lunes, 28 de octubre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. IV (I de II)

IV

EL OBISPO ES CABEZA DE LA IGLESIA PARTICULAR

El colegio episcopal es la parte principal de la Iglesia, porque por él la fecundidad del sacerdocio de Jesús produce todos los otros miembros de su cuerpo místico.
Ahora bien, el episcopado es uno: no es poseído parcialmente, sino que reside entero en cada obispo[1].
De resultas del misterio de esta integridad indivisible, se puede considerar el episcopado en un obispo particular. La fecundidad del episcopado, la operación sacerdotal de Jesucristo, productora de la Iglesia, comunicada al episcopado, se hallan enteramente en este obispo. Éste se apropia, por decirlo así, la virtud que produce a la Iglesia[2] y, haciéndola irradiar sobre elementos restringidos, la ejerce sobre una grey limitada, a la que se extiende su acción y que existe distintamente y sin confundirse, como su parte de herencia.
De esta manera este obispo viene a ser cabeza de lo que se llama su Iglesia, dando a la parte, es decir, a la Iglesia particular, el nombre misterioso del todo. Así el obispo, miembro del colegio de la Iglesia universal bajo su cabeza única, Jesucristo, como consecuencia y desarrollo de lo que a este título recibe, adquiere además la calidad de cabeza de una jerarquía y de una Iglesia particular.
Es la tercera y última de nuestras jerarquías y, como ya lo hemos dejado dicho: Dios es la cabeza de Cristo, Cristo es la cabeza de la Iglesia o del episcopado, así decimos todavía en tercer lugar: el obispo es cabeza de la Iglesia particular.


El misterio de la Iglesia particular.

Pero comencemos por declarar que en esta Iglesia particular reverenciamos todo el misterio y toda la dignidad de la Iglesia, esposa de Jesucristo. El misterio no se degrada en modo alguno al comunicarse: esta jerarquía no es indigna de la jerarquía superior, es decir, de la Iglesia universal de Jesucristo, de la que dimana, que la rodea y la contiene en su seno.
Así el nombre de Iglesia le pertenece con toda verdad. Posee sin disminución ni degradación todos los bienes y todo el misterio  de la Iglesia universal.
En este misterio único es, en la Iglesia universal y por ella, la esposa siempre única de Jesucristo; a este título recibe todos sus bienes, su fe, su bautismo, sus sacramentos, su cuerpo y su sangre, su espíritu; Él extiende sobre ella su autoridad y sus delicadas solicitudes, Él es su pastor, pastor siempre único de la Iglesia universal y de las greyes particulares.
La Iglesia particular, constituida por el episcopado de su obispo, recibe, pues, sin duda alguna, por él, todo lo que pertenece a la Iglesia universal y todo lo la constituye[3]. Lo que decimos aquí debe entenderse del don hecho a la Iglesia, es decir, de  todo lo que constituye la nueva criatura, y de todas sus riquezas, pero no de la posesión estable e indefectible de estos dones y de estas riquezas; esta estabilidad garantizada a la Iglesia universal no está garantizada a cada una de las Iglesias particulares. La Iglesia universal no puede perecer, pero cada Iglesia particular puede fallar y perecer. Ninguna de ellas es necesaria en cuanto Iglesia particular. Sólo la Iglesia romana es infalible e imperecedera, no en virtud de su calidad de Iglesia particular, sino por un privilegio especial y porque su inmutable integridad mira al estado de la Iglesia universal.
Volvamos a repetirlo: este obispo, en quien se halla todo el episcopado, le aporta toda la acción de Jesucristo, hace de ella la esposa de Jesucristo: ésta posee por él la palabra de Jesucristo, su sacrificio, su cuerpo y su sangre, su espíritu, sus sacramentos; es regida por él, y en el obispo es Jesucristo su pastor. En una palabra, ella es verdaderamente Iglesia; tiene toda la sustancia de la Iglesia en un solo y mismo misterio con la Iglesia universal[4] y como el episcopado está entero en cada obispo, así la Iglesia universal está entera en cada una de las Iglesias[5].
Guardémonos, pues, de considerar las Iglesias particulares como meras circunscripciones establecidas únicamente para la buena administración del gobierno, como divisiones accidentales que no son nada en la sustancia y cuya constitución podría cambiarse al arbitrio del legislador. En el orden del antiguo Adán y de las ciudades que proceden de él, las familias reposan sobre un sacramento divino. En un orden más augusto, en la humanidad del nuevo Adán, las familias, que son las Iglesias, tienen también un misterio sustancial que las constituye, pero todo está ahí en la unidad, y este sacramento divino que constituye la Iglesia particular no es otra cosa que el gran sacramento de Jesucristo y de la Iglesia universal, por lo cual, según la doctrina de san Cipriano, “es coherente con los misterios celestiales”, es inmutable y está «fundado en la estabilidad divina»[6].
Pero no sería éste el caso si en esta jerarquía del obispo y de su Iglesia, no descubriéramos las relaciones que constituyen las jerarquías superiores.
El obispo es la cabeza; ocupa el lugar del principio. En el obispo está Jesucristo, y en Jesucristo el Padre que lo envía. La Iglesia que recibe al obispo recibe a Jesucristo, y recibiendo a Jesucristo recibe a su Padre, puesto que Él mismo dijo: «El que os recibe a vosotros me recibe a Mí y recibe a aquel que me ha enviado» (Mt X, 40).
Así el obispo ocupa ciertamente en ella el lugar de Jesucristo unido a su esposa[7] ella misma es esa esposa de Jesucristo, llamada Iglesia, y que encierra en sí todo el misterio de la Iglesia universal.
Pero esto no basta, sino que, por una misma ilación, el obispo ocupa en ella el lugar del Padre, y la Iglesia recibe, por Él, el título de la filiación divina[8]. “Por el obispo, dice san Policarpo, adopta Dios a sus hijos[9]”.
Así hallamos siempre el mismo orden de la vida divina; la cabeza y lo que procede de ella, el obispo y la Iglesia; por parte de la cabeza aparece el principio de la vida, es decir, el Padre, autor del don divino y entregando a su Hijo, y por parte de la Iglesia, la masa de los hijos de Dios, es decir, el Hijo único dado por el Padre, engendrado del Padre y derramado sobre ellos sin cesar de ser único, como dijimos al tratar de la Iglesia universal.
El Espíritu Santo es inseparable del misterio de estas relaciones del Padre y del Hijo dondequiera que aparezcan: el soplo del Padre y del Hijo, tal como aparece en la Iglesia universal llenándola y animándola, viene también a la Iglesia particular. Es el alma de su jerarquía, el sello de su comunión. Él sella en ella la unión del obispo y de su pueblo, del esposo y de la esposa, es decir, una vez más y siempre, la unión de Jesucristo y de su Iglesia y, remontándonos más arriba hasta las profundidades divinas en que están ocultos los orígenes sagrados de estos misterios, la unión del Padre y del Hijo.
De estas profundidades eternas, donde el Padre da al Hijo y dónde el Hijo recibe del Padre, es de donde Jesucristo vino a la humanidad para formar la Iglesia universal, cuya cabeza es Él, a la que da a su vez y que recibe de Él.
Y asimismo del seno de esta jerarquía superior de la Iglesia universal, donde da Jesucristo al colegio episcopal, en el que se halla toda la Iglesia, sale a su vez el obispo para venir a formar la Iglesia particular cuya cabeza será, a la que él dará y que recibirá de él.
Así estas jerarquías proceden una de otra: la Iglesia particular procede de la Iglesia universal; la Iglesia universal, en la que subsisten todas las Iglesias particulares, procede de la sociedad divina, de Dios y de su Cristo.
Pero, en otro aspecto de este misterio, este orden, en que lo inferior parece salir de lo superior, es también el orden en que lo superior llama a sí mismo, asume en sí mismo lo inferior, para abrazarlo y contenerlo en sí mismo.
La sociedad divina de Dios y de su Cristo abraza en Jesucristo a la Iglesia universal, la asume en sí misma, la contiene, la envuelve y la hace vivir de su vida. Así también esa sociedad que existe entre Jesucristo y la Iglesia universal asume en sí misma en el episcopado a las Iglesias particulares, las abraza y les comunica su vida. Esto es lo que se expresa en las palabras del apóstol San Juan: Que vosotros, fieles de las greyes particulares, tengáis sociedad con nosotros, que somos el episcopado[10] en el que subsiste la Iglesia universal, y que nuestra sociedad, en la que vosotros entráis, y que es la comunión de la Iglesia universal, sea elevada a la sociedad del Padre y de su Hijo Jesucristo (I Jn. I, 3).
Así se efectúa siempre y hasta las extremidades del cuerpo místico de Jesucristo, lo que Él dijo de esta unión: «Yo en ellos, y Tú en Mí, para que sean perfectamente uno» (Jn XVII, 23).
 Consideremos un último aspecto de estas verdades sagradas.



[1] San Cipriano, De la unidad de la Iglesia católica, 5, PL 4, 501: “Esta unidad debemos retenerla, reivindicarla fuertemente, sobre todo nosotros los obispos, que presidimos en la Iglesia  a fin de probar que también el episcopado es uno e indivisible... El episcopado es uno y cada obispo tiene su parte del mismo, sin división del todo”.

[2] Así como las formas se multiplican por la materia así también la Iglesia se multiplica en las Iglesias particulares por los elementos de los pueblos cristianos, que son como la materia de las Iglesias particulares y reciben su forma del episcopado.

[3] Simeón de Tesalónica, De las sagradas órdenes, 1; PG 155, 363: “Por el obispo (vienen) todo orden, todo misterio, todo sacramento”.

[4] San Pedro Damiano (1007-1072), opúsculo Dominus Vobiscum 6; PL 145, 236: «Todo lo que conviene al todo conviene también, en cierta manera, a cada parte.»

[5] Ibid. 5-6; PL 145, 235: “La Iglesia de Cristo está reunida por un vínculo de tan gran caridad que es una en la pluralidad (de las Iglesias) y toda entera está misteriosamente en cada una de ellas... Sea la santa Iglesia una en todas y esté toda entera en cada una... Sea una en la pluralidad y esté toda entera en sus partes”.

[6] San Cipriano, De la unidad de la Iglesia católica 6; PL 4, 504.

[7] San Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 6; PG 5, 549: “Es cosa evidente que hemos de mirar al obispo como al Señor mismo». Id., Carta a los Tralianos 3; PG 5, 667: «Todos habéis también de respetar al obispo, que es la imagen del Padre». Cf. Santo Tomás, Supplementum, 40 a. 7: «Los obispos son los esposos de la Iglesia en el puesto de Cristo”. San Paciano de Barcelona, Carta 3, a Simproniano, 7; PL 13, 1068: «Nosotros, los obispos,... porque hemos recibido el nombre de apóstoles, porque hemos sido marcados con el nombre de Cristo... Porque, sea que bauticemos, sea que forcemos a la penitencia o que otorguemos el perdón a los penitentes nosotros hacemos todo esto, pero el que obra es Cristo».

[8] San Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 3; PG 5, 664:665: «También a vosotros os conviene..., mirando en él la virtud de Dios Padre, tributarle (a vuestro obispo) toda reverencia. Así he sabido que vuestros santos presbíteros... como personas prudentes en Dios, le son obedientes, no a él, sino al Padre de Jesucristo, que es el obispo de todos». Simeón de Tesalónica, De las sagradas órdenes 1; PG 155, 363: «El obispo tiene el poder de iluminar y en ello imita al Padre de las luces, cuyo poder posee en abundancia.»

[9] Esta cita no figura en la Carta de San Policarpo, ni en los Fragmenta polycarpiana, ni en la Conversio sancti Polycarpi.

[10] San Ignacio, Carta a los Magnesios 1; PG 5, 664: “Voy entonando un himno a las Iglesias, en las que hago votos por la unión con... Jesús y con el Padre. Si en Él resistimos… alcanzaremos a Dios.