miércoles, 11 de septiembre de 2013

La restauración de Israel en los Profetas. I de VI

Fuente: Estudios Bíblicos XI (1952), pag. 157 ss.

Autor: P. González Ruiz, José M.

I. LA ELECCIÓN DE ISRAEL EN EL ANTIGUO TESTAMENTO.

Las profecías sobre la Restauración de Israel no constituyen sino un caso concreto de la idea general que pervade toda la Biblia del carácter sagrado de Israel, como pueblo escogido por Dios para grandes designios.
Es, pues, esencial, al hacer un estudio sobre el alcance de las profecías antiguotestamentarias referentes a la Restauración de Israel, determinar previamente el sentido y las dimensiones de este hecho sagrado de la elección divina del pueblo hebreo.

1. Sentido religioso-mesiánico de la elección de lsrael.

La historia de Israel empieza propiamente con Abrahán. Yahvéh, el Dios de la Revelación, establece un pacto con Abrahán, en virtud del cual la descendencia de éste constituirá un pueblo peculiar, cuyo sentido visceral será su cualidad religiosa:

“Te acrecentaré muy mucho, y te haré pueblos, y saldrán de ti reyes; Yo establezco contigo, y con tu descendencia después de ti por sus generaciones, mi pacto eterno de ser tu Dios y el de tu descendencia después de ti, y de darte a ti la tierra de tus peregrinaciones, toda la tierra de Canaán, en eterna posesión”. (Gn. XVII, 6-8).

La descendencia de Abrahán formará un pueblo peculiar, objeto especial de la Providencia divina, pero bajo el aspecto formal del motivo religioso: se trata de un pacto de Dios con Abrahán “de ser su Dios”. El pueblo descendiente del Patriarca babilonio es lanzado por Dios al torbellino de la historia bajo un signo religioso.
Esta alianza de Yahvéh con Abrahán se va repitiendo, ensanchando y explicitando en sus descendientes (Gn. XXVI, 2-5; XXVII, 27-29; XLIX, 9-10).
En las faldas del Sinaí, Yahvéh define claramente los contornos del pueblo consagrado:

Si oís mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad entre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra pero vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa”. (Ex. XIX, 5-6)[1].

Este concepto “sacerdotal” del pueble israelita se repetirá, como un ritornello, a través de toda la Biblia, llegando a encontrar un eco ancho y prolongado en un recodo del Nuevo Testamento (Deut. VII, 6; XIV, 2; XXVI, 18; XXXII, 8-12; Lev. XI, 44-45; XX, 26; Ps. CXXXV, 4-5; Is. LXIII, 12; I Petr. II, 9-10; Apoc. I, 6).
Es inútil seguir multiplicando las citas, pues éstas se refieren a la mayor parte del Antiguo Testamento. Baste recordar la constitución jurídica del pueblo israelita, que formaba una auténtica teocracia, la intervención de los profetas en la vida pública, precisamente en su calidad de emisarios divinos, etc.
En una palabra, la dimensión nacional del pueblo hebreo coincide exactamente con un motivo religioso: no era un pueblo profano, era un pueblo consagrado, un pueblo-sacerdote.


2. Imperialismo mesiánico, no político.

Este hecho providencial de ser un pueblo consagrado ha de tener, en los planes de Dios, una finalidad determinada.
¿Para qué escoge Dios y “segrega” a Israel, de en medio de todos los pueblos?
Una lectura atenta del Viejo Testamento nos da la impresión espontánea de que la elección de Israel presenta, a la larga, unas vastas perspectivas de imperialismo. Ha de ser un pueblo que influya y domine en otros pueblos.
Y a esta influencia y a este dominio no se le ponen trabas de ninguna clase. A Abrahán se le prometen en herencia “todas las  naciones de la tierra” (Gn. XII, 3). Los profetas perfilan hasta el detalle el futuro imperio mundial del pueblo escogido.
El gusanillo de Israel, la insignificante oruga en medio de los grandes puebles que le rodeaban, cuenta con el auxilio de Yahvéh, que lo convertirá en trillo, en, trillo nuevo dentado; trillará las montañas y las pulverizará, y las colinas las reducirá a tamo; las aventará, y el viento se las llevará, y el torbellino las esparcirá (Is. XLI, 3-16); llegará un día en que a Jerusalén, convertida en capital de un imperio cósmico, acudan muchedumbre de camellos, camellos jóvenes de Madián y Efá, (Is. LX, 8), y ante ella se inclinarán sus viejos opresores y la apellidarán ciudad de Yahvéh, Sión del Santo de Israel, y en lugar de ser una abandonada, una odiada sin viandantes, será constituída en motivo de gloria eterna, alegría de todas las generaciones[2] (Is. LX, 14-15).
El monte de la casa de Yahvéh estará asentado en la cumbre de los montes y se alzará sobre las colinas, y afluirán a él los pueblos, y llegarán numerosas naciones y dirán: venid, subamos al monte de Yahvéh y a la casa del Dios de Jacob, y nos enseñará sus caminos y andaremos sus senderos, pues de Sión saldrá la Ley, y la palabra de Dios de Jerusalén (Miq. IV, 12).
Que esta elección de Israel tiene un signo imperialista, está tan a flor de tierra en la vieja literatura bíblica, que nadie ha pretendido negar el hecho; sólo hay opiniones, cuando se intenta darle una interpretación.
Y como quiera que aquí propiamente estamos haciendo teología bíblica, o sea que intentamos sacar las consecuencias de los textos escriturísticos, en el supuesto de que éstos están transidos por el soplo de la inspiración divina, solamente haremos referencia a los dos tipos generales de interpretación, que presentan los dos grupos antagónicos, que, no obstante, coinciden en la admisión del Antiguo Testamento como libro divino: o sea, cristianos y judíos.

3. Vinculación de la elección de Israel a lo racial y a lo geográfico.

Como acabamos de ver en la breve selección de profecías referentes a la elección de Israel, Yahvéh, al escoger a la descendencia de Abrahán corno instrumento de su Providencia, incluye en esta elección estos dos elementos: el racial y el geográfico.
Hacemos gracia de la cita de los pasajes bíblicos en que se insiste en la elección de Israel precisamente como unidad etnográfica para los designios de Dios. Por ahora no entrarnos a investigar el alcance y sentido de esta dimensión racial de la elección divina. Pero es un hecho innegable: Israel, como tal pueblo, es objeto de una especial predilección de Dios, con vistas al futuro desarrollo de sus planes de redención mesiánica.
Igualmente el elemento geográfico entra a formar parte de la promesa divina. La tierra de Canaán se dibuja siempre en el horizonte de las grandes profecías de restauración mesiánica. Dios podía haber escogido otra tierra del globo, pero escogió aquel rincón del Asia, por libérrimo designio de su voluntad[3].
La primera promesa de llegar a ser un pueblo elegido, que Dios le hace a Abrahán, va estrechamente vinculada a la designación geográfica; y ya desde entonces, todas las profecías de liberación mesiánica y todos los anhelos de restauración del pueblo escogido tienen como soporte indispensable la instalación de Israel en la tierra pro-metida de Canaán.
En una palabra, el designio divino de constituir a Israel pueblo sagrado, y encargado de una misión apostólica, incluye entre sus elementos integrantes la dimensión racial y la dimensión geográfica. Dios escoge a Israel, precisamente en cuanto instalado, como un pueblo racialmente uno, en un determinado lugar de Asia, la Tierra de Canaán.
Este es un hecho innegable; más adelante intentaremos determinar su sentido y la amplitud de su alcance.

Continuabitur


[1]Este concepto del sacerdocio y de la santidad del pueblo está estrechamente ligado con el de ser Israel el primogénito de Dios (Ex. IV, 2). Según el derecho primitivo, el sacerdocio estaba vinculado a la primogenitura y, por tanto, Israel, el primogénito de los pueblos, es el pueblo sacerdote que, por consiguiente, ha de ser, santo”. (Nácar-Colunga, h.l.).

[2] Nota del Blog: Sobre el significado de “todas las generaciones” cfr. lo que dijimos AQUI.

[3] Nota del Blog: Mas bien por amor a Israel, tal como leemos en II Macabeos V, 20: “…Dios no escogió el pueblo por amor del lugar, sino a éste por amor del pueblo. Por cuyo motivo este lugar mismo ha participado de los males que han acaecido al pueblo, así como tendrá parte también en los bienes; y el que ahora se ve abandonado por efecto de la indignación del Dios todopoderoso, será nuevamente ensalzado a la mayor gloria, aplacada que esté aquel grande Señor”.