamente cómo el rango de decano o de prototrono no dependía de la edad sacerdotal, conforme al derecho común, sino que estaba ligado por privilegio a ciertas sedes: en la provincia de Roma, a la sede de Ostia; en la de Cantorbery, a la sede de Londres; en la de Lyón a la sede de Autnn. etc.

[2] Es muy frecuente esta fórmula, u otras equivalentes, de consilio; de consilio et assensu... He aquí algunos ejemplos: Concilio de Tarragona (1244), Aguirre, t. 5, p. 193-194; Mansi 23, 604; Montpellier (1258), Labbe 11, 779; Mansi 23, 989; Tarragona (1273), Tejada y Ramiro, Colección de Concilios, Madrid 1589, t. 6, p, 54; Riez (1285), Mansi 24, 575; Marténe, Thesaurus novorum anecdotum, t. 4, col, 191; Embrún (1290), Labbe 14, 1185; Mansi, 1063, Marténe, loc. cit., col. 209; Colonia (1310), Labbe 11, 1517; Mansi 25, 230; Ruán (1581), Labbe 15, 821; Mansi 34, 617; Reims (1583), Labbe 15, 884; Mansi 34, 683; Burdeos (1583), Labbe 15, 943, Mansi 34, 503; Trani (1589), La Luzerne, Dissertations sur les Droits et Devoirs respectifs des Evêques et des Prêtres dans l'Église, ed. Migne, 1844, col. 1295; Toulouse (1590), Labbe 15, 1379; Mansi 34, 1320; Avignon (1594) Labbe 15, 1436, Mansi 34, 1530; Aquilea (1596), Labbe 15, 1472; Mansi 34, 1367; Narbona (1609), Labbe 15, 1574; Mansi 34, 1478. San Carlos Borromeo había adoptada este estilo para los concilios de Milán.

[3] Concilio de Milán (1565), Labbe 15, 246; Mansi 34, 100; cfr. Concilio de Burdeos (1624), Labbe 15, 1683; Mansi 34, 1541.