lunes, 14 de octubre de 2013

Espiritualidad Bíblica por Mons. Straubinger. Segunda Parte: Hacia el Padre, Cap. IV

HACIA EL PADRE POR EL HIJO

I

Uno, el soberano Señor, que tiene derecho a toda nuestra adoración, esa adoración que nunca le damos dignamente, por lo cual no podríamos llegar directamente a Él.
Otro, el aliado nuestro, el confidente a quien confiamos las barrabasadas que hacemos contra el primero.
Al uno lo vernos como Señor y Juez inapelable.
El otro es el abogado, el Salvador, ante el cual recurrimos por miedo al Juez... y a nosotros mismos.
Uno, el que siempre tiene razón contra nosotros.
Otro, el que puede y quiere interponer su influencia para hacernos salir del paso y justificarnos ante el primero.
El uno es el Padre, el gran Rey. El otro es su Hijo Jesús, Príncipe influyente para protegernos y recomendarnos al Rey, y que, siendo hombre como nosotros, conoce nuestras debilidades y nos parece estar más dispuesto a disimularlas. Nuestra actitud es como si dijésemos a Jesús lo mismo que los Israelitas a Moisés: “Háblanos tú, y no nos hable Dios, no sea que muramos".
Hemos, pues, de empezar la vida espiritual por entender y vivir el misterio de la Redención y aprovechar en su infinita utilidad la mediación de Jesucristo.



II

Después viene otra “etapa”: ¡Hacia el Padre!
Porque ocurre que Jesús, el aliado íntimo a quien le habremos perdido la vergüenza, nos habla al fin “abiertamente del Padre” (Juan XVI, 25), y nos revela al oído el gran secreto, por el cual nos enteramos de que el Soberano Señor y Rey nos ama tan paternalmente (Juan XVI, 27); que todas esas blanduras de Jesús, esas tolerancias y perdones suyos, que vencieron nuestras timideces y nos hicieron tornarlo por "cuña" ante el Rey... no eran sino características de ese mismo Rey, cuyo Nombre es no sólo Dios y padre de Jesús, sino también Padre nuestro (Juan XX, 17), “Padre de las misericordias y Dios de toda consolación” (II Cor. I, 3).
Descubrirnos entonces que Jesús no es sino el espejo que nos refleja el amor y la misericordia del Padre, que son sus perfecciones supremas; es el espejo-Hombre, hecho para traducirnos a lo humano y hacer inteligibles las maravillas del misterio de Dios (Heb. I, 5), que son maravillas de amor y de misericordia (Ef. II, 4 s.). Entonces comprendernos que el Padre está en Jesús (o mejor dicho: es en Jesús) y Jesús en el Padre (Juan XIV, 10 s.), y que, siendo dos Personas, son un solo y mismo Dios en la Unidad amorosa del Espíritu Santo, que es la Persona del Amor que los une (Juan XVII, 21).
Entonces caemos en la cuenta de que toda la vida humana de Jesús no fué sino un acto prodigioso y sublime de amor hacia su Padre; y que lo único que Jesús quiere es llevarnos a ese amor (Juan XIV, 31). Entonces apreciamos, en cuanto nos es posible, con las luces del Espíritu Santo, o sea con el mismo Espíritu de Jesús (Gál. IV, 6), la suprema revelación que El nos hace: que el Padre nos ama la mismo que Jesús (Juan XIX, 25), y que ese amor del Padre por nosotros es tal, y tan sin medida, que fué El mismo quien nos mandó a ese Hijo-Hombre para que nos sirviera de aliado, de mediador, de escala para llegar al Padre (Juan V, 16). Y si consideramos que este Padre nos reveló que en ese Hijo tiene puesto todo su Corazón (Mat. XVII, 5), entenderemos algo mejor que la inmensidad, la generosidad de este Don, es decir, de esta prueba de amor del Padre, en la cual se contiene todo el misterio infinito de la infinita caridad di-vina: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre, que quiso fuésemos sus hijos... Y nos ha dado al Hijo para que fuese nuestra vida” (I Juan III, 1; IV, 9), es decir, el mediador, el perdonador, el pagador... ¡porque esa vida que El nos da llevándonos al Padre le costó a Él la vida! (Rom. V, 10).
¿Y cómo fué Jesús capaz de dar la vida por nosotros? Simplemente por imitar al Padre que fué capaz de darnos ese Hijo que era toda su vida. Jesús hizo exactamente lo que su Padre le dijo (Juan IV, 34; VI, 38; VIII, 29; IX, 4; XII, 49; XVII, 4), o sea lo que el Padre habría hecho en su lugar: de tal palo, tal astilla, diríamos en lenguaje humano, con el agregado de que la divina Persona del Verbo no era sólo una astilla, pues recibe del Padre toda la plenitud de la Divinidad (Juan III, 34; V, 18 y 26; VI, 58).
Entonces, pues, sin que dejáramos de contar siempre con la mediación de Jesús, empezarnos a vivir la vida de unión con el Padre, por Jesús, en Jesús y con Jesús. La vida de ofrenda, en que constantemente presentamos al Padre los méritos y los encantos de ese Hijo que El nos dió, pues sabemos ya para siempre que no hay, ni puede haber obsequio que le dé tanta gloria como éste: una gloria infinita.


III

Apenas necesitamos agregar que, amando así al Padre, nuestra vida se hará semejante a la de Jesús, pues que todas las virtudes de El procedían de su amor al Padre. Por El amó a los hombres y especialmente a los pecadores: porque sabía que el Padre los amaba (Juan X, 17).
Por eso nos dice San Pablo que Cristo es el autor y consumador de nuestra fe (Hebr. XII, 2), porque Él es quien nos lleva al Padre (Juan XIV, 6). De ahí que si miramos solamente a Cristo como Dios y como único fin, suprimiendo al Padre, olvidamos el Misterio de la Trinidad, como si hubiera una sola Persona divina y como si Cristo hubiera venido en su propio Nombre, cuando El no se cansó de repetir lo contrario (Juan V, 30, 36, 43; VII, 29; VIII, 28). Y olvidamos también el misterio de la Redención atribuyendo a Cristo el papel del Padre y suprimiendo su Humanidad santísima, su Mediación y los méritos de su Oblación ante el Padre en favor nuestro.
Incurriríamos así en el mismo error de los quietistas, que predicaban la pura contemplación del Padre con prescindencia del Verbo encarnado, que es quien nos ganó el Espíritu Santificador, y sin el cual no podemos llegar al Padre

La perfecta gloria de Dios en sus Tres divinas Personas consiste especialmente en atribuir a cada una de Ellas el papel que tienen y que nos ha sido revelado, en forma de plegaria, por S. Pablo: “La gracia del Señor Jesucristo, la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo” sean con todos vosotros. Amén" (l Cor. XIII, 13).