viernes, 4 de octubre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Primera Parte: Espíritu y Vida, cap. XIII

COMPASION

I

Cuando vemos en el teatro un drama triste, lloramos con el personaje que aparece sufriendo, y sin embargo sabemos muy bien que todo no es más que ficción. Esto nos muestra que esa compasión no es una espiritualidad, sino que reside en el sentido externo de la imaginación. La contraprueba sobre el valor de tales sentimientos está en que al poco rato ya no nos acordamos de esas lágrimas.
San Pedro es un ejemplo elocuente a costa de cuyos fracasos podemos aprender mucho, como se ha mostrado en el artículo titulado "El caso de Pedro". La compasión sentimental del apóstol es la que lo lleva a querer oponerse a la Pasión redentora de Cristo. Y este sentimiento, que los hombres hallarían nobilísimo, es lo que despierta en Jesús la más ruda de sus repulsas: "Apártate de mí, Satanás. Me sirves de tropiezo, porque no sientes las cosas de Dios sino las de los hombres" (Mat. XVI, 25). Y esa misma compasión, que tan hermosa parece, es la que lleva al mismo Pedro a jurar que morirá por su Maestro, y... a negado pocas horas después, delante de una sirvienta inofensiva, es, decir, cuando ni siquiera corría peligro su vida con decir la verdad.
Aquella tremenda sentencia de Cristo, tan humillante para nosotros, según la cual lo que es sublime para los hombres, es despreciable para Dios (Luc. XVI, 15), se ve cumplida en la repugnancia que nos cuesta admitir esta tesis cristiana sobre la falacia de nuestra compasión. Porque nos gustaría soberanamente decir que compadecemos mucho a Cristo en sus dolores, y de ello resultaría una agradable conclusión sobre la nobleza de que es capaz el corazón humano. Pero Dios nos enseña que no tenemos motivo para gloriarnos de tal nobleza, porque “no somos suficientes por nosotros mismos para concebir algún pensamiento, como de nosotros mismos, sino que nuestra suficiencia viene de Dios” (II Cor. III, 5).



II

La prueba de los ejemplos evangélicos es definitiva. Junto a la Cruz de Jesús brillaban por su ausencia los Apóstoles, discípulos y amigos que tanto lo habían seguido. Y María “stabat”, es decir, estaba de pie allí y no desfallecía, ni se dice que antes ni después haya vertido una sola lágrima. ¿Qué había de verterla, si ella, en su corazón, era el altar donde se consumaba la inmolación de su Hijo como acto supremo de la caridad de un Dios Padre y de un Dios Hijo hecho hombre? Y así como el Padre no tuvo esa clase de compasión, y “no perdonó a su Unigénito; sino que lo entregó a nosotros” (Rom. VIII, 32), así también María lo habría matado con su mano, como una sacerdotisa sacrificadora del Cordero divino, si tal hubiera sido la voluntad del Padre. Porque eso es la que la hizo Madre del Verbo Encarnado: “Quien hace la voluntad de mi Padre, he aquí mi madre y mis hermanos…” (Mat. XII, 50).
Si Jesús hubiese querido lágrimas, bien se las habría dado su Madre. No es tal, pues, lo que El quiere, y así lo dijo a las mujeres que lo lloraban: “No lloréis por mí, sino por vosotros y vuestros hijos'', es decir, por el misterio de iniquidad que gobierna al mundo y hace que no aproveche mi Redención. Por donde se ve que derramar una sola lágrima ante Cristo crucificado, y conceder luego un sólo afecto de nuestra vida al mundo, “que está todo entero en manos del Maligno” (I Juan, V, 19), es una aberración grotesca. Y como es verdad que todos hemos incurrido en ella, he aquí una razón suficiente para huir de lágrimas inútiles, y ocupar ese tiempo en conocer lo que de veras quiere Cristo. Lo que Él ansía hasta el punto de poner por ello su vida es: que escuchemos las palabras de amor que El nos dice en el Evangelio, porque esas palabras “son espíritu y son vida” (Juan VI, 64), o sea, son capaces de sacarnos de nuestra propia maldad hasta hacernos “renacer del Espíritu” (cfr. Juan III, 5). Y si no recurrimos a ese remedio, sabiendo que es verdaderamente eficaz para hacernos capaces de complacer al Padre, en lo cual está el ansia toda de Cristo, es porque no tenemos la firme voluntad de amarlo sobre todas las cosas. Y entonces las lágrimas, francamente, no están lejos del beso de Judas.
Con esto vemos que la queja profética del Salmo: “Busqué quien me consolara y no lo hallé” (Sal. LXVIII, 21), no significa pedir lágrimas de compasión; que Jesús no necesita, pues El es siempre el Hijo amado que hace sin cesar lo que agrada al Padre (Juan VIII, 29), y lo hizo más que nunca en su inmolación (Juan VI, 38-40), al punto de que el Padre lo ama de un modo especial porque El se inmola por nosotros (Juan X, 17).
Si el corazón del hombre fuera bueno de suyo, el camino de la compasión sería excelente, y no existiría el peligro del sentimentalismo; ni podría haber presunción y escondida soberbia farisaica, en cierta falsa espiritualidad, o mejor dicho cierta falsa mística, que sólo puede despertarse periódicamente, y que no es sino un desahogo propio, aunque tiene harta boga durante unos días. Cristo resucitó y ya no muere, dice San Pablo; ya no sufre, ni puede sufrir. Su Pasión, si le estamos realmente agradecidos, ha de ser el gran motivo de nuestro gozo, como dice la oración “Obsecro te” después de la Misa. Porque así le mostraremos que apreciamos el regalo infinito de su Cruz, que es el cheque con el que El pagó por nosotros.


III

Miremos, como lección, la sobriedad insuperable de los Evangelistas en sus relatos de la Pasión. Ni un adjetivo, ni una palabra de compasión les inspiró el Espíritu Santo. Y no creeremos que esos autores amaban a Jesús menos que nosotros, porque entonces sí que sería evidente nuestra presunción.
Cuéntase a este respecto de San Felipe Neri - que sabía bien lo que era amor- la anécdota picante y sabia de una señora muy lacrimosa que le había dicho: "Padre, yo quisiera sufrir tanto como Jesús. Yo quisiera sufrir más que Jesús, para consolarlo en su Pasión”. El gran Santo la despidió diciéndole que era mejor un poco menos. Y mientras ella salía, llamó él a unos pilluelos y les dijo que la emprendieran con esa señora tirándole del rodete, etc. Pocos minutos más, y San Felipe tuvo que acudir porque la “mártir” estaba estrangulando a los chiquillos. Es de suponer que el Santo le recordase entonces aquellos anhelos de heroísmo. Mas no creamos que ella estuvo de acuerdo, pues encontraba “muy justo” el castigo de sus agresores.
Jesús lloró la muerte de su amigo Lázaro. No se trata, pues, de suprimir las lágrimas en nuestra vida de relación. Estamos hablando de espiritualidad sobrenatural. Jesús lloró la iniquidad de Jerusalén. Ahí tenemos el gran motivo para llorar. “¡Bienaventurados los que lloran!". Recordemos una vez más lo de Jesús a las mujeres. Lloremos por nosotros y sobre nuestros hijos. Lloremos nuestra iniquidad propia, rezando el Salmo Miserere, y no sólo en Cuaresma, sino todos los días. Y tengamos compasión, no del feliz Jesús, que cumplía una epopeya gloriosa, sino do los infelices por quienes Él la sostuvo hasta inmolarse: compasión de los pecadores, rogando por ellos. Compasión de los que sufren, dándoles un consuelo que Jesús recibe como dado a El mismo. Compasión, sobre todo, de los que ignoran la luz, pues de ésos se compadeció especialmente el mismo Jesús cuando dijo que andaban “abatidos y esquilmados como ovejas sin pastor” (Mat. IX, 56).
Jesús es un gran Rey, “todo deseable”, como dice el Cantar. Para poder desearlo, con nuestro corazón mezquino, necesitamos admirarlo y codiciar sus promesas. Porque ya lo hemos dicho: la compasión no dura, y la lástima no está muy lejos del menosprecio. “Hombre pobre hiede a muerto”, dice el refrán. El que pretendiera tener corazón de gigante, no sólo se equivocaría lamentablemente, como enseña San Pablo, sino que se estaría inventando un camino propio de santificación, muy lejano de agradar a Cristo. Porque lo que Él quiere, aunque parezca muy raro a la soberbia estoica, es que tengamos corazón de niño.

El que lo tiene será el primero en el Reino, dice Jesús. Y también dice que no hay otro camino y que el que no lo tiene no entrará de ningún modo (Lc. XVIII, 17).