miércoles, 30 de octubre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Tercera Parte: El Misterio del Hijo, cap. III

HERMANA Y ESPOSA

I

Para entender por qué el esposo del Cantar de los Cantares usa estos dos términos (cf. Cant. IV, 9 s.; V, 1), es necesario considerar que Cristo ha empezado por elevarnos hasta El, haciéndonos sus hermanos, es decir verdaderos hijos de Dios como Él lo es (véase Ef. I, 5).
Ahora, pues, al considerar Cristo su amor hacia nosotros bajo este otro aspecto más apasionado de Esposo a esposa, tiene el divino Príncipe un gesto de infinita delicadeza, como todos los suyos, y nos recuerda que ya antes éramos sus hermanos, como para que nuestro impuro origen y nuestra sangre plebeya no nos avergüencen ni puedan apartarnos de las bodas con El, puesto que el Rey que todo lo puede nos ha llevado al mismo rango de nobleza que tiene el Príncipe heredero. El sentido es, pues, análogo al de Cant. IV, 7, donde el esposo llama a la esposa toda hermosa y sin mancha.
Si es esto verdad, no significa que la esposa no haya tenido nunca mancha, puesto que “fuí dado a luz en iniquidad, y en pecado me concibió mi madre (Sal. L, 7), sino que El le ha comunicado su propia limpieza, que es lo que ella reconoce alborozada cuando dice: "La fuente del jardín (de este jardín que soy yo) es un pozo de aguas vivas, y los arroyos (que me riegan y embellecen y fertilizan) fluyen del Líbano", es decir, de Ti (Cant. IV, 15). Quizás en esto reside también la explicación del ansia que la esposa siente de que el Esposo fuese hermano suyo e hijo de su misma madre (Cant. VIII, 1).
De todos modos, jamás podría pensarse que hubiese aquí en la esposa un deseo de que la madre Eva nunca hubiese caído, y fuese tan pura como la Madre Inmaculada; porque tal deseo, lejos de serle grato al Esposo, implicaría ignorar que Dios supo sacar de aquel mal un bien mayor ("mirabilius reformasti") y que, precisamente gracias a esa "felix culpa", es que la esposa podrá llamarse ahora hermana del Esposo, y serlo de verdad (I Juan V, 1), en tanto que Eva, antes de la caída, no había sido elevada a esa filiación divina por la cual el Espíritu Santo nos hace, como hijos del Padre, hermanos y coherederos del Hijo, mediante la fe en Jesucristo (Juan I, 12 s.).
Eva, pues, siempre estuvo muy por debajo de nuestra condición actual -nos referimos a los que tienen fe viva-, pues nunca disfrutó de esa adopción divina que sólo se nos da por la "gratia Christi", por lo cual nuestra vieja madre sólo podía, more franciscano, decirse hermana de las creaturas, más no del Hijo unigénito de Dios.



II

¿No es cosa admirable que la envidiosa serpiente del paraíso contemple hoy, como castigo suyo, que se ha cumplido en verdad, por obra del Redentor divino, esa divinización del hombre, que fué precisamente lo que ella propuso a Eva, creyendo que mentía, para llevarla a la soberbia emulación del Creador?

He aquí que -¡oh abismo!,-- la bondad sin límites del divino Padre, halló el modo de hacer que aquel deseo insensato llegase a ser la realidad. Y no ya sólo como castigo a la mentira de la serpiente, ni sólo como respuesta a aquella ambición de divinidad, que, ¡ojalá fuese más frecuente ahora que es posible, y lícita, y santa! ¡No! Satanás quedó ciertamente confundido, y la ambición de Eva también es cierto que se realizará en los que formamos la Iglesia; pero la gloria de esa iniciativa no será de ellos, sino de aquel Padre inmenso, porque El ya lo tenía así pensado desde toda la eternidad. "Pues desde antes de la fundación del mundo nos ha escogido en Cristo, para que delante de Él seamos santos e irreprensibles, y en su amor nos predestinó como hijos suyos por Jesucristo en Él mismo (Cristo), conforme a la benevolencia de su voluntad, para celebrar la gloria de su gracia, con la cual nos favoreció en el Amado" (Ef. I, 4-6).