sábado, 18 de mayo de 2013

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. V, IX Parte.


5) La compasión sacrifical

Además, cualquier pretensa acción sacrificante subjetiva, es decir, no terminada en una oblación exterior (sea pasada, presente o futura, mas siempre acepta a Dios desde su eternidad), de ningún modo realiza la esencia cabal de sacrificio. Mediante un examen crítico de esta noción, tal como la presentan las definiciones tradicionales, se ha tratado de demostrar recientemente que el sacrificio consiste en el acto interno de conocer a Dios y de reconocer su soberanía como Creador[1]. El sacrificio no exige, de suyo, esta o aquella materia ritual; y ni siquiera una ceremonia litúrgica; es cierto. Pero también es verdad que para ser una acción práctica transitiva, como todos los actos cultuales de la virtud de religión, debe concluir en un término exterior concreto. Forma eminente de justicia, connotativa de la idea de débito, la virtud de religión permanece in actu primo, ineficaz, mientras no pasa, del reconocimiento de lo que debe, al pago contante y sonante de la deuda. Con decirme a mí mismo que mi voluntad debe someterse a la de Dios hasta el entero don de mi persona, estoy muy lejos de haber cumplido un acto cultual religioso. Ese sometimiento debe ser actualizado de alguna manera práctica. No se trata únicamente de poner un hecho externo que le demuestre a Dios y nos persuada a nosotros mismos la sinceridad de nuestro reconocimiento teórico. Se trata de poner un hecho externo que someta efectivamente nuestro albedrío a la autoridad absoluta del que nos ha hecho libres. O de aceptar, como emanado de la voluntad soberana de Dios, un hecho ajeno a la nuestra y que nos ofrece, por contrariarnos de algún modo, la ocasión de negarnos a nosotros mismos y de darnos al Autor de nuestro ser.

Hay otras razones de que la forma esencial del sacrificio — nuestra intención sacrifical interna — se realice en un símbolo concreto. A ellas se refiere santo Tomás con las siguientes palabras:

La perfección de nuestro espíritu consiste en someterse a Dios; y la alcanzamos dando a Dios la reverencia y el honor que le son debidos. Porque cada cosa recibe su perfección del hecho mismo de someterse su superior [en el ordenamiento natural de los seres]; como el cuerpo, respecto al alma que la vivifica; y la atmósfera, respecto al sol que le comunica su calor y su luz. Mas he aquí que la mente humana necesita, para unirse con Dios, ser conducida como de la mano por las cosas sensibles. Porque los atributos de Dios, que no se ven, tanto su eterna potencia como su divinidad, se han hecho visibles por medio de la creación (tal enseña el Apóstol: ad Romanos, I, 20); de modo que la inteligencia consigue formar idea de esas realidades de Dios, al través de sus creaturas. De ahí que sea necesario usar de algunas cosas corpóreas, empleándolas a modo de signos, a fin de que por ellas se determine el espíritu del hombre a la realización de los actos espirituales que le unen con Dios[2].

Puede añadirse la razón sugerida en una de las primeras páginas del presente ensayo, a saber: el oficio pontifical del género humano entre el cosmos y Dios; nuestra misión de consagrar todas las cosas sometidas por Dios al dominio de nuestra inteligencia, y religarlas con su Principio eterno, haciéndolas partícipes de nuestro retorno consciente y voluntario al Creador.
Así, pues, toda acción sacrifical es objetiva. La que resulta de unirse a un sacrificio ajeno es tan sacerdotal como la del mismo sacerdote que actúa por iniciativa propia. Y ello de un modo prácticamente infalible dentro del Cuerpo místico.
Empero, no toda adhesión a un sacrificio religioso es verdadero acto de culto. Cuando se reduce a una mera compasión afectiva no se da sacrificio, ni siquiera en sentido impropio. El unirse al acto sacrifical ajeno debe ser un  co-padecimiento ofrendado en unidad de fe y de amor religiosos, puesto que su fin es la unión transformante del alma con Dios[3]. Objetivado así nuestro sacrificio en la oblación ajena, ésta sigue siendo materialmente ajena, pero ha empezado a ser formalmente común, constituida en término único de dos acciones sacerdotales convergentes.
Hay, pues, necesidad de distinguir entre compasión religiosa y compasión sensible o sentimental. Esta es episódica, intranscendente. Aquélla, en cambio, es sobrenatural y transciende las fronteras personales para realizar una sola intención de coincidencia con la Voluntad divina.
Se demuestra así necesario que exista una cualidad previa común en el alma del que ofrece el sacrificio y de quienes adhieren a él; una realidad óntica consagratoria que impregne y caracterice al afecto sacrifical desde su raíz, constituyéndolo en religioso y en cristiano. La mera adscripción jurídica a la eficacia del sacrificio de la cruz (el affectus parentis asumido por la auctoritas Christi[4] de que habla Arnaud de Bonneval) es un trámite enteramente extraño al espíritu de la Nueva Alianza. Todo en la Iglesia de Cristo realiza la máxima unidad de acción posible con el Sacerdote único, más allá del alcance metafórico de las denominaciones extrínsecas y de los meros compromisos contractuales, propios de la Antigua Ley. En la medida en que nuestro derecho a elegir y nuestra necesidad de merecer lo consienten, las operaciones de todo el Cuerpo místico participan del dinamismo infalible de la acción sacramental.



[1] Cf. la comunicación de Fr. Guillermo Baraúna, O. F. M., sobre el reciente Congreso Mariológico de Lourdes (Septiembre 1958), en Rev. Ecl. Bras. 18 (1958) 995. El autor de la tesis a que nos referimos, Fr. Constantino Koser, O. F. M., ha hecho un penetrante análisis crítico de la copiosa documentación estudiada. Sus conclusiones nos parecen, prima facie, demasiado restrictivas, achacosas de esencialismo. Nuestra admiración por el Autor, cuyo talento especulativo y método escrupuloso de trabajo son poco comunes, nos obliga a dar carácter suspensivo a nuestro disentimiento, en espera de la publicación de su estudio.

[2] S. Tomás, Summa theol. II-II, 81, 7.

[3] “Verum sacrificium est omne opus, quod agitur, ut sancta societate inhaereamus Deo, relate scilicet ad illum finem boni, quo veraciter beati esse possimus (S. Agustín, De Civitate Dei, X, VI [PL 41, 283]).

[4] La coopération de Marie est donc, au sentiment d'Arnaud, une supplication inspirée par l'amour de son Fils; cette affection suppliante, le Fils non seulement l'agrée, mais la fait parvenir à son Pére avec ses propres voeux. « Ainsi assumée, glose l'abbé Laurentin, par l'auctoritas Christi, la coopération affective de Marie prend une valeur effective ». Effective évidemment sur son plan a elle, etc., etc. ». (Dillenschneider Cl., C. SS. R., Marie dans l'écomoie de la création renovée, Paris 1957, 140).