jueves, 30 de mayo de 2013

La Ordenación de los Diáconos en el N. T. y comparación de la jerarquía eclesiástica con la angélica (II de V)

II

2. La función litúrgica en especial y sus derivaciones.

De leiton, lugar o cosa popular y pública, como la curia, el prytaneum, etc. y ergon, la obra o servicio en general, se derivan los vocablos λειτουργὸς, λειτουργίᾳ, λειτουργεἶν de un significado muy parecido al de διακονος, διακονια, διακονεἶν. La diferencia principal está en que mientras el oficio del diácono era el de prestar servicio a cualquiera por institución o sin ella, el del liturgo, por el contrario, supuesta o no la misma institución, era el servicio prestado por el particular en orden al bien común (Arist.) o bien a la cosa o persona pública (Plat.). El liturgo que presta el servicio puede, pues, ser una persona privada, siempre que sirva al bien común, verbigracia, un artesano que sirve al ejército (Plut.), y eso aun a sus propias expensas (Dem., Lvs.) al contrario de lo que sucede con el diácono, cuyo oficio más característico es repartir lo común entre los particulares.
Por ese respecto que el liturgo, no menos que el diácono, aunque en orden inverso, tiene con el bien común, también la persona privada del liturgo fue adquiriendo poco a poco el carácter de persona pública, y lo adquirió de hecho al sobrevenir por necesidad la institución, y eso tanto en lo civil como en lo religioso. Así entre los clásicos griegos se llamaba liturgo al lictor (Plut.) y a otros públicos funcionarios, y luego, en el A. T., al ministro de un príncipe (III Reg. 10, 15), al profeta (Jos. 1. 1. etc.), al sacerdote (Is. 61, 6; Neh. 7, 24), al levita (Neh. 10, 39-40). Y del A. T. el vocablo, con su doble significación civil y religiosa, pasó al Nuevo, y así los magistrados civiles (Rom. 13, 6) y las mismas centellas del rayo (Hebr. 1, 7; cf. Ps. 104, 4) son los liturgos de Dios, y Cristo es el liturgo del santuario celeste (Hebr. 8, 2, cf. Eccli. 24, 14), y Pablo es el liturgo de Cristo (Rom. 15, 16), y Epafrodito es el liturgo de Pablo en su necesidad (Phil. 2, 2s) y a este tenor, las palabras λειτουργίᾳ, λειτουργεἶν se usan frecuentemente en el A. T., y algunas veces también en el Nuevo, para significar el culto o servicio divino, con esta particularidad, empero, digna de notarse, que así como διακονια, tras significar el servicio convival, vino a significar los vasos de mesa, así λειτουργίᾳ al significado de culto divino agregó el de vasos sagrados (Hebr. 9, 21).

¿Desde cuándo tomó el diácono el oficio de liturgo? Creemos que desde su institución y en fuerza de la institución misma, ni más ni menos que el oficio económico. Y primeramente, que lo tuvo desde su institución, aun limitándonos a las pruebas positivas, no cabe ponerlo prudentemente en duda ante el hecho tan significativo de que ya los primeros diáconos se dedicaron a la predicación evangélica, que es una manera del oficio litúrgico y San Pablo, en su carta a los Filipenses (Phil. 1, 1) y en la primera a Timoteo (I Tim. 3, 8 ss.), enumera a los diáconos entre los ministros de la Iglesia. Y por no alegar la Didakhé, de cuya fecha se disputa, ahí está la I epístola de San Clemente Romano a los Corintios, en la cual desde el capítulo 40 al 44 se hace un paralelo entre los obispos (entiéndase presbíteros) y los diáconos de la Nueva Ley y los sacerdotes y levitas de la Antigua, cuya función principal es la de ofrecer los sagrados dones (prosferein ta dora). Ni qué decir tiene que en el tiempo sucesivo se pone cada vez más de relieve ese carácter litúrgico del diácono con la enseñanza catequística, la administración del santo bautismo, el servicio del altar y la distribución de la sagrada Eucaristía, no sólo a los presentes, sino también a los ausentes. El hecho es perfectamente conocido por la historia eclesiástica, y así juzgo innecesario insistir en ello.
No menos atestiguado por la historia resulta un segundo hecho, y es que la introducción de la función litúrgica, si cabe hablar de introducción donde todo parece existir desde el principio, no fué por de pronto con menoscabo de la función económica. Como Esteban y Felipe al servicio de las mesas agregaron desde luego el de la predicación evangélica, así los diáconos posteriores no dejaron la mesa por la misa, sino que supieron simultanear entrambos ministerios: ejemplo típico, San Lorenzo mártir, el servidor de su prelado y de los pobres. Finalmente, con el correr del tiempo se ha llegado al estadio actual, en que el diácono no tiene otras funciones en la Iglesia que las estrictamente litúrgicas o rituales, y aun esas con el carácter transitorio de todos conocido, sino en cuanto a la potestad, al menos cuanto al ejercicio, mirándosele al diaconado como al último peldaño que conduce al sacerdocio.
¿Qué decir, pues, a todo esto? ¿Puede acaso la Iglesia mudar a su arbitrio la naturaleza del oficio diaconal o siquiera ampliar o restringir sus atribuciones? ¿Qué se hizo entonces de la por todos admitida o supuesta institución divina del diaconado? Y, tratándose de un verdadero sacramento, como luego probaremos, ¿puede por ventura la Iglesia variar sustancialmente la significación y causalidad del rito sacro para otorgar por él ahora una potestad, ahora otra, con la gracia aneja a una u otra potestad?
Dentro de la ortodoxia doctrinal sacramentaria parece que no se puede dar más que una respuesta y esa es que la potestad diaconal fué siempre formalmente la misma en virtud de su institución, si bien es materialmente varia por los varios objetos a que se la puede aplicar y de hecho se la ha aplicado, según la varia disciplina de la iglesia.
La formalidad propia de la potestad diaconal, como se desprende de la exposición razonada de su primera institución, es el ser subsidiaria de la potestad apostólica, y más generalmente de la sacerdotal. No se instituye a los diáconos para que ejerzan funciones especiales no contenidas en la potestad sacerdotal, sino, al contrario, para aligerar al sacerdote en el ejercicio de su propio ministerio. La potestad diaconal no es, pues, complementaria, sino suplementaria de la sacerdotal, de la cual procede por vía de desintegramiento calculado. Podía el sacerdote lo que puede el diácono, mas en el ejercido de su potestad no alcanzaba tal vez el sacerdote hasta donde pudiera y conviniera y previniendo o remediando este inconveniente se descargó en el diácono parte de la potestad del sacerdote, la menos sustancial y característica, y eso por divina institución, que previno sobre el caso a los Apóstoles, como es de suponer.
Para mejor entender esta teoría tracemos mentalmente una línea en el campo de las potestades sacerdotales y distingamos con ella las que son sólo accesorias de las que son fundamentales y más características. Arriba, lo que es sustancial, es decir, la potestad de confirmar y ordenar, la de consagrar, absolver los pecados y ungir a los enfermos, potestades todas esencialmente divinas, como causadoras de algo sustancialmente sagrado, que sólo Dios pudiera realizar. Abajo, lo que es accesorio, como requerido para el digno desempeño de tan divinas potestades, y que es todo un cortejo de poderes secundarios, en sí perfectamente naturales y humanos, que si todavía llevan el nombre de sagrados lo es sólo por reducción y extrínsecamente, ya por el principio de donde proceden, que es la fuente de la divina institución, ya por el fin a que se ordenan, que es el cuidado o servicio prestado a personas o cosas sagradas.
Pues bien: todo este cortejo de poderes secundarios -llamémoslos así— de que viene rodeada y esmaltada la potestad sacerdotal en la propia persona del sacerdote, pasa sin lo principal a otra persona en virtud de la nueva institución, y tenemos la figura del diácono, que sería así un sacerdote desdoblado, el cual en ese desdoblamiento se quedó con lo accesorio de la potestad sacerdotal, lo cual es algo en sí natural y humano en el sentido expuesto. Según esto, todo sacerdote es diácono, y lo sería sin especial ordenación, porque a lo principal sigue naturalmente lo accesorio, mas no todo diácono es sacerdote, pues con tener la plenitud de los poderes accesorios en virtud de la institución particular del diaconado carece de lo principal, que es la potestad sacerdotal en un sentido estricto.[1]
Con esto tenemos al diácono constituido en la plenitud de sus poderes. Mas esta plenitud de poderes no lleva necesariamente consigo la plenitud en el ejercicio de sus funciones, cuales son la de predicar, bautizar ex officio, servir en la misa o en las mesas, etcétera, etc., pues todas estas funciones, por lo que tienen de rituales, caen de lleno dentro de la disciplina de la Iglesia. Sin menoscabo, pues, de los poderes diaconales, que son siempre los mismos, cabe una grande fluctuación histórica en el ejercicio de sus funciones, las cuales, sean pocas o muchas, y por más disparatadas que parezcan, no sólo las de índole litúrgica, sino también las de índole económica, convienen todas en ser de algún modo sagradas, como accesorias de las estrictamente sacerdotales. Nunca se ponderará lo bastante la unidad que en el plan divino de la salvación existe entre Cristo, los cristianos y sus cosas, según aquello de San Pablo: Omnia enim vestra sunt, vos autem Christi, Christus autem Dei (I Cor. 3, 22 s.), y que cuanto se hace a uno de los fieles que creen en el Señor, al Señor mismo se hace (Mat. 18. 5 25, 40: Mc. 9, 36; Lc. 9, 48, al.).
Y esto baste sobre la potestad diaconal en sí. Veamos sus derivaciones.
Si en cuanto llevamos dicho hasta aquí sobre la dicha potestad fácilmente estarán todos conformes, no así en lo que vamos a insinuar sobre su relación con los órdenes inferiores; es a saber, que así como el diaconado no es más que un desdoblamiento del sacerdocio, así el subdiaconado y los órdenes menores no serían más que  un desdoblamiento del diaconado, hecho, sí, por voluntad de la Iglesia, mas en virtud de una institución divina al menos implícita. Esta concepción, según fácilmente se comprende, anima de una vida nueva a esos que parecían restos inertes, conservados al azar, de una grandiosa concepción prejerárquica de índole meramente disciplinar. Nos parece que hay aquí algo más que disciplina y que en la base de todas esas instituciones eclesiásticas está la institución divina del diaconado, que aquellas instituciones reproducirían en parte, sin limitarse a una mera imitación externa.
La concepción de los órdenes inferiores como partes potenciales de diaconado cabría extenderla tal vez, con paridad de razón, al instituto de las antiguas diaconisas, por el estilo de Febe, diaconisa de la Iglesia de Cenkhris (Rom. 16, 1), y de las viudas puestas al servicio de una iglesia (1 Tim. 5, 9-11), atendidas sus funciones diaconales y el rito de su iniciación de tipo sacramental. Aunque generalmente viudas, había entre ellas algunas que eran vírgenes, como consta por la carta de San Ignacio mártir a los de Esmirna y la de Plinio el joven a Trajano (cf. Bert. Kurtscheid, o. c., 50 ss.). Y para nuestro intento basta con lo dicho sobre la potestad diaconal, sobre sus orígenes y derivaciones ulteriores.

3. El diaconado como Sacramento. Conclusiones.

Aun con sólo los datos que suministra la Escritura, creo haber llegado a la videncia de que el diaconado es un verdadero sacramento. La prueba procede por comparación de lo que en ella se dice de la institución diaconal con lo que en la misma se apunta en otros sacramentos, haciendo distinción constante entre la materia y la forma sacramental, denominándose a esta última con el término oración u otra palabra semejante.
En una nota a la página 289 de mi Summa isagogico-exegetica II, a propósito de Eph. 5, 26 (mundans lavacro aquae in verbo vitae), recojo los principales lugares que en oposición a la materia indican la forma de los santos sacramentos con estas compendiosas palabras: Distinctio inter materiam et formam sacramentorum haud difficile hic et alias discernitur; et forma quidem appellari solet verbum, oratio, petitio, uti I Pet. 3, 21 (“interrogratio” = petitio), de baptismate; Act. 3, 15 (“oraverunt”), de confirmatione; Act. 6, 6; 13, 3 (“orantes”), et Act. 14, 22 (“oraverunt”) de ordinatione; Jac. 5, 15 (“oratio fidei”) de extrema unctione.[2]
 Entre los pasajes citados está el de Act. 6, 6 con que se termina el relato de la elección de los siete primeros diáconos, que dice así: Et orantes imposuerunt eis manus. Lo de “orantes”, por comparación con los otros pasajes indicados, sería la fórmula sacramental. Véase si no más por extenso cada uno de esos pasajes.

A) Los referentes al bautismo:

Eph. 5, 25 s.: “Christus dilexit Ecclesiam, et seipsum tradidit pro ea, ut illam sanctificaret, mundans lavacro aquæ (materia) in verbo vitæ (forma).”

1 Pet. 3, 21: “Octo animæ, salvæ factæ sunt per aquam, quae et vos nunc antitypica salvos facit scilicet baptisma, non carnis depositio sordium, sed conscientiæ bonæ interrogatio ad Deum.”
La Vulgata traduce mal las palabras que no hemos subrayado. El sentido del texto es éste: El bautismo es un antitipo del diluvio, una loción, no del cuerpo, sino del alma, a tenor de esa petición de buena conciencia contenida en la fórmula: “Yo te bautizo”, etc.

B) Los referentes a la confirmación:

Act. 8, 14 ss: « Cum autem audissent Apostoli qui erant Jerosolymis, quod recepisset Samaria verbum Dei, miserunt ad eos Petrum et Joannem. Qui cum venissent, oraverunt pro ipsis ut acciperent Spiritum Sanctus (forma): nondum enim in quemquam illorum venerat, sed baptizati tantum erant in nomine Domini jesé (alusión a la institución). Tunc imponebant manus super illos, et accipiebant Spiritum Sanctum (materia). »

Más abajo, en la confirmación de unos Efesios, se menciona sólo la materia:

« Et cum imposuisset illis manus Paulus, venit Spiritus Sanctus super eos (Act. 19, 6). »

C) Los referentes a la ordenación:

Act. 13, 2 s. “Ministrantibus autem illis Domino, et jejunantibus, dixit illis Spiritus Sanctus: Segregate mihi Saulum et Barnabam in opus ad quod assumpsi eos. Tunc jejunantes et orantes (forma), imponentesque eis manus (materia), dimiserunt illos.”
Es un caso de ordenación episcopal con expresión de la forma y de la materia.

Act. 14, 22: “Et cum constituissent illis per singulas ecclesias presbyteros, et orassent (forma) cum jejunationibus, commendaverunt eos Domino, in quem crediderunt.”
Es un caso de ordenación presbiteral en que se menciona expresamente sólo la forma. Se usaba, sin embargo, también en ella la imposición de manos, corno materia, según la prescripción de San Pablo a Timoteo: Manus cito nemini imposueris (I Tim. 5, 22. cf. 1 Tim. 4, 14; II Tim. 1, 6).

Compárese con estos casos el referido de la ordenación de los diáconos, donde se menciona a su vez la oración y la imposición de manos, y dígasenos si no estamos en lo cierto al ver en esta constante oración la forma del sacramento respectivo, señalada seguramente por Cristo, mas solamente cuanto a su significado según parece.

A mayor abundamiento y confirmación de que en esa oración ritual está la fórmula sacramental, vaya el conocido pasaje de Santiago sobre la extremaunción.

D) El lugar referente a la extremaunción:

Sant. 5 14 s.: “Infirmatur quis in vobis? Inducat presbyteros ecclesiæ, et orent super eum (forma), ungentes eum oleo in nomine Domini (alusión a la institución divina) et oratio fidei salvabit infirmum, et alleviabit eum Dominus: et si in peccatis sit, remittentur ei”.
Según lo que tantos otros textos sugieren, la “oratio fidei” que aquí se menciona no es precisamente una súplica confiada, como si el efecto dependiera de la disposición del ministro (error donatista), sino la propia oración ritual, expresión de la fe que se profesa en la eficacia del sacramento.
Mas ¿qué necesidad había de un sacramento en la institución de los diáconos? Como necesidad, ninguna. Siendo todos sus poderes en sí naturales y humanos, bastaba una deputación externa, oficial, de parte de la jerarquía a la manera que hoy se efectúa la asunción de personas seglares para la acción católica, y este sería tal vez el caso de las antiguas diaconisas y de los varios órdenes inferiores al diaconado. Mas como conveniencia es innegable que el sacramento está en su puesto en la institución de los diáconos para que con más dignidad ejercieran su actividad en torno a las cosas y personas sagradas. Tenemos un caso semejante en el contrato matrimonial, elevado a su vez a sacramento entre los cristianos no por necesidad absoluta sino por la grande conveniencia de que todo fuera santo y sagrado en la procreación y educación de los hijos, como destinados que están a ser hijos adoptivos de Dios por la gracia y herederos del cielo por la gloria.
Quedamos, pues, en que la jerarquía eclesiástica de orden, según aparece en la Escritura, está formada de dos clases de sagradas potestades, esencialmente diferentes: las unas, sobrenaturales y divinas, que son las más características del Sacerdocio cristiano en sus dos grados, el episcopal y el presbiteral, y que se ordenan a producir santidad directamente, y las otras, naturales y humanas en su ser y en sus efectos inmediatos, salvo la de bautizar, común a todos los cristianos; las cuales por eso mismo y por ordenarse, ya antecedentemente, ya consiguientemente, a las primeras, justamente se las llama secundarias o accesorias, y puestas por vía de desglosamiento en un sujeto distinto que las otras, constituyen el diaconado.
En su ordenación sacramental el diácono recibe la plenitud de sus poderes diaconales, iguales en todos tiempos y fácilmente distribuibles en dos órdenes aparentemente diferentes, el económico y el litúrgico, ya que el benéfico se reduce al económico y el evangélico al litúrgico, aunque no pueda desde luego ejercitarse en todas sus funciones, las cuales vienen reguladas por la variable disciplina de la Iglesia. A esta misma disciplina pertenece el desdoblamiento de los poderes diaconales en los varios órdenes inferiores y en el instituto de las diaconisas, los cuales serían o no sacramentos, según que se admita o no alguna manera de institución divina de estos órdenes inferiores.




[1] Nota del Blog: es decir, si no entendemos mal, que para el autor la ordenación del diaconado no sería necesaria para la validez de la ordenación sacerdotal. Distinto sería el caso de la necesidad del sacerdocio para la consagración episcopal.

[2] Traducción: “No es difícil discernir tanto aquí como en otros lugares la distinción entre la materia y la forma de los sacramentos; la forma suele llamarse palabra, oración, petición, como en I Ped. III, 21 (interrogación = petición) sobre el bautismo; Hech. III, 15 (oraron) sobre la confirmación; Hech. 6, 6; 13, 3 (rezando) sobre la confirmación, y Hech. 14, 22 (oraron) sobre el orden; Sant. 5, 15 (oración de fe) sobre la extremaunción”.