jueves, 24 de octubre de 2013

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Segunda Parte, Cap. II (II de II)

El misterio de la salvación.

Aquí se descubren de nuevo misterios y aquí intervienen el sacrificio y la muerte.
La muerte no puede tener ninguna pretensión sobre Jesucristo inocente (Rom VI, 23), y sin embargo, por su muerte es como Él quiere entrar en su gloria (Lc. XXIV, 26). Pero es que no pretende entrar en ella Él solo: lleva consigo multitudes (Heb. II, 10). No le conviene hacer valer el derecho que le pertenece en su santidad personal; como estas multitudes contrajeron en otro tiempo el pecado, va a santificarse por ellas (Jn XVII, 19) por un bautismo con el que las lavará en Sí mismo. Es el bautismo de su sangre, cuyo deseo le apremia y que quiere llevar a cabo (Lc XII, 50). Si no pasa por la muerte, quedará solo: como grano de trigo debe morir para multiplicarse (Jn. XII, 24-25). Así, desde su mismo nacimiento se entregó a ella anticipadamente. Entrando en el mundo, dice el Apóstol, pronunció este voto (Heb. X, 5.7; Sal. XXXIX, 3), y los ángeles lo adoraron en este misterio que les fue revelado (Heb. I, 6). Irá a su sacrificio a la hora señalada, o mejor dicho, no cesa de ejecutar la acción de su sacrificio hora tras hora, desde su nacimiento hasta su consumación en la cruz. Finalmente, todo es consumado (Jn XIX, 28) por su muerte. Como no tenía que pagar ninguna deuda por Sí mismo, porque sólo Él no debe nada a la muerte por ser el único que no tiene pecado[1], Él solo paga la deuda de todos (Heb. II, 19). La muerte, asombrada, no puede retenerlo: sale de ella por su resurrección, que es un nuevo nacimiento. Renace de la tumba, y su Padre, dice el Apóstol, le dice a la hora de la resurrección, proclamando este nuevo nacimiento: «Tú eres mi Hijo, Yo mismo te he engendrado hoy» (Act. XIII, 33).
Esta vida que asume en la resurrección es para todos los hombres: todos los hombres rescatados en Él recibirán de Él el beneficio de este segundo nacimiento y resucitarán por Él en la santidad de esta vida.
Tal es el misterio oculto en el bautismo de los fieles, que se declarará en su gloria futura (Rom VI, 3-5)[2].

Así Jesucristo tiene dos nacimientos en el tiempo[3]: por el primero, naciendo de la Virgen, toma nuestra naturaleza; y por el segundo, naciendo del sepulcro y de la muerte a una vida nueva, nos da y nos comunica las riquezas de esta vida, hace que renazcamos todos en Él y viene a ser nuestra cabeza.
Por el primero es todo inocencia y santidad, por el segundo es fuente de pureza y santificador, y cabeza de la nueva especie humana.
Sin embargo, está estrechamente ligado el misterio de estos dos nacimientos; Jesucristo no entra en su gloria en virtud de la santidad de su primer nacimiento sino en virtud del segundo (Heb IX, 12; Lc. XXIV, 26). Sólo tomó la naturaleza humana en María para rescatarla en la cruz y resucitarla del sepulcro. Para esto vino al mundo: «Por esto he llegado a esta hora» (Jn XII, 27) y por ello fue preciso que su Madre fuera de nuestra raza; porque aun cuando el nacimiento de una virgen lo revistió de una naturaleza humana exenta de toda mácula, si debía permanecernos extraño ¿para qué tomar esa carne y esa sangre entre los descendientes de Adán en lugar de tomarlas puras y santas de la nada por un acto creador de la potencia divina?
Muy al contrario, por el hecho mismo de tomar la naturaleza de Adán y la misma humanidad caída en él por la culpa, anunciaba el designio de salvarla. La masa de esta humanidad llevaba en sí la maldición del pecado; no podía amarla y escogerla sino con vistas a repararla; y si no tenía este designio, no era digno de Él tomar de esta fuente la naturaleza humana de que iba a revestirse.
Así pues, también por esta razón, desde su primer nacimiento tiene en vista el segundo y pronuncia el voto, de su sacrificio (Heb. X, 5-9). Desde entonces comienza a realizarlo y no habrá en su vida una sola hora en que no ejecute su acción. Y así, aunque le pertenecemos en virtud de su muerte y de su resurrección, estamos ya en Él desde el principio, porque entonces comenzó ya su sacrificio, que llevaba consigo su muerte y el misterio de nuestra redención. Por esto León, hablando de que Jesucristo nació de la Virgen María, puede decir con verdad que nosotros comenzamos con Él, aunque nuestro nacimiento en Él esté propiamente ligado a su resurrección[4].
Tal es pues, el orden del misterio: por esta divina economía introduce Jesucristo en esta sociedad del Padre y del Hijo no sólo la humanidad que lleva en su persona sino en ella y por ella a la humanidad social y universal de sus elegidos[5].
Toda la Iglesia está en Él y Él la lleva toda entera al seno de su Padre (Jn. XVII, 24).
En adelante el Padre, mirando al Hijo en el secreto de esta sociedad a la que se ha reintegrado el Hijo, ve en Él a toda la Iglesia que le está unida.
Así extiende hasta ella con esta mirada paterna el amor eterno con que ama a su Hijo único, abrazándola en este mismo amor, porque la abraza con una misma mirada y porque ella ha venido a ser una sola cosa con este Hijo, según lo que dice nuestro Señor en San Juan: «Tu me amaste con un amor eterno y antes de la creación del mundo...; esté en ellos el amor con que me has amado”, porque «Yo mismo estoy en ellos» (Jn. XVII, 24.26).
«El Padre os ama», dice todavía (Jn. XVII, 27); y éste es el amor del que dijo: «Que el mundo sepa que los has amado como me has amado a Mí» (Jn XVII, 23, Vulg.); es decir, que ese amor eterno que hay en Dios y con que el Padre ama al Hijo estaba encerrado hasta entonces en el seno de Dios; pero cuando este seno se abrió en la misión y encarnación del Hijo, y el Hijo salió de él para derramarse sobre la humanidad e incorporarse su Iglesia, este amor debió salir también del seno de Dios para seguir al Hijo hasta la humanidad y extenderse a la Iglesia.
Así pues, el Hijo a su vez, derramado por decirlo así sobre esta Iglesia, envía en ella a su Padre el grito del amor filial, y así en esta sociedad del Padre y del Hijo, que abarca a la Iglesia, el Espíritu Santo que procede del uno y del otro se extiende hasta la Iglesia. El Padre ama a su Hijo en la Iglesia, y el Hijo ama en la Iglesia al Padre y envía a su Padre el grito del amor filial. Jesucristo dice de su Padre: «El Padre os ama» (Jn. XVI, 27); el Apóstol dice de la Iglesia: «La prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama» sin cesar: «Abba, Padre» (Gál. IV, 6). Y así la misión del Espíritu  Santo sigue a la misión del Hijo de Dios a la humanidad, como su procesión eterna sigue al nacimiento de este Hijo en la eternidad.
Dondequiera que está el Hijo, allí está el Espíritu del Hijo. Siendo Espíritu del Hijo, es el Espíritu de adopción en aquellos que se unió el Hijo (Rom VIII, 15); y como el Hijo vino hasta los hombres en la Iglesia, es preciso que el Espíritu Santo alcance a los hombres y penetre la Iglesia. Y tenemos una vez más el orden de las realizaciones divinas y una como continuación de las necesidades de la jerarquía que hay en Dios.
He aquí, pues, verdaderamente la primera efusión del orden jerárquico divino: «Dios es la cabeza de Cristo» (I Cor. XI, 13); y ya entrevemos una como segunda efusión en el mismo orden: «Cristo, cabeza de la Iglesia» (Ef. V, 23).
Pero antes de seguir adelante es preciso detener nuestro pensamiento en el carácter singular de esta misión del Verbo a la humanidad, a saber, el título y la unción sacerdotal.

El título y  la unción sacerdotal.

Dios Padre, engendrando a su Hijo fuera de la eternidad en ese otro nacimiento en el que lo hace nacer de la bienaventurada Virgen María, y principalmente haciéndolo renacer de la muerte por su resurrección, no «lo hace» ser únicamente «Señor» e Hijo  Dios, sino también «Cristo» (Act. II, 36) y pontífice, es decir, lo envía en estado de sacrificador. Esta cualidad estará de tal manera ligada a todo el orden de la encarnación que no se lo podrá separar de ella, es decir, que queriendo Dios glorificar en su Cristo a la naturaleza humana que había creado al principio, y habiendo decaído esta naturaleza, primero tendrá que purificarla por un sacrificio que expíe el pecado. Intervendrá la muerte, porque es el cumplimiento del orden de la justicia y la pena decretada contra el pecado (Rom VI, 23). La víctima será el hombre mismo; y como nuestro sacerdote, en la perfección de su sacerdocio, no tiene necesidad de buscar fuera de Él lo que ha de ofrecer, esta víctima le pertenecerá también y será su propia carne (cf. Heb IV-X).
Así, en el orden de sus funciones debe revestirse de ella para inmolarla luego y, después de haberla inmolado, glorificarla en los esplendores divinos. Más aún —hemos dicho— no le conviene revestirse de esta naturaleza caída si no es con el designio de su reparación y considerándola anticipadamente en este designio. Así desde su nacimiento asumió ya las marcas del sacrificio y el carácter de víctima: su inmolación comenzó ya y se consumará en la cruz.
Inmediatamente se le da y le pertenece la multitud de los elegidos (Sal II, 8). Esta multitud muere toda entera con Él, desciende con Él al sepulcro, renace con Él en su resurrección y es llevada con Él a los esplendores de la gloria (Ef II, 5-6)[6].
Así su fecundidad mística está ligada a su inmolación y al acto de su sacerdocio (Heb V, 9-10).
Éstas son las nupcias sagradas que en la cruz le dan su esposa y la multitud de sus hijos.
Es ciertamente un nuevo Adán, y la figura se realiza en Él (Rom V, 14). Pero hay una señalada diferencia: el antiguo Adán  había recibido su bendición: «Sed fecundos, multiplicaos» (Gén. I, 28) en el orden de la paternidad, todas las razas humanas debían salir de él según las leyes de este orden; mientras que el nuevo Adán, Jesucristo, recibe las naciones en herencia  y a los elegidos como posterioridad inmortal en el orden del sacerdocio y del sacrificio; y la propagación de la nueva vida por la que nacerán en Él los hijos de Dios, se efectuará en virtud del sacerdocio y según las leyes jerárquicas por las que se comunicará y se distribuirá la operación sacerdotal. Y como hay un orden de paternidad que procede de Adán, así hay también un orden sacerdotal, consecuencia de la misión y del sacerdocio que dio el Padre a su Hijo Jesucristo y que éste transmite, a su vez, según estas palabras: «Como me envió el Padre, Yo os envío a vosotros» (Jn XX, 21).
¡Qué de maravillas en este orden! La antigua humanidad de Adán, según el orden de la paternidad, va dispersando cada vez más lejos sus ramas y alejándose cada vez más de la unidad de su origen. Por un orden contrario, la nueva humanidad no sale precisamente de Jesucristo, sino más bien entra en Él, se une a Él, para vivir de Él y formar una misma cosa con Él. La nueva vida, que es el fruto y la fecundidad de su operación sacerdotal, es su propia vida, a la que llama a los hombres, y el nuevo nacimiento que les da los hace partícipes de ella y los incorpora a Él mismo, para hacerlos, en Él, hijos de su propio Padre (Heb III, 14). Así, la unidad, lejos de dividirse y de perderse en las multitudes, abarca a las multitudes y las reduce a ella misma. Y como Jesucristo, que sale del Padre, entra en Él y permanece en Él, así la Iglesia, que procede de Jesucristo, entra en Jesucristo y permanece en Jesucristo. Se  trata siempre de la misma palabra divina: «Que todos sean uno: como Tú Padre, estás en Mí y Yo en Ti, que ellos sean también uno en nosotros» (Jn VII, 21).


***

Tal es, pues, en cuanto podemos expresarla con balbuceos, esta primera jerarquía de Dios y de Cristo: Dios es cabeza de Cristo. En todo el desarrollo del misterio sacerdotal de Cristo conserva el Padre este título de cabeza y no cesa de ser el principio.
En efecto, primeramente es cabeza de Cristo en el origen mismo de su sacerdocio, cuyo título y unción le confiere: lo hace «sacerdote  por toda la eternidad» (Sal CIX, 4).
En segundo lugar, en el acto mismo del sacerdocio es Él la cabeza y el principio. Si el Hijo ofrece la víctima, lo hace por la autoridad del Padre y en la unión de una misma voluntad del Padre y del Hijo, comunicada del Padre al Hijo. El Hijo se entrega a la muerte (Ef V, 2); pero en la misma acción y antes que el Hijo —no ya en el orden del tiempo sino en el orden del  misterio, y como cabeza y principio— entregó el Padre a su Hijo (Rom. VIII, 32). Desde luego, el Hijo tiene otra voluntad, sumisa y obediente hasta la muerte (Filip II, 8), en la cual es víctima; pero la autoridad sacerdotal le viene del Padre, del que salió en la eternidad por su origen y en el tiempo por su misión.
Finalmente, en tercer lugar, Dios es cabeza de Cristo en su  glorificación, que es el fruto y el fin del sacrificio. Él es quien da a Jesucristo su gloria, y Jesucristo da esta gloria a su Iglesia (Jn. XVII, 22). Él lo hace sentar en su trono, y Jesucristo asocia en Él a su vez a su Iglesia (Ap. III, 21; Lc. XXII, 29). Pone en sus manos el juicio (Jn V, 22), y Jesucristo llama a la Iglesia a juzgar con Él (Mt. XIX, 28).
Nos hallamos siempre con el mismo orden, y las consecuencias que vamos a ver en la Iglesia nos harán volver constantemente a él.



[1] San León, primer sermón de Navidad (sermón 21) 1; PL 54, 191: «El Señor todopoderoso no compitió con aquel desaforado adversario en el esplendor de su majestad, sino en la humildad de nuestra condición, oponiéndole la misma forma, la misma naturaleza que la nuestra, mortal como ella, pero exenta de todo pecado... Este nacimiento extraordinario no debe nada a la concupiscencia de la carne, la ley del pecado no la contaminó en modo alguno».

[2] San León, 6° sermón de Navidad (sermón 26) 2; PL 54, 213: “Todo creyente, de cualquier parte del mundo que sea, que es regenerado en Cristo, rompe con el pasado que tenía por su origen y se convierte en hombre nuevo por un segundo nacimiento; en adelante no cuenta ya entre la descendencia de su padre según la carne, pertenece a la raza del Salvador, que se hizo hijo del hombre para que nosotros pudiéramos ser hijos de Dios”.

[3] Breviario romano, himno de maitines del tiempo pascual: “Tú que en otro tiempo naciste de la Virgen, naces ahora del sepulcro”.

[4] San León, 6° sermón de Navidad (sermón 26) 2; PL 54, 213: “Al adorar la natividad de nuestro Salvador celebramos nuestros propios orígenes: el nacimiento de Cristo es, en efecto, el comienzo del pueblo cristiano, el día aniversario de la Cabeza es también el del cuerpo”.

[5] San Ignacio de Antioquía, Carta a los Filadelfios 9; PG 5, 704-705: «El sumo sacerdote... es la puerta del Padre, por la que entran Abraham, Isaac y Jacob, los profetas, los apóstoles y la Iglesia».

[6] San León, 6° sermón de Navidad (sermón 26) 2; PL 54, 213: «Si cada uno es llamado a su vez, si todos los hijos de la Iglesia están repartidos en la sucesión de los tiempos, sin embargo, el conjunto de los fieles salidos de las fuentes bautismales, crucificados con Cristo en su pasión, resucitados en su resurrección, colocados en su ascensión a la diestra del Padre, nacen hoy con Él».